—¿Solo existe esta llave?
A Deolinda le cambió el semblante, rallaba en la ofuscación, los ojos se les salían de las órbitas.
—Bueno, bueno, doña Deolinda, no se enfade, comprenda que tenemos el deber de hacer estas preguntas. Aunque no lo crea, para nosotros tampoco es agradable.
—Lo entiendo.
—¿Y quién dice que se dio cuenta de que faltaba?
—El jefe de vigilantes de la mañana, Crisanto.
—¿Podemos contactar con él?
—Sí, claro que sí, pasen por mi despacho y con mucho gusto les facilito su teléfono, al igual que el del jefe de seguridad.
—Gracias, lo citaremos en el cuartel y le tomaremos declaración. Prácticamente hemos acabado. Como le dije antes, el lugar está muy contaminado. Es difícil obtener alguna huella buena, ¡pero algo se sacara, hemos de tener confianza! ¿Y dice usted que la llave de la vitrina solo la posee usted?
—Ya se lo he dicho —respondió Deolinda.
—No hay señales de forzamiento. ¿Está segura de haber tenido las llaves controladas en todo momento?
—Mire dónde las llevo —dijo extrayéndolas del interior de la camisa atadas a una cadena—. ¡Como ve, siempre están conmigo! No se separan de mí en ningún momento.
—Bueno, por nuestra parte no tenemos más que hacer aquí. Seguiremos en contacto, bien sea a través de nuestro grupo o el que designen por las peculiaridades del caso.
De vuelta al cuartel a bordo de los vehículos, comentaban impresiones sobre el caso y el sargento preguntó a los que viajaban en el suyo:
—¿Qué os parece?
—Complicado donde los haya, sargento —respondió Ríos—. Este asunto se tiene que derivar al Grupo de Patrimonio Histórico. Es de su competencia, ¿no?, porque esto es un muerto de mucho cuidado. Nosotros no tenemos capacidad para llevar una investigación de este calibre. Aquí, aunque no lo parezca, hay mucho gato encerrado. Yo al menos lo veo así.
—Sí, yo lo veo igual, muy oscuro, farragoso; no obstante, cuando lleguemos al cuartel haremos la sucesión de acontecimientos, implicación de personas, intereses, posibles móviles y veremos qué nos sale. Perea, Gustavo y Cristina, moveos por ahí fuera a ver si algún confite [3]nos chiva algo. Si pasados unos días no sacamos nada en claro, habrá que hacer lo que estás apuntando. No tenemos ninguna pista, no hemos reactivado ninguna huella y las que hay están corridas o son de guantes de látex, como dice Ríos. ¡Esto es un marrón que nadie quiere! Que se lo coman los chicos de Madrid, que acaban de comenzar a andar y tendrán muchas ganas de demostrar su valía y ganar medallas.
El sargento, dirigiéndose a Perea, le preguntó si habían citado al vigilante para la declaración.
—Sí, por supuesto.
—¡Vale, vale! Yo le tomaré declaración al jefe de seguridad, y Ríos, tú se la tomas al vigilante de noche. Pasado mañana estará listo el atestado y podremos entregarlo en el juzgado de guardia, luego veremos si se hace cargo el Grupo de Patrimonio Histórico.
—¡Ah! Ríos, tendrás que introducir en el sistema las fotos del facsímil que ha facilitado la directora, es importante. No todo el mundo sabe lo que han sustraído; no obstante, con la novedad mandaremos a todos los grupos de España por grouvisse [4]nota informativa explicando los hechos por si alguien nos puede informar de algo. Después de la toma de declaraciones nos reunimos y tratamos el asunto.
El sargento prosiguió:
—La cosa está muy complicada. No hay ninguna huella, ni daño o rotura del armario expositor, el cual solo se puede abrir con llave, y... ¿habéis visto dónde la lleva la directora? Aunque sabemos que hay gente virguera que es capaz de todo sin forzar nada. ¿Os acordáis del grupo aquel del robo por butrón de Caja de Madrid? ¡Eran unos artistas! Si no hubiera sido por las cámaras nos hubiésemos comido un pimiento. Perea, no te olvides de mencionar que, si trascurrida una semana no sacamos nada, harás al juez una diligencia de remisión del caso al Grupo de Patrimonio Histórico como especialistas en estos temas. Si no recuerdo mal, a cargo del teniente Pontificio. —¿Cómo ha dicho que se llama el teniente? —preguntó Perea.
—Pontificio.
El cabo primero exclamó:
—¡Qué nombre más raro, no lo he oído nunca! Por lo demás, no te preocupes, si vemos algún indicio en la declaración te lo comunico por teléfono. Se hará todo conforme has ordenado.
A las dieciocho horas sonó el teléfono en la casa de Crisanto. El cabo primero Perea lo citaba para las diecinueve horas en las dependencias oficiales, adelantando así la toma de declaración.
Crisanto respondió afirmativamente:
—No estaba haciendo nada, no hay ningún problema, dentro de media hora, estoy ahí.
—De acuerdo —respondió Perea.
La llegada de Crisanto fue más rápida de lo previsto. En diez minutos se encontraba en la sala de espera del cuartel gracias a su ciclomotor. Allí fue interrogado por el guardia de puertas.
—¿Qué desea? —He sido citado por el equipo de Policía Judicial.
El guardia se introdujo, a través de una puerta entreabierta, en el interior de la dependencia. Por teléfono interno conectó con el guardia Gustavo y le comunicó que había una persona citada por ellos.
Gustavo miró el reloj y preguntó a Perea:
—¿A qué hora hemos quedado con el vigilante?
—En media hora estará aquí. ¿Ya ha venido? Se ha adelantado, ¡joder, sí que ha corrido!
—Pues ya sabes lo que tienes que hacer, Gustavo. Le dejas esperar un poco, que la espera, como dice el refrán, desespera; técnica que por otra parte empleaban con casi todo el que pasaba por sus dependencias. Cuando se está en esas circunstancias, se cometen errores y la gente se vuelve más vulnerable.
Trascurrida una hora, Gustavo y José salieron a recibirlo. Lo saludaron y le pidieron disculpas por la tardanza: había surgido un imprevisto. Crisanto respondió quitando importancia a la espera, pues no entraba a trabajar hasta la mañana siguiente.
Se situaron estratégicamente: el cabo Perea de frente, con las manos en el teclado de la máquina, y los guardias Gustavo y José en oblicuo, como intentado no perder detalle. A Crisanto aquella manera de observarlo lo incomodaba.
—¿Tiene a mano el DNI?
—¡Sí, claro!
—Bien, le tomo las generales de la ley y enseguida comenzamos.
Durante ese tiempo no se pronunció palabra alguna, solo se oía el sonido de las teclas de la máquina de escribir.
—¡Es usted joven, Crisanto!, apenas 29 años.
—Bueno, ya llevo varios años en la empresa. Después de la mili tuve la suerte de colocarme en el sector de seguridad. La verdad es que durante un tiempo quise entrar en la Guardia Civil, pero más tarde me di cuenta de que me encontraba bien, el sueldo no estaba mal y sin responsabilidades. Con estar pendiente basta.
Tanto a Perea como a Gustavo y a José no les pasaron desapercibidos los tatuajes del brazo izquierdo y el pequeño brillante en el lóbulo de la oreja, así como el temblor de las manos.
Una vez tomada la filiación, Gustavo se dirigió al fichero. Con ficha amarilla figuraba Crisanto, relacionado con tenencia de sustancias estupefacientes. Perea entendió el gesto de Gustavo, para que viera la ficha. Ya contaban con algo que utilizarían más adelante, si convenía.
—Entonces, ¿qué puede usted contarnos?, ¿qué es lo que vio?
—¡Sí, claro! Hoy me tocaba el turno de mañana. Sobre las siete entré en las dependencias. Mi cometido consiste en dar apoyo a los bedeles. Al darme una vuelta por la sala me di cuenta de que el Códice Áureo no estaba. Enseguida di aviso por radio y por teléfono al jefe de seguridad, a la vez que, a voces, a los compañeros que prestan servicio en otras salas del monasterio, quienes acudieron corriendo a mi llamada. También hice gestos con las manos al vigilante de las cámaras, que en cuanto me vio puso en marcha el protocolo para estos casos. No observé nada más.
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