Flora Thompson - Trilogía de Candleford

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La
Trilogía de Candleford, compuesta por los volúmenes
Lark Rise, Vuelta a Candleford y
Candleford Green, es un clásico de la vida rural británica a finales del siglo XIX inspirado en la infancia y juventud de la propia autora.Cuenta la historia de tres comunidades de Oxfordshire estrechamente relacionadas: la aldea de Juniper Hill (Lark Rise), donde Flora creció; Buckingham (Candleford), una de las ciudades más cercanas, y el pueblo vecino de Fringford (Candleford Green), en el que Flora consiguió su primer trabajo en la oficina de correos local.Un gran canto a la Inglaterra rural victoriana, cuyas páginas han inspirado dos obras de teatro en Londres y una célebre serie de diez capítulos de la BBC en 2008, que dio a conocer la obra de Flora Thompson en todo el mundo.

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y tierras lejanas habré de explorar,

tierras lejanas habré de explorar».

«¿Y cuándo volveréis, lord Lovell?», dijo ella,

«¿Cuándo volveréis?», insistió la doncella.

«¡Oh, dentro de un año y un día regresaré,

para reunirme con mi lady Nancy-ci-ci-ci.

para reunirme con mi lady Nancy Bell».

Por desgracia, lord Lovell tardó más de un año y un día en regresar, mucho más, y cuando al fin llegó, las campanas de la iglesia repicaban:

«¿Se puede saber quién ha muerto?», dijo lord Lovell.

«¿Quién es el finado?», insistió él.

Al verlo aparecer alguien respondió: «Ha sido lady Nancy Bell».

«Lady Nancy-ci-ci-ci —dijeron—,

lady Nancy Bell».

Lady Nancy había muerto ese día,

y al siguiente lord Lovell al otro mundo la seguía.

Convencida de que su amado no volvería, de pura pena ella feneció,

y al conocer tan triste destino, a él lo mismo le sucedió.

A ella en el presbiterio la enterraron,

y en el coro a él lo sepultaron;

en la tumba de ella una roja, roja rosa floreció;

poco después un espino en la de él brotó.

Hasta la techumbre de la iglesia ambos pimpollos crecieron,

si bien es cierto que más allá no siguieron;

y allí se unieron formando un auténtico nudo de amor,

que aún hoy los verdaderos amantes admiran con pundonor.

Concluida la tonada, todos se quedaban mirando su jarra con aire pensativo. En parte porque la vieja canción los había puesto melancólicos, pero también porque, llegados a ese punto, la cerveza empezaba a acabarse y sabían que debían alargar la media pinta hasta la hora de cierre. Entonces alguien decía: «¿Qué hace el maestro Tuffrey en aquella esquina? Esta noche no lo hemos oído rechistar», y había peticiones para que el viejo David cantara El caballero extravagante. No porque nadie tuviera especial interés en escucharla —lo cierto es que ya la habían oído tantas veces que se la sabían de memoria—, sino porque, como ellos mismos decían: «El pobre tipo ya tiene ochenta y tres. Así que dejadle que cante mientras pueda».

De modo que también llegaba el momento de David. Solo conocía una balada. Una, decía, que ya su abuelo cantaba y también el abuelo de este antes que él. Posiblemente una larga cadena de abuelos lo había hecho, pero David estaba destinado a ser el último de ellos. Ya por aquel entonces la canción estaba anticuada y solamente sonaba bien cuando la cantaba alguien de su quinta. Decía así:

De los países del norte llegó un día un extravagante caballero

y tan pronto me vio empezó a cortejarme con modales de extranjero.

Enseguida me dijo que a su tierra me llevaría

y que una vez allí sin dilación me desposaría.

«Del cofre de oro de tu padre —dijo—, ve a coger una parte.

Y de la dote de tu madre no vayas a olvidarte.

Trae también dos de los mejores rocines del establo,

donde no hay menos de treinta y tres, y sé de lo que hablo».

Así se llevó el extranjero un puñado de plata y oro,

y de la dote una parte sin el menor decoro,

del establo dos de los mejores caballos, dijeron,

donde había nada menos que treinta y tres, si es que no me mintieron.

Después montó ella su corcel blanco como la leche

y un tordo de color gris escogió él,

y juntos cabalgaron hasta llegar a la costa

tres horas antes del amanecer.

«Baja de ese corcel blanco como la nieve,

bájate y entrégamelo para que yo me lo lleve;

pues a otras seis hermosas doncellas yo mismo he finado

y tú has de ser la séptima a la que aquí habré ahogado.

Quítate ese vestido de seda,

quítatelo y deja que me lo lleve;

pues demasiado elegante y bonito es

para dejar que el mar lo quede».

«Si el vestido de seda me he de quitar,

hacia otro lado habrás de mirar,

pues no es de ley que un rufián de tu ralea

a una mujer desnuda vea».

Él le dio la espalda a la doncella

y la verde arboleda contempló,

y tan menuda como era ella,

a las aguas sin más lo empujó.

Arriba y abajo el rufián a merced de la corriente flotó,

hasta que, recuperando un instante el resuello, la voz alzó:

«Coge mi mano, hermosa dama,

y en mi esposa te convertiré».

«Quédate ahí, hombre de corazón mentiroso,

quédate tú y no yo;

pues a seis hermosas doncellas aquí habéis asesinado,

y el séptimo en ahogarse seréis vos».

Así montó de nuevo su corcel blanco como la nieve

y al tordo a su lado llevó,

cabalgó hasta la casa de su padre

y una hora antes del amanecer en su lecho se durmió.

Cuando se escuchaba la voz rota del anciano entonando esta última canción, las mujeres comentaban a las puertas de sus casas en las noches de verano: «Saldrán enseguida. El pobre y viejo Dave ya está entonando su Caballero extravagante».

Las canciones y los cantantes han desaparecido, y en su lugar suenan con estridencia en la radio melodías de espectáculos de variedades y música swing, o las voces de los reporteros que informan en tono distinguido acerca de lo que está sucediendo en China o en España. Los niños ya no escuchan las conversaciones desde la puerta de la taberna, y lo cierto es que a muy pocos podrían escuchar, pues de los treinta o cuarenta que allí se reunían entonces, tan solo queda media docena de hombres, que afortunadamente ahora tienen libros, radio y un buen fuego junto al que calentarse en una casa propia. Sin embargo, los hombres y mujeres de la generación anterior aún tienen la sensación de escuchar el eco de aquellas canciones al pasar junto a la taberna. Los cantantes eran rudos e iletrados, y pobres más allá de lo que hoy día es posible imaginar, pero merecen ser recordados, pues conocían el hoy olvidado secreto de cómo ser felices con muy poco.

4. En español en el original.

V

Supervivientes

Había tres clases de hogares bien distintos en la aldea. Los de las parejas ancianas que vivían en circunstancias acomo-dadas, los de los matrimonios que aún estaban en edad de formar familia, y unos pocos, más nuevos, de familias que se habían asentado recientemente. Las casas de los ancianos cuyas circunstancias no les permitían vivir tan cómodamente no eran dignas de mención, pues en cuanto pasaban la edad de trabajar se veían obligados a instalarse en un hogar de acogida o a buscar sitio en las casas de sus hijos, ya de por sí abarrotadas. Por lo general siempre había un hueco, por pequeño que fuera, para un padre o una madre, aunque nunca para ambos. De modo que uno de sus hijos acogía a uno y otro al otro, e incluso en el peor de los casos, como solían decir, siempre había algún pariente a quien recurrir. Era habitual oír decir a la gente entrada en años que ojalá Dios se los llevara antes de retirarse para no llegar a convertirse en un estorbo para nadie.

Las casas de los ancianos más afortunados, sin embargo, eran sin lugar a duda las más confortables de la aldea. Una de las más atractivas era conocida como «la de la vieja Sally». Nunca «la del viejo Dick», que era su marido, a pesar de que a cualquier hora del día se le podía ver cavando, sachando, regando y plantando en su huerto. Hasta tal punto que el hombre ya formaba parte del paisaje en la misma medida que sus colmenas de abejas.

Era un tipo menudo, enjuto y algo mustio, que siempre llevaba el guardapolvo enrollado a la altura de la cintura y los pantalones que cubrían sus piernas de alambre sujetos con tirantes. Sally era una mujer alta y ancha de espaldas, no gorda sino enorme, y su gran rostro sonriente y bondadoso, con el visible bigote que perfilaba el labio superior y los rizos negros como el carbón que caían sobre sus orejas, siempre estaba enmarcado por un gorrito blanco con una floritura que no se quitaba ni a sol ni a sombra. Pues Sally, aunque todavía era fuerte y activa, pasaba de los ochenta y había permanecido fiel a las modas de su juventud.

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