José Luis Borrero González - Operación Códice Áureo

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Operación Códice Áureo: краткое содержание, описание и аннотация

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El Códice Áureo, manuscrito del siglo XI depositado en la Real Biblioteca del Monasterio de El Escorial, es una pieza de gran valor histórico, económico (por su caligrafía e iconografía en oro) y sentimental para Felipe II, por ser el regalo de su tía María de Hungría, gobernadora por entonces de los Países Bajos.El rey encarga a D. Benito Arias Montano localizarlo y traerlo a España. A partir de ese momento emergen los personajes Alonso Osorio de la Alameda y Fermín González Escudero, quienes desde sus lugares de nacimiento (Mijas y Baza) viven aventuras, persecuciones, amores y traiciones en su devenir por la Málaga y Sevilla del siglo XVI, donde coinciden con D. Miguel de Cervantes Saavedra, para viajar con los Tercios por el Camino Español desde Italia hacia Flandes.En un entramado de novela histórica, se imbrican aquellos viejos tiempos en una investigación policiaca actual, que apasionará al lector desde el primer renglón, hasta el inesperado desenlace. Beneficios íntegros destinados a Cruz Roja y Adipa Antequera.

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—¿Cuál es su horario de trabajo?

—Todos los días ocho horas. Durante la semana turno de ma­ñana y alguna que otra noche —su voz se debilitó al pronunciar las últimas palabras—. Libro una vez a la semana.

—¿Tiene usted deudas? —inquirió Gustavo.

—¿Tengo que contestar a ese tipo de preguntas?

—Si no quiere, no.

—Mi sueldo me da para vivir y permitirme algún que otro capri­chillo. Paso con mi novia casi todo el tiempo libre. Dentro de unas semanas nos casamos, para final de mes.

Perea, tras un guiño a sus compañeros, sacó a relucir las varias denuncias por tenencia de drogas.

Crisanto, azorado, se puso rojo como un tomate.

—¡Eso fue hace tiempo! Fueron pequeñas cantidades.

Perea contestó:

—No hace tanto tiempo, y han sido varias veces, en cantidades que, aunque pequeñas, rayan el límite del consumo propio.

—Bueno, mire, son errores que comete uno. Afortunadamente lo dejé y no consumo nada en absoluto.

—Gustavo, ¿su novia trabaja?

—No —respondió—, está preparando oposiciones para juez. Terminó Derecho hace unos años. Ha realizado algunos trabajillos para un par de despachos de abogados, también trabajó en el turno de oficio. Actualmente solo se dedica a estudiar, es la única forma de lograr esas oposiciones. Dedica una media de doce horas, se des­plaza a Madrid los martes y viernes, donde un fiscal que da clases particulares le va indicando cómo debe estudiar el temario, a la vez que se lo pregunta.

La declaración concluyó con dos folios, que le dieron a leer para firmar en prueba de conformidad. Más tarde, y una vez que se hubo marchado Crisanto, Perea colocó un pósit que decía: «No me gusta». Llamó al sargento Ramírez manifestándole esa inquietud y también le preguntó sobre su tarea con el jefe de seguridad. Lo tenía citado a las nueve de la noche.

Con puntualidad casi británica se personó el jefe de seguridad. El sargento y el guardia Villalobos, dada la hora, no le hicieron es­perar. Habían decidido darle trato preferente. A veces resolvían casos gracias a lo que estas personas habían visto u oído.

—¡Señor Peñalver! —exclamó el sargento a la vez que le extendía la mano—, nos conocemos ¿verdad?

—Creo que coincidimos una vez. No sé si recordará, durante la visita del príncipe al monasterio. Estuvo usted con un superior suyo, creo que el capitán.

—¡Ah, sí, ya lo recuerdo!, por lo de la caja de zapatos con cables que apareció, ¿verdad? Bueno, han pasado varios años.

Hablaron de cosas intrascendentes, tales como la vida, la familia, el trabajo y los problemas, pero como este ninguno.

—Usted sabe que las empresas de seguridad se juegan mucho, y cuando las cosas no salen bien, ¡vamos!, cuando los elementos de custodia o a los que das seguridad son sustraídos, o les producen algún daño, el planteamiento empresarial es que se te paga para algo y tienes que dar demasiadas explicaciones, contestar muchas pre­guntas y requerimientos, a diferencia de su colectivo, al que paga el Estado. Ese, en la mayoría de los casos, no pregunta.

—Tiene razón. Bueno, si le parece entremos en materia. ¿Cómo cree usted que han podido sustraer el Códice Áureo?

—No quiero ser grosero... Si lo supiera, sargento, no estaría aquí.

—Sí, claro, ¿qué me dice de las personas que trabajan a su cargo?

—De los mayores de 45 años no tengo ninguna queja; de los otros, sí. Hoy los jóvenes no quieren trabajar; además, tienes que tener un cuidado exquisito, todo son derechos, ¡el poder de los sin­dicatos! ¡Vamos, para volverse loco! ¿Ustedes aún no tienen sindi­catos? ¡No saben lo que ganan! Mire, sargento, algunos sé y me consta que fuman porros en su tiempo libre, y no puedo hacer nada. Ahora bien, si los sorprendo en el trabajo, van a la calle, al igual que si los cojo dormidos.

—¿Ha pillado a alguno dormido?

—Sí, a varios, y no me ha quedado más remedio que despedirlos. Créame, es muy doloroso. Ellos no lo entienden, dicen que solo daban una cabezada; ¡pero si los he cogido hasta con el pijama puesto! Claro que esto pasó al principio. Tras los primeros despidos todo el mundo espabiló y ahora, o son más diligentes, o no los cojo en el momento. Mi sistema es presentarme cuando menos lo espe­ran, lo mismo a las dos que a las cinco de la madrugada. Ayer se casó mi hija, motivo por el cual tomé dos días libres. El casamiento de una hija es un acontecimiento muy especial, tanto para ella como para los padres. Usted lo entenderá, si es padre. Por ello tengo una inmensa alegría, todo salió francamente bien. Por otro lado, le diré que no suelo librar ningún día del año y hoy me encuentro con esto. ¡Es muy fuerte!

El sargento procuró que no se culpara por lo ocurrido.

—Es producto de la casualidad, los malos no piensan el día que van a cometer sus fechoría, ¡así de sencillo!

—¿De verdad cree usted que es así? Entiendo que trate de con­solarme, pero de sobra sabe que esto es obra de profesionales del robo. Tiene que haber mucho dinero detrás, no es cuestión de tirarlo y que te pillen en dos días. Este tipo de gente planifica todo. Pongo las manos en el fuego por mi personal, como le digo. Alguno que otro sé que fuma porros, pero de ahí no pasa, todos cumplen con su trabajo. Los suelo rotar para evitar el aburrimiento, la dejadez, la monotonía y darle otro atractivo, aunque, la verdad, no tengo mu­chas alternativas, el monasterio es muy limitado. Hay una frase que dicen mucho los más jóvenes: ¡que no se realizan! Y pregunto yo: ¿acaso un médico se realiza viendo enfermedades? Los habrá a los que les guste su trabajo por encima de todo, para eso han estudiado una carrera, y también los habrá que no tengan el entusiasmo del primer día. Ocurre en todos lados. En el tema de seguridad, usted lo sabe, horas y horas de esperar, estar atentos...; pero hasta qué punto se puede permanecer vigilante y de servicio continuo. Y con todo esto no quiero justificar a nadie que no haga su trabajo como debe, que sin duda debo de tener alguno; pero hoy por hoy me atrevo a poner las manos en el fuego por cada uno de ellos.

—De acuerdo, lea su declaración y fírmela. ¡Ah!, si se entera de algo no dude en llamarme. Tenga una tarjeta donde le incluyo mis teléfonos de contacto.

Sin más, el jefe de seguridad se retiró, con la cara desencajada y tremendamente preocupado.

Villalobos y el sargento intercambiaron pareceres, que acabaron cuando el guardia exclamó:

—Se la han metido doblá. ¿Pero quién? Sin duda el móvil ha te­nido que ser el dinero y, necesariamente, alguien ha tenido que co­laborar desde dentro.

—¡Joder, Villa, cómo vas aprendiendo en tan poco tiempo! —con­cluyó el sargento.

El guardia Ríos, nada más tener conocimiento de la llegada del vigilante de la noche, salió a recibirlo, conduciéndolo a la dependen­cia donde procedería a tomarle declaración, junto con Cristina. Des­tacaba de él su imponente estatura, de carácter bonachón. Al menos esa era la primera impresión, que luego fue confirmada con su trato y conversación. Entre pregunta y pregunta, reiteradamente manifes­taba que él no había nacido para ser vigilante.

Al ser preguntado, por las generales de la ley, dijo llamarse José Molinero Lorenzo, nacido en un pueblo de la provincia de Zamora. Su trabajo anterior había sido el campo, por el que sentía predilec­ción y al que volvería sin dudarlo en cuanto se jubilase. Que si no lo hacía en estos momentos era porque la hipoteca del piso había que pagarla, más otros gastos. De alguna forma se tenía que ganar la vida, y aun así trataba de hacer su trabajo lo mejor que podía. Hoy por hoy daba gracias a Dios por tener un puesto de trabajo.

Al ser preguntado ¿si observó algo raro con las cámaras?, dijo que no, que había sido una noche como otra cualquiera, sin más.

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