Alberto Fernández Rhenz - Equilibrium

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Miriam y Leo son dos jóvenes que cruzan sus destinos una noche en la que se produce un acontecimiento devastador en la ciudad de Castellón de la Plana. Juntos vivirán momentos difíciles junto a otro grupo de supervivientes a la catástrofe con los que compartirán sus vidas. Mientras, el planeta pasará por un momento de especial inestabilidad física que tendrá su culminación en el incidente de Castellón.Por su parte, los miembros de un antiguo grupo de estudiantes universitarios, llegada su madurez, intentarán sacar a la luz los problemas que acechan a la Tierra y el peligro que atraviesa la estabilidad de la especie humana. El afán de Alexander Grodding y Willian Carber llevará a los Milenaristas a tomar una decisión fundamental para la Tierra, nuestro hogar. La realidad nunca será lo que parece y nadie confiará en nadie. A través de la páginas de la novela se irán desarrollando acontecimientos que pondrán al descubierto la existencia de algo más que un problema físico que afecte a nuestro planeta.

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Perkins había reservado dos pasajes en un vuelo de United que debía salir del aeropuerto de Washington-Dulles a las 05:00 del día siguiente, con llegada a Ginebra a las 13:00. Reservó también dos habitaciones en el Hotel Métropole, lugar donde debía celebrarse la reunión. Su vuelta a los Estados Unidos estaba prevista a las 21:00 del día siguiente. Carber había organizado al mínimo detalle su ausencia y había dejado instrucciones expresas a su colaboradora en caso de que aquella situación de alerta derivase en un supuesto de verdadera emergencia nacional.

Precisamente por esta razón, cuando Perkins le comunicó la hora del vuelo de United, Carber hizo rectificar a su ayudante; no podían depender de los caprichos de una compañía aérea comercial ni debía conocerse que el director de la FEMA iba a abandonar los Estados Unidos en aquel momento.

—Perkins, necesito que cancele cualquier reserva de vuelo que haya realizado. He dado órdenes expresas de que dispongan un pequeño jet de la agencia para el desplazamiento a Europa. Los pilotos son de máxima confianza y emprenderemos el vuelo sin ruta programada, ruta que conocerán en el momento en que embarquemos. Dígale a Lynda que entre en mi despacho, tiene que acompañarme y necesitará tiempo para preparar su partida. Compruebe que los pilotos y el personal de tierra cumplen mis instrucciones, y procure que el vuelo esté dispuesto para salir de Washington esta noche a las nueve con destino Europa.

—Así lo haré, director. Borraré cualquier rastro de la reserva y procederé según sus instrucciones.

—Anne, tengo que pedirle un favor, un gran favor. Es mi mayor colaboradora dentro de la agencia y la única persona en la que confío. La voy a dejar al mando, cubrirá mi puesto y vigilará que todo siga en su sitio durante mi ausencia estas cuarenta y ocho horas. Debe mantenerme al tanto de cualquier hecho o circunstancia relevante y taparme como si yo estuviese dentro de la casa.

—Señor, puede confiar en que así lo haré. Yo cubriré su ausencia y le mantendré informado de todo cuanto ocurra mientras se encuentre fuera de Washington.

La mayor preocupación de Carber era dejar al frente de la agencia a su segundo, Nicholas Pope, un cargo político cercano al presidente que tenía una visión diferente de la FEMA y en el que no confiaba, dado que su presencia le había sido impuesta por el mismísimo Wilcox. Por ello, encomendó a Anne Perkins que cubriera su ausencia y se convirtiera en su prolongación en la agencia durante dos días.

ANNE PERKINS

Washington, 26 de octubre de 2020

Anne Perkins salió de las instalaciones de la agencia sobre las ocho y media de la tarde. Había ultimado los preparativos del viaje del director a Europa y regresaba a casa por la avenida Pennsylvania. Andaba con una especial parsimonia y sentía cierto cosquilleo por el cuerpo. No en balde, Carber le había confiado la suerte de la agencia durante su ausencia. Aquella responsabilidad la hacía sentirse exultante a la vez que excitada; el reto no era menor.

Vivía en un barrio residencial próximo al distrito gubernamental de la capital. Era propietaria de un pequeño apartamento de nueva construcción cerca de la zona donde se encontraba la almendra central de la ciudad. Se trataba de un cómodo y funcional inmueble situado en la avenida Sur Caroline, con unas vistas envidiables. Desde sus amplios ventanales podía observarse la avenida Pennsylvania, el cercano Parque Garfield y, al fondo, podía adivinarse la impresionante silueta del edificio del Capitolio.

Perkins sentía un vértigo especial. Se veía a sí misma como aquella persona en la que acababan de depositar la mayor de las confianzas que nadie podía esperar. En ausencia del director, las instrucciones eran taxativas; ella, y solo ella, gestionaría los designios de la agencia y cubriría las espaldas de su jefe. Tenía órdenes expresas de mantenerle puntualmente informado de cuanto ocurriese en el país durante las horas que estuviese fuera de Washington. Carber le había confiado su suerte a aquella colaboradora, hasta tal punto que ni tan siquiera el todopoderoso Nick Pope podría hacerle sombra. Para ello habían sido alterados todos los protocolos de la agencia con la finalidad de que Perkins pudiese pasar por encima de la autoridad del subdirector de la FEMA. Esta situación se presentaba sin duda como una ocasión especial para que aquella leal funcionaria, que había crecido a la sombra de Carber, pudiese demostrar su auténtica valía.

Aquella chiquilla de Wisconsin llegó a Washington siendo una niña, cuando su padre, un simple empleado del Servicio Estatal de Correos, fue destinado a la capital para ocupar un prometedor puesto como mando intermedio en el Servicio Postal del Estado.

Ahora se encontraba ante el mayor reto de su vida. Si el director había depositado en ella toda su confianza, era cuestión de tiempo que la tuviese en consideración para asumir empresas de mayor envergadura dentro de la agencia. Quién sabía si entre ellas estaría su ascenso hasta la subdirección de la FEMA. Si Carber sabía jugar bien sus bazas con el presidente Wilcox, las posibilidades de Perkins se multiplicarían por diez. Por ello, no podía defraudar a su jefe ni dejar pasar de largo esta oportunidad.

Anne había recibido instrucciones de convocar una reunión con sus más cercanos colaboradores a primera hora de la mañana del día siguiente, con la intención de ponerles al corriente de los acontecimientos que iban a tener lugar de forma inminente en los Estados Unidos. Carber le había entregado los protocolos para activar la declaración del estado de emergencia. Todo debía estar preparado para iniciar el proceso una vez que el director hubiese regresado a Washington en menos de cuarenta y ocho horas.

El plan estaba trazado: a su vuelta a Washington, Carber declararía el estado de emergencia nacional con el apoyo del Jefe del Estado Mayor del Ejército y la complicidad de 68 senadores y 12 miembros del gabinete, aduciendo incapacidad manifiesta del presidente Wilcox. Era fundamental evitar que aquello que tuviese pensado hacer el presidente en los próximos días fuese abortado de raíz.

Perkins paseaba despreocupada como si el tiempo fuese algo irrelevante. Había dado por amortizada la jornada y deseaba darse un respiro disfrutando de aquel intrascendente paseo hasta su casa, a donde llegó pasada media hora desde que salió de la oficina.

Antes de subir, se detuvo en una pequeña tienda de barrio regentada por un matrimonio de comerciantes chinos. Se trataba de un pequeño bazar en el que podía encontrar desde una botella de vino, hasta un paquete de cigarrillos, pasando por cualquier clase de alimento fresco o preparado. Anne entró, se hizo con una cesta y se detuvo delante de la zona de lácteos, cogió un tetrabrik de leche desnatada y siguió curioseando entre aquel batiburrillo de productos. Se dirigió hacia una pequeña zona habilitada como frutería, cogió tres manzanas y dos enormes peras limoneras, que se llevó a la nariz dejando que su dulce olor colmase por completo sus sentidos.

Acabó de revisar con curiosidad unos estantes que tenía a su derecha y se dirigió hacia la zona de caja. En el camino se paró a coger una botella de vino blanco y un trozo de queso. En ese momento entraron en la tienda dos sujetos con la cara cubierta por pasamontañas, encañonaron al dueño del negocio y a su esposa con una pistola Beretta nueve milímetros y una recortada de dos cañones. Aquel pobre diablo temblaba detrás del mostrador y sentía que ese podía ser el último momento de su vida. Apartó a su mujer y se puso delante de ella, los encapuchados le exigieron el dinero y el tendero abrió la caja registradora, mientras le entregaba la recaudación del día al tipo de la pistola, el sujeto de la recortada giró sobre sí mismo y encañonó a Anne Perkins. Acto seguido y sin mediar palabra, le descerrajó dos tiros, descargando los cañones de la escopeta. Anne cayó fulminada al suelo mientras los dos sujetos salían del local y se subían a un vehículo oscuro que les esperaba con el motor en marcha, justo delante de la puerta de aquel bazar.

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