Galina Ershova - El último genio del siglo XX. Yuri Knórosov

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El último genio del siglo XX. Yuri Knórosov: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta obra presenta la biografía del gran investigador y epigrafista ruso Yuri Knórosov (1922-1999), quien estableció en los años cincuenta las bases del desciframiento de la escritura jeroglífica maya, partiendo de los códices prehispánicos de esta misma cultura milenaria, para ofrecerle al mundo por primera vez la posibilidad de acceder a la dimensión cultural de sus antiguos textos. A través de cada capítulo, la autora Galina Ershova, va relatando la vida de este genio desde su infancia hasta su edad adulta, pasando por su momento cumbre, cuando da a conocer sus descubrimientos lingüísticos y epigrafistas.
El Dr. Yuri Kórosov fue conocido en Latinoamérica debido a su investigación sobre el desciframiento de la escritura maya prehispánica e historia de dicha región, sin embargo, la realidad es que revolucionó aspectos de la teoría de sistemas cuyas implicaciones se vieron reflejadas en la forma de abordar la relación entre lenguaje, mundo y comunicación social, muchos años antes de cualquier forma de posestructuralismo, modelo que actualmente está vigente.

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Knórosov me miró con astucia debajo de sus cejas de lechuza, se volteó al escritorio y comenzó a rebuscar en un paquete lleno de papeles. Me extendió algo como un folleto de gran formato pero bastante delgado y suave con una portada gris: «¿Cree poder traducir eso rápido?» –preguntó–. «Es que me lo está pidiendo la editorial». Me extendió una arrugada hoja sellada –era el contrato que él había firmado con la editorial Judozhestvennaya Literatura. Tomé el libro que se parecía a un cuaderno y se titulaba Cantares de Dzitbalché. Lo hojeé: una imagen facsímil de los textos mayas con letra latina, Barrera Vázquez, traducción al español... Eso me había aterrado, pero me quedaba claro que no tenía otra opción: si lo rechazaba o comenzaba a hacer preguntas, me echaría definitivamente, haciéndome pasar una gran vergüenza. Entonces, pregunté seriamente pero con un tono estudiantil descarado: «¿Para qué fecha lo necesita?». Sin embargo, Knórosov no se sorprendió en absoluto y contestó: «Pues, como siempre, se tenía que hacer ayer. ¿Puede hacerlo en una semana?». Y yo, sin siquiera pestañear, declaré: «¡Todo estará listo en una semana!». Knórosov, inesperadamente, me dio un duro golpe con el puño en el hombro y balbuceó algo como: «¡Así se hace!». Luego tomó la botella: «¿No gusta?», preguntó, y sirvió en dos tazas. Para mí eso ya era demasiado, incluso en tal situación, y rechacé amablemente. Él bebió y nuevamente preguntó: «Entonces, ¿qué carajos necesitaba? ¿Quién la envió conmigo?». Nuevamente comencé a contar mi historia sobre los mayas, Avérkieva, mis posibles estudios en la Facultad de Historia, mi admiración...

Fue en ese momento cuando Knórosov cayó al sofá vencido y parecía que ya no me escuchaba para nada. Llegó un pesado silencio. ¿Se durmió? Me quedé parada un rato, esperé, agarré las desdichadas hojas de los Cantares de Dzitbalché, salí del cuarto y me despedí de Valentina Mijáilovna, que de ninguna manera se había sorprendido de que ya me fuera. Regresé a Moscú atormentándome en el camino con reflexiones sobre lo que tenía que hacer ahora con todo eso...

Traducir los textos me tomó un mes entero. Trabajé de día y de noche. Desde luego, tenía miedo de llamar a Knórosov y salir con mis cuentos de que no me daba tiempo de terminar la traducción en una semana. Me presenté en Leningrado solamente cuando todo estaba listo. Llamé –estaba claro que Knórosov se había alegrado (¡incluso recordaba mi nombre!)– y su voz era completamente distinta de la vez pasada. Me citó en la Kunstkámera.

Yuri Valentínovich me recibió en la puerta de servicio, me llevó al despacho, y me sentó en su maravilloso escritorio al lado de la ventana con vista al río Neva. No podía creer lo que veía; era una persona completamente diferente: un poco ceremonioso, amable, benévolo. Me ofreció un chocolate que sacó de la gaveta del escritorio; preparó el café; me presentó a los colegas del despacho: al maravillosísimo Abram Davidovich Dridzó[4] y a la dulce Galina Ivánovna Dzeniskevich.[5] Luego fuimos al otro bloque del edificio para que me presentara a Irina Konstantínovna Fiódorova, quien desde el primer día se encariñó conmigo y se hizo cargo de mí. Después, durante muchos años, cuando me tocaba viajar a Leningrado-San Petersburgo, me hospedaba siempre en su casa...

Aquél era para los investigadores el día «presencial» en el Instituto, y por lo tanto en los despachos, corredores y lugares para fumar había mucha gente. Me moría de ganas por enseñarle a Knórosov las traducciones. Finalmente, Yuri Valentínovich las hojeó de una forma bastante rápida e inesperadamente anunció: «Pues ¿qué le puedo decir? ¡Magnífico, colega! Vamos a enviarlo a la editorial». Y añadió: «Todo irá bajo su nombre». Literalmente me había quedado con la boca abierta por la sorpresa. No me había pasado por la cabeza la pretensión de tener la autoría oficial, pues consideraba mi trabajo como una diminuta aportación a la posible colaboración.

Desde este momento gané en mi vida a un Maestro, y así es como comenzó nuestro trabajo conjunto, que duró muchos años. No importa que en aquel entonces la editorial Judozhestvennaya Literatura arrogantemente rechazara publicar a una desconocida Ershova «de la calle» (en aquel entonces así es como llamaban a las personas que venían sin recomendaciones). Como resultado, Knórosov rompió relaciones para siempre con esta editorial. Además, le prohibió publicar cualquier texto bajo su nombre, expresó todo lo que pensaba de dicha casa editora y sus autores, chapuceros que escribían sus banales versos o hacían traducciones del español al ruso y las hacían pasar por poesía maya. Para mí esta historia se ha vuelto una increíble lección –¡Vaya forma de defender tanto a una «colega» que conocía poco, que en sí no era siquiera una aspirante! Anteriormente nadie nunca me había defendido tanto.

Resultó, además, que ya no había ninguna necesidad de estudiar en la Facultad de Historia. Knórosov literalmente declaró lo siguiente: «¿Por qué quiere perder el tiempo haciendo esa tontería? ¡Hay que defender la tesis de doctorado de inmediato! De acuerdo con la ley, usted tiene derecho de hacerlo». Nuevamente me quedé con la boca abierta de asombro. Pero Yuri Valentínovich tenía toda la razón y yo, con su apoyo, rápidamente hice los trámites de mi postulación al Instituto de Etnografía.[6]

Me asombraba que él estratégicamente resolviera los problemas que surgían y no dejara pasar ni un mínimo detalle –cartas de recomendación, oponentes, lista de literatura e incluso el lugar de la defensa, que él había cambiado de Moscú a Leningrado literalmente un día antes de la predefensa. Él creía que el ambiente en Moscú en aquel entonces era bastante «asqueroso» para mí. Desde el inicio, Knórosov siempre me explicaba qué «animal» en el ajeno ambiente académico me era amistoso y cuál de los «animales» era indudablemente el enemigo. Por supuesto, yo me di el lujo de contarle cómo me había tratado Grigulevich en el primer encuentro, cuando me había corrido. Desde entonces Knórosov no lo llamó de otra forma que no fuera «ese canalla». Por otra parte, posteriormente me enteré de que Knórosov tenía sus propios, muy frescos conflictos con «el viejo Romualdych», que no tenían nada que ver conmigo. También me presentó a un amigo confiable: el arqueólogo Valery Ivánovich Gulyaev, que me había dado empleo en el Instituto de Arqueología después de mi defensa de la tesis. Además, me contactó con una encantadora persona, Sergo Anastasovich Mikoyán, el editor en jefe de la revista América Latina, quien me dio la oportunidad de publicar mis artículos científicos e incluso ganar dinero en tiempos difíciles.

Knórosov me ayudó a abrir una brecha en el hermético ambiente académico corporativo donde, en los tiempos soviéticos, desde el principio todo se dividía entre «los suyos» (amigos, parientes y gente fiel a los jefes). Él generosamente compartía conmigo un maravilloso mundo de ciencia verdadera que a él mismo le había costado tanto conquistar. Como vivíamos en diferentes ciudades, nos escribíamos a menudo. Yuri Valentínovich escribía cartas, les hacía copias y se quedaba con ellas. Su estilo característico era colocar un epígrafe al principio de la carta. Una de sus estrofas favoritas, que se repetían, era del poema de Kornéi Chukovski «El teléfono»: «¡Oh, qué difícil trabajo es sacar al hipopótamo de un pantano!». Los epígrafes de inmediato expresaban el contenido y la actitud hacia el tema que se planteaba en la carta. Los he usado para los capítulos del libro. Todavía tengo guardados los sobres y las cartas originales, cuyas copias, junto con todo su archivo restante, fueron vendidas en 2007 por la heredera de Knórosov en Estados Unidos.[7]

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