Durante el federalismo colombiano el clientelismo político se incrementó por varias razones. En primer lugar, el surgimiento de los estados generó una mayor burocracia administrativa, que los notables locales intentaron controlar. En segundo lugar, y coincidiendo con el surgimiento de las tendencias partidistas, en ese periodo se universalizó el voto masculino que, no obstante sus restricciones por edad, alfabetismo y estado civil, significó una mayor competencia electoral. En tercer lugar, porque quienes participaban voluntariamente en las guerras, además de procurarse seguridad frente a la violencia y las expropiaciones, esperaban compensación con cargos, contratos, servicios, etc. Los cargos públicos o “los destinos” resultaban ser el fin principal de la mayoría de los clientes, al parecer, una constante de la política en las sociedades modernas y contemporáneas4.
Desde la teoría política se plantea que las relaciones clientelares son una expresión de las relaciones de poder presentes en la esfera del Estado. Por esto, para una mejor comprensión en el sentido señalado, el Estado de Santander fue objeto de atención en el capítulo tres. Al respecto puede decirse que Santander, al igual que los restantes estados federales, pese a proclamarse como soberano, pervivió con una limitada institucionalidad, toda vez que su soberanía fue limitada y sus fronteras indefinidas. De hecho, ninguno de los nueve estados logró consolidar un poder central territorializado en el que se cumpliesen sus leyes. Tal fue la pretensión de los radicales en Santander a finales de 1857, cuando aprobaron la constitución que regiría en el Estado, pero se vieron inmersos en una guerra que se prolongó durante cuatro años contra el Gobierno central. Además, debieron enfrentar las rebeliones auspiciadas por los conservadores que hicieron alianza con la Iglesia católica para mantener sus poderes local y regional, amenazados por las políticas liberales.
En la Unión (los Estados Unidos de Colombia) la situación fue similar a la de los estados particulares, pues sus competencias, además de escasas, se hicieron inviables por la soberanía reclamada en las regiones. Cada uno de los estados se condujo con cierta autonomía; cuando no, sus representantes organizaban especies de ligas para imponerse unos a otros, en un juego de fuerzas donde primaban los intereses de los caudillos y de sus facciones. El poder político estuvo distribuido entre los patrones regionales de cada uno de los distritos, las provincias y los estados. Los caudillos con su actuación contribuían a la inestabilidad administrativa y limitaban la gobernabilidad, o bien, si se mira en un sentido positivo, favorecían la estabilidad y la gobernabilidad. Lo cierto es que la toma de decisiones en los nueve centros de poder implicaba una incesante negociación. Quizá por esto, la política colombiana en esta etapa pueda comprenderse mejor si se develan las redes de relaciones que configuraron el poder social5 en las regiones.
La escasa institucionalidad, las múltiples tensiones y las rupturas entre los líderes de las facciones definieron la política e incidieron en el tipo de clientelismo dado entonces. Este ha sido definido como una relación de poder entre dos o más actores que intercambian recursos de diferente orden, alguno de los cuales debe ser de tipo político. Si se acepta este concepto, resulta obvio que el clientelismo está, en parte, determinado por los niveles de institucionalidad existentes. También se afirma del fenómeno que este se reproduce más fácilmente en contextos donde los grupos sociales subalternos se ven compelidos −coerción estructural− a actuar como clientes frente a la escasa institucionalidad. Por las razones expuestas, el intercambio clientelar ha operado en casi todas las sociedades políticas; en Colombia se presentó durante la etapa republicana y también en la etapa colonial, cuando el fenómeno estaba completamente institucionalizado en el aparato administrativo de la Corona. Igualmente suele subrayarse que, pese a su sentido negativo, el clientelismo tiene un lado bondadoso, pues forma parte de la política y articula las relaciones sociales en torno al poder político; además facilita soluciones a las necesidades de la población que las instituciones no logran suplir ordinariamente6.
Los autores que coinciden en que la escasa institucionalidad alimenta el clientelismo parten de una pauta obvia: a menor institucionalidad, menos mecanismos de control, y, por tanto, mayor discrecionalidad por parte de los políticos. También se ha propuesto que la pobreza generalizada lo nutre, y esta suele estar presente en contextos con instituciones débiles. No obstante, es innegable la presencia de relaciones clientelares en sociedades ricas con democracias consolidadas, donde quizá los recursos intercambiados varíen, sin que los vínculos y las relaciones de poder dejen de ser de tipo clientelista.
El clientelismo en su sentido más general parece ser tan antiguo como la democracia misma, tal como lo expone Moses Finley en el Nacimiento de la política, cuando señala que hay evidencias de su presencia en la Grecia de Solón –el célebre tocayo del aquí analizado– en relación con las dádivas de los gobernantes7. Se trataría de un clientelismo donde el gasto destinado al público era de origen privado, pero la finalidad de los patrones era la de alcanzar y mantener el poder político. Como se sabe, en las sociedades modernas los bienes y los servicios, así como los recursos dispuestos por los patrones, suelen provenir del tesoro público.
De las diferentes definiciones conocidas de clientelismo, la más evocada resulta ser una de las más breves: se trata de un sistema de contraprestaciones en el que se intercambian bienes públicos por lealtades políticas. No obstante, debe advertirse que el tipo de bien entregado por el patrón a los clientes puede variar de acuerdo con los contextos, como al parecer ocurría en el siglo XIX. Al respecto, Leal Buitrago recuerda que en sociedades pre capitalistas, con escaso urbanismo y con una limitada disposición de bienes públicos, el fenómeno clientelista se identifica más con el caciquismo; además, en tales realidades, los bienes entregados suelen provenir de la propiedad privada de los patrones8, al estilo griego, antes comentado.
En la narración aquí expuesta acerca de Wilches, sus vínculos y sus relaciones políticas, hay evidencias sólidas del fenómeno, pues en ello, en parte, basaban él y los políticos de entonces su poder, a tal punto que las facciones y los partidos que conformaron pueden caracterizarse como esencialmente clientelistas. Las negociaciones de intercambio se facilitaban desde los vínculos existentes, y desde alianzas de diferente orden, entre individuos con estatus diferentes, pero también similares, como parientes, amigos, socios de negocios, subalternos, etc. De otra parte, y en un sentido formal, se observa que el intercambio clientelista se expresaba en sus formas típicas: diádicas y piramidales. Pues el intercambio podía efectuarse entre el caudillo y un actor de la base política, u otro caudillo menor. El esquema piramidal tiene explicación en la verticalidad de la administración pública, en cuyo seno tradicionalmente se reproduce el clientelismo mediante nombramientos.
Sobre el clientelismo advierten los estudiosos que se trata de un fenómeno general de las relaciones sociales, sin estatus de teoría. Como concepto básico del análisis social, político e histórico, no parece pertinente acoger las definiciones complejas, pues el intercambio en torno al poder tiene su sentido y explicación en realidades históricas concretas. Sus aristas son propias de tiempos y espacios definidos, que nocoinciden del todo con los modelos “de la caja de herramientas”. En este trabajo se escogieron algunos elementos generales identificables en la mayoría de casos, y comunes en las diversas acepciones que caracterizan el fenómeno9, pues a este concepto le ocurre lo que a otros usuales de la teoría política, v. gr., el Estado, la política misma, el poder, la democracia, etc., sobre los que se ofrecen decenas de significados.
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