Alberto Fernández Rhenz - Equilibrium

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Miriam y Leo son dos jóvenes que cruzan sus destinos una noche en la que se produce un acontecimiento devastador en la ciudad de Castellón de la Plana. Juntos vivirán momentos difíciles junto a otro grupo de supervivientes a la catástrofe con los que compartirán sus vidas. Mientras, el planeta pasará por un momento de especial inestabilidad física que tendrá su culminación en el incidente de Castellón.Por su parte, los miembros de un antiguo grupo de estudiantes universitarios, llegada su madurez, intentarán sacar a la luz los problemas que acechan a la Tierra y el peligro que atraviesa la estabilidad de la especie humana. El afán de Alexander Grodding y Willian Carber llevará a los Milenaristas a tomar una decisión fundamental para la Tierra, nuestro hogar. La realidad nunca será lo que parece y nadie confiará en nadie. A través de la páginas de la novela se irán desarrollando acontecimientos que pondrán al descubierto la existencia de algo más que un problema físico que afecte a nuestro planeta.

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Al llegar al hipermercado Lidl, encontraron las puertas cerradas y fuertemente protegidas con cristales de seguridad, que hacían prácticamente imposible el acceso al centro. Aquel grupo no disponía de herramientas adecuadas para romper el acristalado que circundaba el perímetro del recinto, de forma que solo forzando los cierres de la puerta principal sería posible el acceso.

Míriam tiró del brazo de Leo y ambos se dirigieron a la parte trasera del híper. Allí se encontraba la zona de acceso para carga y descarga de mercancías. Al llegar encontraron un punto débil que sin duda podrían aprovechar para acceder al centro comercial. La entrada trasera estaba provista de una puerta de chapa galvanizada bastante gruesa. Sin embargo, su punto flaco se encontraba en el cierre que la anclaba al suelo, protegido únicamente por un grueso candado. Míriam le dio a Leo un adoquín del suelo y entre los dos golpearon el cierre con fuerza hasta hacerlo saltar como si de un muelle se tratase. Ya solo les faltaba levantar aquel pesado portón metálico. Una vez dentro, se harían con la mayor cantidad posible de provisiones para poder llevar al punto de encuentro, donde esperaban los supervivientes que convivían con ellos.

—Leo, coge un carro y sígueme. No creo que el resto tarde en comprobar que existe un acceso por la puerta de carga y descarga de mercancías. Sobre todo, coge latas de conservas, todas las que puedas; legumbres, verduras, carne, sobres de sopa instantánea, paquetes de harina, azúcar, botes de leche condesada, leche en polvo y agua, muchos envases de agua, de 5 o más litros. Yo mientras llenaré el otro carro de legumbres secas, arroz, sal, botellas de vino tinto y aquellos medicamentos que pueda encontrar en la parafarmacia del supermercado; analgésicos, antitérmicos, vendas, alcohol, agua oxigenada y todo tipo de desinfectantes sanitarios. Hay mucha gente con heridas en el refugio y necesitan ser tratadas. Procura coger todo aquello que no sea perecedero a corto plazo y, sobre todo Leo parecía perdido y desconcertado.

—Mírame, Leo. agua, mucha agua. Y algo muy importante: en cinco minutos te quiero ver aquí fuera. Si el grupo con el que vinimos nos encuentra, no tendrá ningún problema en quitarnos todo lo que hayamos cogido. Venga, Leo, date aire.

—En cinco minutos, Míriam, en cinco minutos, y sobre todo agua. OK. ¡Perdona, Míriam! —gritó Leo—. ¿Qué son legumbres?

Aquellos jóvenes corrieron como alma que lleva el diablo, ciñén-dose a las instrucciones dadas por Míriam. Se hicieron con dos carros de compra vacíos y comenzaron a llenarlos con productos de primera necesidad: botes de verduras y legumbres, latas de carne y cajas de sopa de sobre. Acapararon packs de agua mineral, refrescos y leche; alimentos fundamentales para los supervivientes que se encontraban en el edificio de la avenida de Lidón. Se aprovisionaron de todo tipo de pan envasado y latas de conserva variadas.

Haber encontrado una entrada más asequible a través de la puerta trasera les había facilitado el acceso a los víveres antes que a los demás. Aquello les concedía un valioso margen de maniobra de varios minutos para poder llenar los carros sin la menor oposición. En la parafarmacia del supermercado se hicieron con algunos medicamentos básicos como analgésicos, antipiréticos, colirios, vendas, esparadrapos y jarabes contra la tos. Cuando el resto de saqueadores hubiesen podido acceder al centro por una de las cristaleras de la entrada principal, Míriam y Leo ya habrían tomado rumbo al refugio. Se concedieron una pequeña licencia y se agenciaron dos botellas de bourbon barato con el que seguro templarían los nervios y harían su estancia en el refugio algo más placentera durante las largas noches de frio y vigilia.

Tomaron rumbo hacia la avenida de Casalduch, evitando pasar por delante de la puerta principal del híper. Al llegar a esa vía, tomaron un camino alternativo y se introdujeron por callejuelas que les apartasen de las calles principales de la ciudad. No querían que el preciado botín que portaban se convirtiese en objeto de deseo de algún grupo de supervivientes con menos fortuna para encontrar provisiones, y que pudiesen arrebatarles lo que tanto esfuerzo les había costado conseguir.

El paseo era largo pero se sentían gratificados. Era el primer momento reconfortante después de muchos días de penurias; por fin iban a poder disfrutar de víveres suficientes para aguantar unos días más en espera de que llegase la ayuda de fuera. Al menos eso esperaba todos cuantos se encontraban en el refugio.

Leo había conectado a la perfección con Míriam. Entre ambos se había establecido desde el primer momento una química especial. Ya en aquel garito de copas la noche de la explosión habían cruzado miradas cómplices y provocadoras y habían entablado un flirteo inocente pero consciente.

Míriam era una joven ciertamente atractiva, vestía unos vaqueros ajustados de color oscuro que dejaban adivinar sin el menor esfuerzo sus formas y calzaba unas botas altas, también oscuras y de tacón grueso. Su cara infantil desprendía cierto aire de inocencia que contrastaba con un cuerpo pequeño y voluptuoso que provocaba en los hombres un sentimiento entre el deseo y la ternura que la convertían en un ser irresistible.

—¡Joder, tío, cómo ha molado! Esto me hubiese gustado hacerlo hace mucho tiempo. ¿Te imaginas en una situación normal, llevarte un carro lleno de cosas por la cara? Si me hubiese visto mi padre, se habría muerto del susto; de todas formas, ha sido divertido. Y tú, Leo, ¿no dices nada? ¿Te comió la lengua el gato? Seguro que en Washington sois todos unos niños pijos que no habéis roto un plato en la vida, unos muermos.

—La verdad es que no. Este asalto nunca se me hubiese pasado por la cabeza si estuviese en casa.

—¿Ni para salvar a tu familia, Leo? ¿Tan buen chico eres o simplemente te faltan narices?

—No me gusta que me hables así, me haces sentir mal. Yo nunca me he metido contigo y siempre te he respetado, Míriam.

—Perdona, Leo. Me caes muy bien y no deseo que te pase nada malo, pero necesitas espabilar. Ahora estamos solos y debes endurecerte o morirás. Si no te mata lo que está en el aire, y que está acabando con todos en silencio, te matará algún grupo de supervivientes amigo de lo ajeno y con bajos instintos. Tienes que aprender rápido a valerte por ti mismo. Yo pronto encontraré a mi familia y tendré que marcharme con ellos. Entonces, ¿qué harás cuando no esté contigo tu ángel de la guarda? Debes olvidar que un día fuiste un niño pijo en Washington, hijo de un papá importante y una mamá rica. O te pones al día, o un día no volverás al refugio, así que espabila.

DE VUELTA AL REFUGIO

Miriam y Leo llegaron sobre las seis de la tarde al refugio de la avenida de Lidón. Bien entrado el mes de noviembre, los días se acortaban y a aquella hora había caído la noche cerrada. En la puerta principal se encontraban Josep y Arturo, que ayudaron a meter los carros con las provisiones hasta el interior.

En aquellas cuatro paredes se empezaron a arremolinar los refugiados. Todos estaban esperando a que volviesen ambos jóvenes, pues sabían que habían salido por la mañana temprano con una única finalidad: encontrar provisiones.

Aquellos víveres eran muy necesarios. Los residentes llevaban comiendo unos insufribles pastelitos dulces, empaquetados, caducados y con cierto sabor rancio. Tampoco disponían de agua; los grifos habían dejado de manar agua horas después de la explosión en la planta química y tampoco tenían agua embotellada para beber. Únicamente resistían gracias a unos pocos briks de zumo de piña que racionaban como buenamente podían. Además, habían colocado en el patio interior recipientes para recoger agua de lluvia y con ello llevaban aguantando desde el primer día.

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