Ella era la parte dominante de la pareja. Cuando a Dick le pedían su opinión para resolver cualquier asunto, él se marchaba nervioso diciendo: «Entraré un momento en casa a ver qué opina Sally» o «Todo depende de lo que diga Sally». La casa era de ella y ella era quien se ocupaba del dinero. Pero Dick se sometía gustoso y disfrutaba de la desigualdad de poderes. Le ahorraba muchas preocupaciones y le permitía dedicar todo su tiempo libre a las preciosidades que crecían en su huerto.
La de la vieja Sally era una casita baja y alargada techada de paja, con ventanas de cristales laminados en forma de rombo que parecían parpadear bajo los aleros, y un porche rústico tomado al asalto por la madreselva. Exceptuando la taberna, era la casa más grande de toda la aldea, y, de las dos estancias de la planta baja, una era utilizada como cocina-despensa, con ollas y sartenes y una gran jarra de loza roja para el agua en un extremo, y sacos de patatas, guisantes y alubias puestos a secar en el otro. La reserva de manzanas estaba almacenada en estantes que llegaban hasta el techo, de los cuales colgaban además manojos de hierbas y especias. En una esquina estaba el gran alambique de cobre en el que Sally todavía elaboraba cerveza con malta y lúpulo una vez por trimestre. El olor de la última fermentación flotaba en el ambiente hasta la siguiente y se mezclaba con las manzanas y las cebollas, con el tomillo seco y la salvia e incluso un toque de espuma de jabón, conformando un aroma que permanecía en la memoria de los niños durante toda la vida, un aroma cuyos componentes aislados eran capaces de despertar en ellos, mucho tiempo después y en cualquier lugar del mundo, el recuerdo de «la casa de la vieja Sally».
La estancia interior —a la que llamaban sencillamente «la casa»— era el cuarto ideal y un ejemplo de comodidad, con paredes de sesenta centímetros de ancho y contraventanas exteriores que cerraban por las noches, mullidas alfombras, cortinas rojas y cojines rellenos de plumas. Había una estupenda mesa de madera de roble con alas abatibles, una vitrina con jarras de estaño y platos decorados con motivos orientales, y un gran reloj antiguo que no solamente daba la hora, sino también el día de la semana. Antiguamente incluso señalaba las fases lunares, pero el mecanismo encargado de esa función se había estropeado y donde en otro tiempo rotaban los cuatro cuartos ahora solo se podía ver la gran esfera blanca e inmóvil de la luna llena con un par de ojos pintados sobre una nariz y una boca. El reloj era tan preciso que la mitad de los vecinos de la aldea ponían sus relojes en hora por él. La otra mitad prefería guiarse por la sirena de la fábrica de cerveza de la ciudad, que podía escucharse cuando el viento era favorable. Así que en la aldea había dos usos horarios, y al preguntar la hora la gente decía: «¿Es por la sirena o es la hora de la vieja Sally?».
El huerto era grande y en un extremo se estrechaba dando lugar a una pequeña franja donde Dick cultivaba sus cereales. Más cerca de la casa crecían los árboles frutales y, protegiendo las colmenas y bordeando el jardín de flores, se alzaba el seto de tejo, tan tupido y sólido como un muro. ¡Qué flores tan bonitas tenía Sally! ¡Y qué cantidad, la mayoría de ellas aromáticas! Alhelíes y tulipanes, lavanda y clavelina, y muchas variedades de rosas de nombres encantadores como siete hermanas, rubor de doncella, musgosas, centifolias, rosas de Bengala, rosas de sangre y el preferido de todos los chiquillos, un gran arbusto de rosas de York y Lancaster que cuando estaba en todo su esplendor hacía palidecer a los demás rivales. Parecía que todas las rosas de Colina de las Alondras hubieran ido a parar a aquel jardín. La mayoría solo tenían un pobre rosal famélico y decaído o ninguno en absoluto. Aunque lo cierto es que nadie tenía tanto de nada como la vieja Sally.
Cuando Sally salía de casa los domingos con su vestido de seda negra, la gente siempre especulaba sobre cómo era posible que ella y su marido vivieran de forma tan desahogada, sin más medios visibles que lo que producía su huerto y sus colmenas y los pocos chelines que supuestamente les enviaban sus dos hijos soldados. Y a Dick tampoco le faltaba nunca dinero para semillas o para llenar su petaca con buena picadura de tabaco. «Ojalá me contaran cómo lo hacen», refunfuñaban algunos. «Pues a mí me bastaría con una sola hoja de su manual».
Pero Dick y Sally no hablaban de sus asuntos. Lo único que se sabía de ellos era que la casa pertenecía a Sally y había sido construida por su abuelo antes de que los páramos se dividieran y parcelaran en campos de cultivo y se empezaran a construir las nuevas casas que ocuparían los jornaleros que llegaron para trabajarlos. Solo cuando Laura fue lo bastante mayor para escribir sus cartas pudo averiguar más cosas. Los dos sabían leer y Dick escribía lo suficiente para cartearse con sus hijos. Sin embargo, en una ocasión recibieron una carta comercial que los dejó algo desconcertados, por lo que llamaron a Laura y, solo después de que les prometiera guardar el secreto, le consultaron sobre su contenido. Fue una de las cosas más bonitas que le sucedieron siendo niña, saber que Dick y Sally la estimaban y confiaban en ella, cuando la mayoría de la gente no lo hacía. Desde aquel día, con tan solo doce años, se convirtió en su pequeña secretaria, escribiendo cartas a los vendedores de semillas y recogiendo paquetes postales en la oficina de Correos de la ciudad y ayudando a Dick a calcular los intereses generados por los ahorros de su cuenta bancaria. Gracias a ellos supo muchas cosas sobre los viejos tiempos de la aldea.
Sally aún recordaba cuando la Colina se alzaba rodeada de páramos abiertos, con arbustos de junípero y tojo y pastos mordisqueados por los conejos. Por aquel entonces solo había seis casas distribuidas formando un gran anillo en un prado sin cercar, todas ellas con su huerto de buen tamaño, sus árboles frutales y sus pilas de leña. Laura fue capaz de identificar casi todas las casas, que aún formaban un círculo visible, pero ahora dispersas entre las viviendas más nuevas y carentes de encanto que desde entonces habían sido construidas. A algunas de las casas les habían añadido plantas o habían sido divididas en dos. Otras habían perdido sus anexos y sus cobertizos. La única que no había cambiado era la de Sally, y ella ya tenía ochenta. Con el paso de los años, Laura llegaría a ver un gran campo arado donde antes estaba la casa de la anciana, aunque si alguien se lo hubiera dicho cuando era más joven no lo habría creído.
La gente del campo no era tan pobre durante la infancia de Sally, ni sus perspectivas de futuro tan negras. El padre de Sally tenía una vaca, ocas y aves de corral, cerdos y un burro de carga para llevar sus productos al mercado en un pequeño carromato. Podía hacerlo porque tenía derechos de comunero5 y podía llevar a sus animales a pastar, cortar leña para el fuego e incluso recoger turba para césped que le encargaba uno de sus clientes. Su madre elaboraba manteca, para ellos y para vender, cocía su propio pan e incluso hacía velas para iluminar la casa. No alumbraban demasiado, solía decir Sally, pero no costaban prácticamente nada y además nos acostábamos temprano.
A veces su padre faenaba por días cubriendo almiares, recortando y plantando seto, ayudando a desbrozar o durante la recolección. Ello les proporcionaba dinero para calzado y ropa, pues comían exclusivamente lo que producían en casa. El té era un lujo poco frecuente, ya que costaba cinco chelines el medio kilo. Además, en aquel tiempo la gente del campo todavía no había adquirido la costumbre de tomar el té y prefería las bebidas de elaboración casera.
Todo el mundo trabajaba. El padre y la madre, desde el amanecer hasta que anochecía. El trabajo de Sally consistía en ocuparse de la vaca y llevar a las ocas hasta los mejores pastizales. Resultaba extraño imaginarse a Sally, tan solo una chiquilla, corriendo por las tierras comunales, vara en mano, detrás de esas grandes aves que graznaban sin cesar. Sobre todo, sabiendo que tanto las tierras como los gansos habían desaparecido tan completamente que se diría que nunca habían existido.
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