Otro detalle más. Sólo con el paso de tiempo entendí que Yuri Valentínovich entablaba relaciones particularmente estables y amigables con aquellas mujeres-colegas que se llamaban «Galina». Su estudiante favorita de doctorado –aspirantura– era Galina Avakyants, de origen armenio. Sólo después del fallecimiento de mi maestro me di cuenta de que eso no era una casualidad: durante toda su vida, Knórosov trató de una forma tierna a su hermana Galina, que lo cuidaba desde la infancia y se parecía tanto a su abuela armenia, que era actriz. Así que no cabe duda de que tuve mucha suerte con mi nombre.
¿Qué es mi nombre para ti?
Va a morir como un ruido triste
De una ola que murió en la lejana costa,
Como un sonido en un bosque nocturno.
En una hoja del recuerdo
Dejará su huella muerta,
Semejante a un texto sepulcral
Escrito en una desconocida lengua.
¿Qué es mi nombre para ti?
Lo olvidado desde hace mucho
Entre nuevas y rebeldes emociones,
No deja recuerdos tiernos a tu alma.
Pero en un día de tristeza silenciosa
Pronúncialo añorando:
Existe alguien que me recuerda
Existe en el Universo un corazón
Donde todavía vivo.
Por lo visto Knórosov, como un profundo conocedor de la literatura, la poesía, y amante de la iconografía, seguía las reflexiones del gran poeta ruso Alexandr Pushkin. Estaba claro que para él la literatura era una cierta forma de adquisición del colectivo de personas afines. Si sus amigos del periodo estudiantil se acuerdan de sus aficiones literarias románticas al estilo de Dafnis y Cloe, después, a una edad más madura, él siempre ofrecía a sus colegas una vieja edición de antes de la Revolución, ya gastada, del Conde Drácula, ya que en los tiempos soviéticos este libro no se publicaba en el país.
Sin embargo, Knórosov no aceptaba a los autores solo porque éstos fueran admirados oficialmente. A Anna Ajmátova no la consideraba una poetisa. Decía que «nunca había escuchado» acerca de Marina Tsvetáyeva, otra poetisa. Consideraba que Doctor Zhivago era una obra literaria bastante mediocre. Por otra parte, contaba con orgullo que estaba familiarizado con el texto original de «Murka» –una canción callejera de inicios del siglo xx. Era su propio estilo knorosoviano de posicionarse. Desde el principio nos había unido el amor a El buen soldado Schweik, de Jaroslav Hasek; Knórosov citaba este libro a menudo. Siempre volvía a leer y citar Nuestro hombre en La Habana. De por sí Graham Greene era uno de sus autores favoritos –él lo destacaba y apreciaba por una cierta absurdidad doméstica de las tramas y su peculiar humor paradójico. Por algo Yuri Valentínovich también decía, refiriéndose a los dramas de su propia vida: «El sentido de humor es lo que siempre me ha salvado».
Nunca hablaba de sus dramas vividos, y si los mencionaba entonces usaba activamente los caminos literarios, que a sabiendas disminuían la importancia de lo narrado –las paradojas, la ironía, la atenuación. Su humor era precisamente así, paradójico, y a veces estaba a punto de volverse negro. Me acuerdo que a la hora de publicar el texto de Knórosov acerca del poblamiento de América (siempre me pedía que me encargara de sus «editoras» moscovitas) el redactor de una de las editoriales trataba firmemente de quitar u obligaba a cambiar la frase: «A los indígenas les ayudaba una fuerte corriente ecuatorial y constantes vientos alisios que llevaban los barcos y las balsas a las islas de Polinesia, en donde a los marineros con alegría los recibían los caníbales locales». Una vez, para ilustrar «los principios de trabajo de los etnógrafos», me envió un poema del poeta de inicios del siglo xx Vasily Velichko, titulado «Para la reserva»,[8] escrito en una máquina de escribir:
Atravesó muchos mares agitados
El abad Fra-Jiménez, obstinadamente y sin tener miedo:
Recorrió muchos países para sembrar granos de la fe
En zonas silvestres de corazones de pobres bárbaros.
Entonces, para ganar victorias espirituales,
Él al Océano Pacífico fue llevado por la ola
A las Islas lejanas. Sus pies tocaron
El arrecife de coral donde vivían los caníbales.
Allí lo recibieron tiernamente:
En aquel momento los bárbaros estaban saciados...
Y, al sentarse debajo del cactus, el misionero venerable
De inmediato comenzó la lucha contra el mal y la ignorancia.
En particular, se rebeló contra el canibalismo.
Pero los bárbaros le contestaron a coro:
«¡Oiga! Estamos obligados a comer a la gente:
¡No hay otro remedio para no morir de hambre!
De vez en cuando puede haber aves en los bosques
O muchos peces que nos dan las aguas marinas,
Pero, después, llega tal periodo del año
¡¡¡Cuando sólo queda aullar como un lobo!!!
En aquel entonces con toda la tribu nos sentamos en las piraguas
Y corremos a la guerra por las olas rabiosas
A ajenos poblados donde a los valientes
¡Ya les han preparado los alimentos los dioses preocupados!
Al derrotar a los enemigos debajo del refugio de la oscuridad nocturna,
Llevamos a sus esposas a la casa, pero no a todas:
Dejamos a la tribu las esposas jóvenes y alegres,
A las ancianas las llevamos para comerlas...».
Pero Jiménez interrumpió: «¡Asqueroso! ¡Fi! ¡Qué feo!
¡Podría evadir todos estos horrores!
¡¿Amigos, no será mejor comer los pájaros y los pescados?!
¡Les enseñaré a preparar hábilmente para la reserva!
«¡Oh sí!», exclamaron los bárbaros entusiasmados.
Jiménez pensó: «¡Oh, Dios, qué rápido
En sus almas crecieron los granos de amor y fe,
En su ceguera penetró un rayo sagrado del amanecer!...»
Estuvo mucho tiempo, para el espíritu y para el cuerpo,
Logró enseñar muchas cosas útiles.
Y, al bendecir a todos, se fue a continuar
Su asunto sagrado entre otras tribus.
Los meses y los años pasaron volando;
Volvió a llegar el abad ante los caníbales, que ya veían luz.
Todos se han alegrado: «¡Padre nuestro! ¡Para siempre se han
Terminado las dolorosas desgracias!
¡Bienvenido! ¡Con la ciencia mágica por un siglo
Salvaste de la hambruna a tus hijos!
¡Porque ahora siempre tenemos de reserva
Unas ancianas saladas!...»
Todos los colegas de Knórosov tenían copias de este texto escrito en máquina de escribir. La misma trama de la poesía estaba construida absolutamente de acuerdo con espíritu de Yuri Valentínovich, correspondía a su sentido del humor y mostraba cuánto no aguantaba la hipocresía –en cualquier forma o manifestación era capaz de sacarle de sus casillas. Me acuerdo de que en uno de los congresos yo propuse mi ponencia relacionada precisamente con aquellos Cantares de Dtzitbalché, traducidos otrora en un mes. En la ponencia, en particular, se trataban los sacrificios humanos. Esta era mi primera ponencia en un evento académico importante, por lo cual yo estaba muy nerviosa. Cuando llegó la hora de hacer preguntas, se levantó un tal Vladimir Kuzmischev, con pinta de un gran ideólogo, y comenzó a declarar que «nosotros, como personas soviéticas, indudablemente criticamos los sacrificios». Yo estaba parada escuchándolo, mientras daba vueltas en mi mente una frase que pronunciaba un niño en la película soviética de Georgiy Daneliya: «Tío Pedro, ¿eres un imbécil?». Me contuve, sin embargo, no se me ocurría qué se debía contestar en tales casos. Y ahí fue cuando salió Knórosov enfurecido y partió en pedazos toda esta demagogia hipócrita sin sentir mucha pena en emplear algunas expresiones, pero de una forma bastante académica. Era una brillante lección para toda mi vida: aguantar cualquier golpe incluso en las situaciones más absurdas y siempre, sin limitarse, dar un comentario exhaustivo.
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