A Laura, porque sé que sonreirá cada vez que lea esto,
y su sonrisa es lo mejor de cada uno de mis días.
Nuestro destino ejerce su influencia sobre nosotros incluso cuando todavía no hemos aprendido su naturaleza; nuestro futuro dicta las leyes de nuestra actualidad.
Friedrich Nietzsche (1844-1900)
Filósofo alemán
En octubre de 2019, los astrónomos del observatorio de Mauna Kea (Hawái) descubrieron un intenso destello luminoso en la constelación de Sagitario que tuvo lugar a 15.000 años luz de la Tierra. Tras los estudios que siguieron al hallazgo dictaminaron que la titánica explosión cósmica correspondía a una antigua supernova del tipo Ia, las más poderosas del universo. El brillo que alcanzó aquel punto del espacio profundo fue equivalente al de mil millones de soles. Un año más tarde, el observatorio astronómico de Arecibo (Puerto Rico), advirtió algo más, la supernova había expulsado un remanente estelar, un objeto singular y peligroso que llevaba milenios viajando por la galaxia, absorbiendo toda clase de materia a su paso. Tan pronto se tuvo certeza de su trayectoria se emitió un comunicado a escala global. Fuera lo que fuese aquel cuerpo extraño a la deriva, estaba en ruta con nuestro sistema solar… Llegaría en noventa y dos años.
Parte I Superficie
Bienvenido, ciudadano, se encuentra usted en la Nube. Sintonice esta emisora y no aparte su oreja de ella si quiere estar al corriente de los acontecimientos que ocurran en la ciudad durante una jornada en la que más de uno acabará empapado. Si sale a la calle recuerde llevar consigo su paraguas térmico, y si no dispone de uno, cómprelo, o mejor aún, cambie de idea y quédese en su vivienda, cobijado bajo el peso de una buena manta, y forme parte de nuestra gran audiencia. Porque sabemos que lo sabe: nosotros poseemos la fórmula para conseguir día a día que su vida no resulte un infierno.
Llovía.
El estruendo de los disparos rompió el silencio de las calles, también el de las personas que transitaban de un lado a otro por la oscuridad del suburbio, a la sombra de edificios decadentes y de un cielo gris y denso. Algunos se sobresaltaron y giraron la cabeza en dirección al ruido, aunque la mayoría hizo caso omiso del incidente, desentendidos, acostumbrados, entregados a una vida de conciencia abandonada.
A Jacob le gustaba salir a la calle los días de tormenta, eran días frescos, simples, sin apenas negocios abiertos ni peleas entre bandas, pero, sobre todo, sin las asfixiantes oleadas de calor llegadas de los bordes exteriores. Eso era importante. A veces, el calor mataba casi tanto como el hambre. Aquella mañana no tenía prisa, tampoco ningún plan en concreto, salvo el de andar sin rumbo fijo, reflexionar sobre el pasado, ya que hacerlo sobre el futuro no tendría demasiado sentido, y tal vez celebrar él solo, con una ración prudente de Licor 7 en la taberna de las ruinas de la estación del Búfalo, que seguía vivo tras su último trabajo.
Ciertamente, aquel tiroteo esporádico no cambió demasiado sus propósitos. Apenas se encontraba a una decena de metros de la víctima cuando ocurrió; se acercó casi por inercia y se detuvo justo al lado, con las manos en los bolsillos de su chaleco y la cabeza oculta bajo su sombrero empapado. Observó el cadáver en el suelo: un hombre de mediana edad, delgado, desaliñado, ¿y quién no lo estaba? En el momento de desplomarse, llevaba aferrada una bolsa de tela entre los brazos que con la caída dejó esparcidos por la acera un puñado de créditos teñidos de rojo. El agua no tardó en diluir la sangre de aquel pobre diablo. Los créditos eran fichas de veinte, de eso se dio cuenta antes de que su ejecutor se acercara jadeante, aún con la pistola en la mano, y le asestara al cadáver un último tiro en la cabeza. Otra nueva y fugaz explosión de luz. Eso no era necesario, por supuesto, pero ningún vigilante, humano o sintético, de haber estado presente lo habría detenido por reaccionar de esa manera. Un saqueador había intentado robar a alguien y, en la ciudad, robar tenía sus consecuencias.
Después de recoger la bolsa y los créditos y comprobar que no faltara nada, el hombre que había disparado, de pelo largo aunque con entradas y con un abrigo de piel viejo y roto que le cubría hasta las rodillas, miró directamente a Jacob, como si acabara de percatarse de su presencia: una sombra silenciosa, casi desapercibida, en un cuadro melodramático, y señaló a la víctima con la pistola.
—Esta escoria me ha obligado a correr por medio distrito —masculló asqueado, justificándose—. Con la que está cayendo, maldita sea —negó con la cabeza mientras terminaba de recuperar el aliento—. Que tengas un gran día —murmuró, y se dispuso a marcharse por donde había venido—. Estúpido cotilla… —Se escuchó cómo decía a los pocos pasos.
Jacob no le respondió, esperó a que se hubiera alejado un buen trecho, echó un último vistazo al cadáver, que le devolvía una mirada vacía a algún horizonte indefinido, y siguió andando calle arriba, mezclándose entre el goteo de personas que andaban ajenas a lo ocurrido.
Llevaba veinte minutos transitando entre la inmundicia de las calles cuando estuvo decidido a llevar a cabo la opción de la taberna. Fue a tomar un atajo y saltó una valla para cruzar por un parque infantil abandonado, con columpios rotos y oxidados y juguetes medio enterrados en el barro. Al hacerlo, las personas que se encontraban más cerca lo miraron de forma extraña. A la gente no le gustaba pisar esa clase de lugares, eran considerados una especie de santuarios que no debían ser profanados. Había hasta quienes depositaban en sus perímetros cartas escritas con tinta y lágrimas y algo parecido a flores hechas con cualquier material. Hacía muchos años que las risas de los niños dejaron de escucharse en la ciudad. Ya nadie quería tener hijos, no tenía sentido traer un bebé al mundo. Incluso el gobierno repartía píldoras para abortar de forma gratuita en todos los distritos. Jacob ni siquiera pensó en si habría ofendido a alguien cuando salió del parque y fue a adentrarse en un callejón estrecho, hogar de algunas ratas. Había un respiradero en la pared que emitía un vapor maloliente salido de la cocina de alguna vivienda baja. Trató de sortearlo.
El callejón terminó ensanchándose y no tardó en llegar ante el umbral de un túnel mohoso y lleno de goteras, sobre este se alzaba a duras penas un edificio deshabitado. Era el túnel que descendía hasta la estación del Búfalo. Respiró hondo antes de penetrar en aquella oscuridad, como si quisiera aprovechar y contener el oxígeno en sus pulmones durante al menos un par de minutos más. En la superficie, el aire cada vez era más artificial, cargado, y rezumaba por todas partes como una nube tóxica. Pero bajo tierra, la sensación de pesadez en la garganta se volvía casi asfixiante. El eco de sus pisadas retumbó entre las paredes deterioradas del paso subterráneo. Como de costumbre, allí solo había yonkis y enfermos resguardados de la intemperie y la lluvia. Toses y lamentos por todas partes.
Una prostituta delgada como el hambre, cuyo rostro había sido masacrado por la fiebre roja, aguardaba cerca de un cilindro metálico que ardía a modo de hoguera. Al verle pasar se le acercó contoneando sus inexistentes curvas. Bajo la penumbra parecía poco más que un esqueleto forrado de piel y llagas supurantes, una parodia triste de lo que un día fue una chica atractiva.
—¿Quieres un revolcón? Cinco créditos y soy tuya —la mujer sonrió con falsedad y fue a rozarle el hombro, pero Jacob se apartó, cauteloso.
—No me toques —la advirtió, severo, deteniéndose un segundo para asegurarse de que nadie se le aproximaba por la espalda. Todo parecía estar en orden. Siguió andando por el túnel en dirección a las escaleras que bajaban a la taberna.
Читать дальше