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CONSEJERÍA DE LA PERSONA Restaurar desde la comunidad cristianaISBN: 978-84-8267-693-7 Clasifíquese: 0450 - CONSEJERÍA PASTORAL CTC: 01-05-0450-27 Referencia: 224752 |
A nuestro Dios,
Restaurador de todas las cosas.
“Si te convirtieres, yo te restauraré,
Y delante de mí estarás” (Jer 15.19).
CAPÍTULO 1
Introducción
No es fácil hablar de restauración debido a nuestras propias limitaciones personales, a que tenemos experiencias de fracaso, visiones parciales de la vida, obstáculos psicológicos que nos impiden comprender la verdadera dimensión de lo que Dios es capaz de hacer en medio de su pueblo.
Podemos conocer muchas teorías; incluso, intentar aplicarlas. Pero, al tratarse de personas, nos damos cuenta de que no hay una constante universal aplicable a todos los seres
humanos.
Cada uno de nosotros es único, tiene un bagaje, un trasfondo, unos condicionantes particulares, tanto familiares como personales y sociales que nos predisponen para pensar y actuar de formas radicalmente distintas a como lo harían otros e, incluso, a como lo haríamos nosotros mismos en otras circunstancias y momentos de la vida.
Dicho de otra forma, lo personal (físico, mental y espiritual) y lo social (ya sea la familia u otras personas con las que nos relacionamos) se afectan mutuamente estableciendo unas coordenadas que configurarán las respuestas que damos frente a las presiones a que nos vemos sometidos. Cambiando uno de esos parámetros (estado de ánimo, circunstancias familiares o laborales, enfermedad física...), puede verse afectada toda la cadena de respuestas que somos capaces de dar y esto se produce de manera inconsciente.
Para ilustrarlo de alguna forma, en la industria gráfica moderna, la impresión digital trabaja a partir de cuatro colores (CMYK); si queremos conseguir un color plano, como por ejemplo, el naranja, siempre tenemos que hacerlo a partir de la mezcla de los cuatro colores y cualquier variación en uno de ellos, aunque sea leve, afecta al resultado final. De la misma manera, la personalidad de un individuo se forma a partir de un gran número de parámetros y cualquier variación en uno de ellos afecta al resultado final; por eso todos somos tan diferentes, incluso dentro de una misma familia.
Por ello, será necesario recurrir a la Palabra de Dios para vislumbrar lo que el Creador nos propone tratando de no desvirtuar su legado.
Ahora bien, nadie que se atreva a hablar de restauración puede hacerlo desde una actitud prepotente, como si nunca hubiera descendido a las puertas del infierno. Solo se puede hablar de restauración desde la experiencia de pecado, con la conciencia alerta para no olvidar lo que todos nosotros somos: pecadores en proceso de restauración por la gracia de Dios. En este sentido, merecería la pena recordar las veces que hemos caído y qué proceso hemos seguido para volvernos a levantar y caminar con dignidad, como hijos de Dios.
Por ejemplo, ¿qué posibilitó que David, en cuyos salmos nos deleitamos, fuera restaurado por el Señor y continuara reinando después de haber adulterado, mentido y asesinado a uno de sus leales súbditos? ¿Cómo pudo Pedro escribir las cartas del Nuevo Testamento que llevan su nombre después de haber negado a Jesús y fuera señalado por Pablo como un hipócrita diciendo que era digno de condenar?
Israel vivió experiencias amargas en el desierto después de ser liberado de Egipto. Dios tuvo que batallar con un pueblo duro de cerviz. El desierto se convirtió en una experiencia vital para el pueblo de Dios, donde aprendió quién era el Señor y qué esperaba de los suyos. Allí, en el desierto, el alma podía ser muy fértil y el espíritu se mantenía despierto, expectante, para contemplar la gloria de Dios guiando a su pueblo hacia el reposo prometido.
Así las cosas, desierto y tierra prometida no se pueden separar, como tampoco se puede entender la liberación sin la esclavitud... De igual manera, ¿cómo podremos concebir la restauración sin la caída?
¡Si la Iglesia fuera capaz de comprender la verdadera dimensión de la restauración cristiana! Si la Iglesia tomara conciencia de que no está para juzgar a los demás, sino para ejercer misericordia, la restauración sería posible. La humildad es la mejor compañera de la restauración ya que, a partir de ahí, nos acercamos al otro con la actitud correcta, dispuestos a socorrerle en momentos de debilidad, incluso de rebeldía y, por qué no, de pecado.
Ahora bien, ¿quién ha de ser restaurado? ¿Quién ha de restaurar? ¿Qué procesos podemos establecer? ¿Hay principios activos en la Escritura que nos puedan orientar hacia este ministerio tan olvidado? ¿Qué síntomas nos permiten atisbar posibilidades de recuperación espiritual? ¿Qué impide la restauración eficaz?
Fijémonos que estamos hablando de la restauración de las personas, no de las cosas. Esto significa que entran en juego un sinfín de elementos que, en ocasiones, son difíciles de controlar. Además, presuponemos que puede haber avances y retrocesos en ese proceso de rehabilitación en el que todos estamos involucrados y que los errores que podamos cometer pueden dejar una huella muy penetrante en nuestra memoria personal y colectiva.
¡Cuántas personas se han distanciado de la Iglesia por haberse aplicado un procedimiento equivocado, una medicina incorrecta! Por supuesto, no estamos dudando de la buena intención de los miembros de la iglesia y de los pastores; pero, cuando alguien abandona, hemos de preguntarnos: ¿habremos hecho algo mal?, ¿podríamos haber actuado de otra forma?, ¿hemos sido lo suficientemente flexibles en esta situación?, ¿hemos tenido la paciencia necesaria y adecuada?, ¿hemos evidenciado el amor suficiente?...
En estos momentos, solo puedo acordarme de los años en que yo mismo desarrollé pautas y procesos equivocados en el ministerio pastoral que condujeron a resultados negativos en la restauración de algunas personas. La inexperiencia, la ignorancia, la falta de humildad, las presiones religiosas, los prejuicios... ¡Cuántas veces he lamentado esto! Pero aun así, nos ha de consolar pensar que, allí donde nosotros no lleguemos, allí donde nosotros nos equivoquemos, estará la buena mano de nuestro Dios que es capaz de arreglar lo que hemos estropeado. No obstante, sabedores de nuestras limitaciones, hemos de esforzarnos en poner todo el esmero y diligencia para servir a los demás con la mayor eficacia, con el mejor de los cuidados, no sea que cometamos un error y sea casi irreparable.
Pensemos en la vulnerabilidad de un enfermo. Depende enteramente de lo que el médico le indique. Un error en el diagnóstico, o en la medicación o en el proceso de recuperación, puede ser dramático. Aquí no caben improvisaciones; los descuidos se pagan muy caros.
Lo mismo ocurre en la vida espiritual. La negligencia puede acarrear grandes pérdidas personales y eclesiales. Por ello, vosotros también, poniendo toda diligencia por esto mismo, añadid a vuestra fe virtud; a la virtud, conocimiento; al conocimiento, dominio propio, al dominio propio, paciencia; a la paciencia, piedad; a la piedad, afecto fraternal; y al afecto fraternal, amor. [1] [ 1 ] 2 Pedro 1.5-7.
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