Con la perspectiva de la lucha de clases contemporánea, Joan Ramón Resina señaló que la novela policiaca española surgió como consecuencia del desarrollo mismo de la burguesía como clase:
A pesar de la recepción de la forma, no se puede hablar de novela policiaca española hasta bien entrado el siglo XX, porque la aparición de este género depende de la presencia de unas condiciones ideológicas imposibles sin una burguesía atenta a legitimar racionalmente su hegemonía. (1997, p. 29)
Hasta bien avanzado el siglo XX la “novela criminal” en España hizo parte de “la divinización de la razón y, por consiguiente, [obedeció] a la reducción de lo humano a lo analizable con la consecuencia de que la reflexión y el análisis se convirt[ieron] en una moral” (1997, p. 22). Desde su punto de vista:
[…] Solo con la adquisición del poder político por la burguesía y con la reestructuración del Estado para sentar las bases de una participación política que mereciera la confianza de amplios sectores de la población, habrían podido crearse las condiciones estabilizadoras que en todas partes son la meta de la burguesía triunfante. (p. 33)
De acuerdo con Resina, el “boom de la novela policiaca en los años ochenta” (Ibídem, p. 31) se caracterizó por el desencanto generacional con respecto a la Transición en España, pues con ella “El régimen no había desaparecido, simplemente había recibido un baño de cal: la Constitución de 1978. No era posible superar el pasado, pero sí cabía olvidarlo” (Ibídem, p. 59). En efecto:
[…] en la cultura del desencanto las cosas se presentan de otra manera. Aquí la conformidad ideológica (que siempre obedece a motivos deshonestos) aún es enjuiciada negativamente, pero ha sobrepasado la esfera semántica de la criminalidad en el sistema legal, y con ella la reacción punitiva de éste. (Ibídem, p. 103)
En tal sentido, este crítico se pregunta con respecto a la novela de crímenes de los últimos años del siglo XX:
¿Qué función puede ejercer la novela policiaca en una sociedad en que la legalidad ha sido deslegitimada por los propios instrumentos del Estado (ejército e Iglesia) y el precario sistema político burgués se ha visto rebasado por unos acontecimientos más aptos para la historiografía que para la detección? (Ibídem, p. 35)
Tal interrogante puede ser resuelto por la novela de crímenes del siglo XXI, pues justamente es la moral burguesa con pretensiones totalizantes la que definitivamente ha languidecido. En ese sentido, continúa la previsión de Resina:
[…] en la novela española postfranquista la corrupción de la policía se relaciona con su pasado inmediato como institución ilegítima, por lo cual esta novela pone en evidencia uno de los problemas fundamentales de los sucesivos gobiernos de la transición: el uso de la violencia sin legitimación, esto es, sin delegación social. (Ibídem, p. 115)
Si para Kracauer (1999, p. 84) el detective representa la “personificación” de la ratio y para Resina su evidente catalizador —“Es imprescindible a ésta [a la novela policiaca] una racionalidad totalizante, encarnada en el detective o en un personaje equivalente. El fin de esta racionalidad es dar coherencia ideológica a una representación fragmentaria de la cotidianidad” (1997, p. 109)—, en el siglo XXI el automatismo de la sanción o los personajes equivalentes al detective van dando paso a otras lógicas que afectan no solo la resolución argumental de la novela (va por vías distintas a la sanción o conato de sanción), sino su misma estructura (distintas redes épicas, novelas sin detectives y múltiples resoluciones discursivas por fuera del ánimo de lucro).
A esa novela del desencanto del siglo anterior, José F. Colmeiro le adjudicó un efecto catártico que se puede comparar con el efecto social de la novela de crímenes contemporánea:
La novela policiaca negra actúa de forma catártica para liberarse colectivamente el autor y lector del fantasma de violencia del pasado, la represión política, la tortura policial, y aliviar al mismo tiempo el horror de la violencia de la vida cotidiana del presente, la corrupción, la escalante agresividad, la pérdida de seguridad y hasta el valor de la vida humana. (1994, p. 217)
En esta misma línea, frente a la pregunta actual sobre por qué atrae tanto la novela negra, el escritor Andreu Martín, quien sin duda sirve de enlace entre dos generaciones (la de la Transición y la de la crisis de los últimos años), responde:
Por muchos motivos, pero yo destacaría, sobre todo, porque trata de nuestros miedos cotidianos, exorciza aquello que sabemos que puede pasarnos pero deseamos que no nos pase jamás. Y, en el camino, hace la radiografía más descarnada de la sociedad criminal en que vivimos. (El País, 2013)
Este juicio permite vincular a las dos generaciones de las que aquí se habla y sus propósitos literarios. Los escritores nacidos en la década de 1920 con producción literaria en el siglo XXI, que vivieron la dictadura y la Transición, se suman en un mismo propósito a los nacidos en la década de 1960, quienes han vivido la crisis financiera, los desahucios o el paro. Y aunque a los primeros autores se les adjudicó con frecuencia el “contenido social” y de hecho se afirma a menudo con respecto a sus obras que son una denuncia con carga política, el mismo propósito “antisistema” se reactiva en novísimas expresiones literarias de años recientes, escritas mayoritariamente por la segunda generación señalada. Si el grupo reunido en torno a la Semana Negra de Gijón en 1988, por ejemplo, hizo de la novela de crímenes una cuestión social, como evento, esta misma Semana está presente en la novela El blues de la semana más negra (2007), de Andreu Martín, donde la banda de jazz El Signo de los Cuatro llega a ofrecer un concierto en ese espacio y el joven saxofonista es confundido con un criminal. Algunos años después, en Destino Gijón (2016), de Susana Martín Gijón (1981), la misma Semana sirve de contexto para un misterioso asesinato que actualiza tanto el valor emblemático del certamen como la vigencia de sus objetivos iniciales.
Con pautas comunes, el desencanto, la crisis del modelo capitalista y de la democracia y sus consecuencias en los individuos tienen diversas representaciones en las novelas de crímenes del siglo XXI. En este campo, resultan esclarecedores los estudios de José Antonio Fortes Fernández (2007) o Belén Gopegui (2008), quienes hablan del sentido político en la literatura desde una perspectiva muy distinta a la de los estudios de Mari Paz Balibrea (2002) 3y David Becerra Mayor (2013) 4, entre otros, que plantean la superación posmoderna de la lucha de clases.
En el siglo XXI, el ascenso de nuevas fuerzas políticas pone en entredicho la unidad ideológica burguesa, la ratio, que provocó la consolidación del género en España. Desde esta perspectiva, los escritores dan cuenta aún de las iniquidades del franquismo, del posterior desencanto que implicó la Transición, la recuperación de la memoria y las huelgas o movimientos sociales que resultan de la inconformidad actual frente al sistema; pero sobre todo de lo que en general se ha llamado la crisis del régimen del 78 que mantiene las polaridades sociales. Como afirma la escritora Cristina Fallarás al aludir a la novela negra de la crisis, designada para ella con las palabras “cronista o cómplice”, “Esta crisis vuelve a sacar la novela que existió en la transición, […] la novela negra vuelve a ser social” (2013, pp. 53-54).
En términos generales, las novelas del siglo XXI constituyen mayoritariamente una continuación de la moral del desencanto que se percibía a finales del siglo XX, pero ahora en clave de rechazo absoluto de un sistema no solo político, sino económico que ha mostrado sus límites. Así lo expresan algunos de sus representantes: para el escritor Carlos Salem, por ejemplo:
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