Le preocupaba que la transmisión del psicoanálisis se realizara de forma íntima y cercana; una modalidad en la que los procesos de identificación tuvieran un lugar al margen del dogmatismo. Pensaba que el aprendizaje tiene un fondo transferencial, misterioso; que es un proceso en que la inspiración está presente. Creó talleres grupales en los que la enseñanza se sostenía en el contacto cercano entre individuos más que en instituciones o escuelas de psicoanálisis en las que existe el peligro de la rigidez jerárquica. Pensaba que la salvación para la humanidad descansa en las relaciones personales y en los deseos apasionados que sostienen la intimidad. En esto consistía la salud mental; la enfermedad, por el contrario, es la sumisión a las jerarquías, principalmente institucionales, donde la obediencia conforma una armadura adaptativa que impide el desarrollo.
Aspectos políticos, crisis grupales, preocupaciones con respecto a lo que consideraba esencial para la transmisión de la disciplina..., todos estos elementos contribuyeron para que en 1985 Meltzer saliera finalmente de la Asociación Británica de Psicoanálisis. Su labor como docente, supervisor, escritor, y su práctica clínica, continuaron con intensidad y vitalidad. Meltzer siempre apreció y reconoció a aquellos que enriquecieron su formación y a quienes fueron sus supervisores: Hanna Segal, Herbert Rosenfeld y más tarde Betty Joseph, con quien supervisó sus casos de niños. También reconocía como influencias fundamentales en su desarrollo a Esther Bick, Roger Money-Kyrle y Wilfred Bion, cuyo pensamiento se dedicó a investigar y tomó como plataforma para sus propias ideas.
Uno de los grandes talentos de Meltzer fue su capacidad de supervisar con agudeza, intuición y cercanía. Los libros y grabaciones dedicados a las supervisiones que impartió en diferentes lugares del mundo son uno de sus mejores legados. Solía pedir a los estudiantes que no barnizaran el material clínico; no quería diagnósticos inteligentes sino acceso a la esencia emocional de la situación transferencia–contratransferencia, a la música de la relación, como solía denominarla. El interés en las supervisiones estaba centrado en el material, no en la interpretación que el terapeuta hacía de éste, y alertaba frente al riesgo de presentar interpretaciones correctas y adecuadas que obstruyen la experiencia, a la manera de una transferencia preformada en el análisis (Harris, 2010: 12,140).
Su propio placer por el trabajo analítico fue modificándose con el tiempo. En un inicio le entusiasmaba seguir la guía que los maestros le mostraban, hacer lo que decían y confirmar que tenían razón en sus observaciones. El placer era básicamente egocéntrico; el entusiasmo, unilateral. Comentaba, con razón, que los pacientes pueden resentir que el interés del analista esté más centrado en el trabajo analítico que en el propio paciente. No se ama a los pacientes, se ama el trabajo. El cambio operó significativamente; pasó de “...ser un analista y tener pacientes a valorar la experiencia del vínculo paciente–analista, la ‘extrema intimidad’ de esta relación” (Meltzer, 2000a: 7).
La crianza siempre representó un tema fundamental: estaba muy interesado por el desarrollo misterioso de las capacidades parentales, tanto con los niños como en la práctica del análisis. Fue padre de tres pequeños; después, un abuelo que disfrutaba y observaba con atención a sus nietos (Hahn, 2005). Fue sumamente paternal, pero pensaba que el rol masculino con respecto al desarrollo infantil es sostener a la madre, a la que atribuía el papel esencial en la crianza.
Aquellos que tuvieron el privilegio de trabajar cercanamente a él lo recuerdan por su
...generosidad en la transmisión de sus ideas, el permanente aliento a los jóvenes analistas, su incansable monitoreo sobre un tratamiento para detectar si se estaba trabajando en contacto con el paciente [...]; su compromiso completo con sus pacientes, con una incomparable capacidad para comprender e interpretar los estratos más profundos del inconsciente. Lo hacía en una forma intrépida y con una captación inmediata, singular, aguda y precisa (Etchegoyen, 2004: 279).
Como Kant, comprendió en su raíz el problema ético de la buena fe y lo hizo parte de su pensamiento teórico. La belleza, la inteligencia o la fuerza pueden estar al servicio del bien o del mal. Su inteligencia y su cultura, producto de una verdadera integración y no de la mera acumulación de información, abarcaron los más distintos terrenos de la estética, la filosofía y el arte. Su conocimiento de la literatura clásica y de la poesía romántica inglesa era muy vasto. Su sensibilidad artística le permitió comprender y participar en las tareas críticas que Adrian Stokes y otros llevaban a cabo en la comprensión e interpretación del arte contemporáneo. Su sensibilidad y su cultura estuvieron al servicio de la bondad, de la buena fe.
El psicoanálisis kleiniano carecía de una teoría del pensamiento y la tarea pionera de Klein, y más tarde de Segal, en cuanto al significado de la simbolización para el psicoanálisis, debía ser proseguida. La filosofía, por su parte, había entendido que ese terreno era el campo de exploración fundamental de la modernidad.
Whithead, Russell, Wittgenstein, Cassirer, Langer nos propondrían, llegado el momento, una filosofía del pensamiento, del lenguaje y de la formación de símbolos, que podía ser utilizada en nuestros consultorios. Las formulaciones de Bion nos mostraron de hecho cómo estábamos equivocados; su “Teoría del pensamiento” enmendó la plana a la filosofía académica al poner la emoción en el centro de los procesos de pensamiento (Meltzer, 1986c: 154).
En la huella de Bion dedicó mucho esfuerzo a la comprensión de las corrientes filosóficas contemporáneas de las cuales Inglaterra era un centro privilegiado. Como afirma Etchegoyen, Meltzer era un incansable lector, especialmente de los clásicos y de teatro. Disfrutó de un enorme conocimiento de los grandes maestros de la pintura y fue un gran admirador de las artes plásticas. Tal vez por eso, su concepción del psicoanálisis estaba “más cerca del arte que de la ciencia”. En sus cimientos esta perspectiva se encontraba con una concepción platónica, según la cual la verdad estará siempre velada y lo esencial será inaprehensible a nuestros sentidos (Etchegoyen, 2004: 279).
Estas cualidades impregnan su escritura. Escribir para él fue algo que parecía surgir naturalmente y su estilo literario está teñido de la dicción poética que advertía en los sueños, por eso su lectura es una verdadera experiencia estética. Paradójicamente, afirmó siempre estar un poco sorprendido de que la gente lo leyera y se acercara a sus textos. El trabajo con grupos, que fue una fuente de disfrute para él, en un cierto momento creció con el hecho de que los grupos mismos se encargaran del oficio de la escritura. Con el humor que lo caracterizaba, cuando comenzó a escribir y a presentar viñetas clínicas, pensaba que eso representaba una suerte de explotación del paciente, así como un plagio cuando de tomar los sueños se trataba. Sin embargo, reflexionaba que cuando se aborda un material clínico se hace una construcción imaginativa del paciente a la manera de esbozar sombras en la pared como en la caverna platónica, porque lo que se escribe es sólo una sombra particular de la personalidad total (Meltzer, 2000: 5-6).
La obra de Meltzer transita por regiones difíciles de describir con palabras: el área emocional de la comunicación no verbal, del ensueño y el pensamiento inconsciente. La pasión por el método psicoanalítico fue uno de los motores en su vida y gracias a él el propio análisis se convierte en un objeto estético (Meltzer y Harris, [1988] 1990: 29).
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