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Castellón, noviembre de 2020
Instantes después de la explosión en la planta química del Grao, el pánico hizo presa de los clientes de aquel local de copas situado en la calle Peñíscola. El estruendo inicial dio paso a un violento temblor que provocó que todos los que allí estaban se tambaleasen e hiciesen malabarismos para no caer al piso. Pasada la confusión inicial, todos salieron a la carrera de aquel garito por temor a que el edificio se les viniese encima.
Al llegar a la calle, y cerca de la puerta de entrada al local, se encontraban varias personas tiradas sobre la acera, entre ellas había dos jóvenes inmóviles tendidos en el suelo. Los clientes del pub, entre los que se encontraba una muchacha llamada Míriam, los ayudaron a levantarse y los llevaron al interior del local para prestarles los primeros auxilios. Leo estaba aturdido y su amigo Rick sangraba profusamente por ojos y oídos.
Aquel acontecimiento había hecho que la realidad diese un giro de 180 grados sobre sí misma, y que una extraña y desagradable sensación de pérdida de contacto con el mundo exterior se apoderase de la ciudad. Castellón de la Plana no era un lugar especialmente conocido fuera de España, pero después de aquella noche iba a situarse en el mapa como el epicentro de un destino fatal.
Los actores principales de aquel drama se encontraban allí porque el azar los había colocado en ese lugar sin que lo hubieran deseado. Nunca pidieron tener un papel principal en la escena; sin embargo, allí estaban, y a partir de aquel momento ya no serían dueños de su destino.
Míriam Jovaní era una joven castellonense que vivía en una zona residencial cercana a la avenida del Mar, una vía principal que conectaba la ciudad con el Grao y el puerto. Aquella chiquilla que parecía estar rodeada por un extraño halo de energía positiva había conocido a Leo Carber en el bar de copas esa misma noche. Para ella se trataba de un completo desconocido con el que había desplegado sus dotes de flirteo, un extraño al que las circunstancias habían amarrado a su lado de forma irremediable. Ella fue una de las personas que le prestó ayuda después de la explosión, y con el paso de los días lo convertiría en su amigo y en el primer y último hombre del que se enamoraría.
Después de la explosión, Míriam había intentado ponerse en contacto con sus padres pero las líneas de telefonía móvil habían caído, al igual que lo habían hecho la red eléctrica y todos los sistemas de comunicación. Su primera reacción fue como la del resto: buscar ayuda, refugio y algo de seguridad. Pasados unos minutos interminables, empezaron a escucharse las sirenas de los coches de policía y de las ambulancias que habían salido a socorrer a la población.
Los supervivientes habían salido de sus casas a la carrera, buscando algún lugar donde poder recibir ayuda o, cuanto menos, información. La Policía Local de Castellón se afanó desde el primer momento en habilitar diferentes centros de atención a las víctimas, y entre ellos había situado uno en la avenida de Lidón. Aquellos lugares se convirtieron en puntos de encuentro para todos los afectados. Allí se dirigían para preguntar por sus seres queridos, cuya suerte desconocían. En el centro habilitado en la avenida de Lidón se quedó al mando un Policía Local de nombre Arturo Revest, que se ocupó de atender a todos cuantos llegaban en busca de auxilio. Por aquel entonces, nadie conocía la gravedad de lo que acababa de suceder y se ignoraba el hecho de que la explosión hubiese devastado por completo algunas de las zonas más pobladas de la ciudad.
Leo y Míriam fueron unos de los primeros refugiados en llegar a aquel centro de acogida. El local de copas donde habían coincidido por la noche se encontraba a pocos metros del lugar, y el amigo de Leo, Rick, necesitaba ayuda y atención de inmediato, por lo que consideraron que entrar en aquel lugar era una prioridad.
Míriam asumió la iniciativa de acondicionar algunas estancias de aquel viejo edificio a modo de dormitorios. Era necesario que todos los que allí llegasen buscando ayuda encontrasen un lugar donde dejar reposar sus cansados y maltrechos huesos. Aquella muchacha mostraba una madurez impropia para su edad y que no se correspondía con una apariencia física de cierta fragilidad. Sin embargo, se trataba de una mujer fuerte y con carácter, que estudiaba el último curso de la licenciatura de Derecho en la Universidad Jaime I de Castellón. La madrugada del lunes se encontraba de marcha con unas amigas en el mismo local de copas en el que coincidió con Leo Carber. Era una joven muy bella, su largo cabello era de un intenso color negro y tenía unos preciosos ojos marrones. Su cuerpo, a la vez que menudo y delicado, era extremadamente sensual.
Pasados varios días, el desorden y la anarquía se habían apoderado de la ciudad. La ayuda había llegado únicamente a una pequeña parte de la población y después de no más de dos horas desde el comienzo de la situación de caos, los servicios de emergencias recibieron la orden de retirarse y las Fuerzas de Seguridad cerraron un cinturón de cuarentena alrededor del perímetro de la ciudad, que ya no podría ser franqueado por los que allí quedaron confinados. Al cabo de tres días, los pocos efectivos que quedaban prestando auxilio también terminaron por replegarse.
Los supervivientes que se habían quedado en Castellón no sabían cómo actuar; la mayoría permanecía en sus casas, si tenían la suerte de que estas siguiesen en pie después de la explosión. Otros habían salido a buscar los puntos de encuentro y de refugio que habían improvisado las autoridades durante las primeras horas.
La vida en el refugio de la avenida de Lidón transcurría de manera anodina, cualquier mínima noticia era recibida por todos como un gran acontecimiento. Sin embargo, con el paso del tiempo, la ausencia de novedades del exterior empezó a convertir la esperanza en impaciencia y, días después, pasó a convertirse en desidia y desanimo. La ausencia de electricidad había hecho que aquella ciudad volviese hacia atrás en el tiempo más de dos siglos. Caída la tarde, la oscuridad en las calles se hacía total y el mutismo se adueñaba totalmente de aquel lugar.
Aprovechando la ausencia de iluminación, algunos grupos de supervivientes comenzaron a darse al pillaje y al saqueo. Un vacío de poder se había adueñado de la ciudad y ya no existía el menor atisbo de autoridad ni orden; únicamente permanecían en la zona cero unos pequeños grupos de voluntarios de Protección Civil y de la Cruz Roja que se esforzaban por hacer más llevadera la vida de aquellos desgraciados que se habían quedado allí confinados. Daba la impresión de que aquella ciudad y sus habitantes habían sido abandonados a su suerte y la situación escapaba a la más mínima lógica, es más, nada parecía tenerla. La ausencia de noticias y la desconexión del mundo exterior solo podía entenderse si más allá de los límites de la ciudad, hubiesen sufrido la misma suerte. No era lógico que los servicios de emergencia, las fuerzas del orden e incluso la Unidad Militar de Emergencias (UME) no hubiesen intervenido para socorrer a los habitantes de Castellón de la Plana.
El motivo parecía ser evidente, en el supuesto de que se hubiese producido una explosión nuclear, los equipos de emergencias y las unidades de bomberos no estarían preparados para hacer frente a una catástrofe de tal magnitud. A la devastación inicial deberían sumarse los efectos de la radiación. Las unidades de emergencia convencionales carecerían de los medios materiales necesarios para entrar en una zona contaminada. Sin embargo, tanto tiempo sin que nadie del exterior les hubiese prestado ayuda no era lógico. Todo ello hacía pensar en la existencia de un evento global que hubiese afectado al resto del mundo.
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