Para Isabel las cosas eran diferentes. Se sentía hasta ruborizada ante el acoso al que la sometía Luis, quien cayó rendido a los pies de su belleza; hasta el punto de pedirle, sin rodeos, una cita. Trataba de sorprenderla, aunque entendía que era difícil, pues a una alta ejecutiva costaba conquistarla con cosas materiales. Aquella mujer no se le debía escapar, su deseo de poseerla era superior a todo. Estaba acostumbrado a conseguir lo que quería, aun a pesar de parecer muy enamorada de Pontificio, a pesar de haberla presentado como una amiga. No era capaz de entender el comportamiento de este hombre, que lo tenía todo: posición, estudios, una bella mujer... Si bien no se correspondían, deberían guardar respeto mutuo ¡y no lo hacían! La cosa venía de lejos. Todo parecía muy comedido y educado. Sus vidas eran una olla a presión que más tarde que temprano estallaría, solo era cuestión de tiempo, ¡seguro! Por tanto, desempeñó el papel que su teniente le había asignado y sin más desaparecería de la vida de aquel matrimonio.
De regreso a Madrid, Pontificio recibió un aviso por radio del sargento Ramírez en el que le comunicaba que la suerte les sonreía. La jueza sustituta había concedido —sin ningún
problema— el mandamiento para controlar las cuentas de Crisanto.
Habían comprobado que recibió una trasferencia bancaria hecha en París de ocho millones de pesetas, sin ningún concepto, desde la cuenta de una sociedad norteamericana. Había más sorpresas, aunque no tan interesantes: ¡el vigilante era licenciado en Historia!, hecho que no había manifestado.
Pontificio sugirió probar si la sustituta autorizaba una escucha telefónica del vigilante. Ramírez, entusiasmado, le respondió:
—Eso mismo estaba a punto de decirle, ¡creo que estamos en el buen camino! Lo mantendré al corriente de lo que vaya surgiendo.
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