José Luis Borrero González - Operación Códice Áureo

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El Códice Áureo, manuscrito del siglo XI depositado en la Real Biblioteca del Monasterio de El Escorial, es una pieza de gran valor histórico, económico (por su caligrafía e iconografía en oro) y sentimental para Felipe II, por ser el regalo de su tía María de Hungría, gobernadora por entonces de los Países Bajos.El rey encarga a D. Benito Arias Montano localizarlo y traerlo a España. A partir de ese momento emergen los personajes Alonso Osorio de la Alameda y Fermín González Escudero, quienes desde sus lugares de nacimiento (Mijas y Baza) viven aventuras, persecuciones, amores y traiciones en su devenir por la Málaga y Sevilla del siglo XVI, donde coinciden con D. Miguel de Cervantes Saavedra, para viajar con los Tercios por el Camino Español desde Italia hacia Flandes.En un entramado de novela histórica, se imbrican aquellos viejos tiempos en una investigación policiaca actual, que apasionará al lector desde el primer renglón, hasta el inesperado desenlace. Beneficios íntegros destinados a Cruz Roja y Adipa Antequera.

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Ahora se le planteaba otro problema: ¿a quién invitaría a la cena? Desde luego no deseaba comprometer a nadie de su entorno. Tenía donde elegir, desde mujeres cultas hasta hermosuras que con su sola presencia volverían loco a cualquiera. ¿Debería elegir alguien que si­guiera los dictados de las buenas costumbres de saber estar o de be­lleza corporal? ¿Y para satisfacer a quién? No le daría más vueltas, su amiga Isabel Herrera, de muy buenas maneras y singular belleza, sería capaz de desempeñar el papel que se le ordenara; ni siquiera le diría a Patricio cuál era la verdadera identidad, no convenía. Ahora bien, debería prepararla antes, explicarle el ambiente en el que se iba a desenvolver. Entre sus virtudes destacaba su capacidad de mime­tismo en cualquier circunstancia.

Poco tiempo después recibió una llamada de Patricio, citándole para el sábado siguiente, si no tenía problemas de agenda o de ser­vicio, a la vez que lo interrogaba con gran curiosidad sobre la com­pañía que llevaría.

—Ponti, ¿con quién vas a venir?

—Me reservo la respuesta.

Conocía a su amigo, sabía de sus debilidades y sus preferencias en el mundo de las mujeres, no en balde habían compartido muchos días de estudios y diversión. Simplemente se conocían. Estaba se­guro de que le impresionaría. La guardia Herrera era hija del Cuerpo, desde pequeña su ilusión era ser guardia. Cursó estudios universita­rios y para aumentar su currículo realizó multitud de másteres. Sentía que esa sería su profesión, como un estilo de vida. Podría llegar muy alto en cualquier otra faceta laboral que se propusiera, pero lo tenía muy claro, quería ser guardia civil y empezar su carrera desde abajo. No quería ir directamente a la academia de oficiales, a pesar de que su padre le repetía sin cesar que no era lo mismo salir de teniente que de simple guardia.

El aspecto físico de Isabel Herrera López era impresionante: 1,70 m de estatura, pelo castaño, cara redonda con una tez fina y pecosa que le daba un aire juvenil. Estaba en su plenitud con apenas vein­titantos años y un cuerpo moldeado a base de gimnasio, a fin de pre­parar las pruebas físicas para cabo. Lo que más le costaba era correr el kilómetro en cuatro minutos y treinta segundos, porque sus senos, aunque muy bien puestos, por su tamaño le incomodaban en la ca­rrera.

Isabel estaba preparada para desarrollar cualquier tipo de con­versación, vivía al día, no se quedaba atrás en ningún aspecto.

Pontificio, de acuerdo con Isabel, le adjudicó la profesión de eje­cutiva, residente en Madrid, tras explicarle que sería su acompañante en una cena, con unos amigos en la sierra de Huelva, lugar que por cierto no conocía. No tuvo que indicarle nada más, sabría desem­peñar perfectamente el papel encomendado.

Marisa estaba encantada, realmente salía poco, a lo sumo a algún concierto. Consideró la cena como un evento especial, por ello sor­prendió a su marido con el vestido que se compró para la ocasión.

Patricio sí tenía un verdadero problema con la ropa. Como casi siempre iba de uniforme, cuando vestía de paisano lo hacía con aire informal; no soportaba la corbata. Con el uniforme no quedaba más remedio, en más de una ocasión se la hubiera quitado. Al final recu­rrió, como siempre, al pantalón azul con el que se sentía cómodo, camisa blanca (que era lo más socorrido) y chaqueta cruzada. Tuvo que aguantar los comentarios de su mujer, que le decía:

—Siempre te pones lo mismo, sobre todo ese pantalón tan des­gastado por el uso, lo tienes desde que nos casamos. La gente dirá que no tienes dinero para comprarte ropa. Verás como tu amigo Pontificio va hecho un dandi.

—¡Vale, Marisa!, que cada uno vaya como quiera. Tengamos la fiesta en paz. Ya sabes que haré lo que crea conveniente. Agradezco tu interés por mí y porque vaya bien, pero de ninguna manera voy a consentir que la ropa sea un motivo de discusión.

Como buenos anfitriones, Luis y Felisa salieron al jardín para re­cibirlos en perfecta conjunción.

Las primeras palabras fueron piropos hacia las mujeres de los otros, especialmente Patricio hacia Isabel, tanto que Marisa le tuvo que pellizcar el brazo. Realmente estaba sorprendido con la ejecutiva Isabel Herrera, la amiga de ratos compartidos. Sintió sana envidia.

Luis se sorprendió de la belleza de Isabel, y a Pontificio le volvió a sorprender Felisa. Le llamó la atención que llevaba de nuevo el mismo collar, y un vestido de color negro, por supuesto de alguna firma cara especializada. Así lo vieron las otras mujeres, pues fue comentario durante la cena, aunque Isabel no le dio importancia, como si estuviera acostumbrada a verlos o, lo que es mejor, a tener­los.

Luis, como buen anfitrión, hizo que las mujeres de sus invitados se sintieran cómodas, curiosamente de la suya se preocupaba poco. Ofreció un vino de uvas pasas de Antonio, un gran amigo que poseía una bodega en un pueblo de Córdoba y que cada año le regalaba unos litros. Era algo especial, para conseguir un litro del vino se ne­cesitaban diez kilos de uvas pasas. Era un caldo de primera prensa, lo que le imprimía exclusividad y un valor en el mercado elevado, si es que se encontraba, según le hubo explicado en su momento su amigo Antonio; excelente para abrir el apetito y un buen reconsti­tuyente para los hombres, comentario que provoco la hilaridad de todos.

Pontificio, como buen sabueso, observó cómo Luis no miraba a los ojos a su mujer, no así con el resto, con quienes de forma se­cuencial para mantener su atención paraba la mirada; sin embargo, cuando llegaba a la de Felisa pasaba rápidamente a la búsqueda de otros ojos. De cualquier manera esa actitud no pasó desapercibida a ninguno de los comensales.

La cena trascurrió sin grandes sorpresas. A Marisa todos los de­talles le resultaron sumamente exquisitos. Supo que Felisa se había encargado personalmente. A lo largo de la velada, entraron en ani­mada conversación Pontificio con Felisa. Isabel fue acaparada por Luis, por lo que no le quedó más remedio que conversar con su ma­rido de los avatares cotidianos de sus vidas, que tenían más que ha­blado. Estar allí esa noche no dejaba de ser un premio. Entendían la situación, ellos se debían a sus hijos y envejecer juntos, eran felices. Asistir a este tipo de actos no era muy habitual.

Pontificio observó que el desencanto en el matrimonio de Luis y Felisa era recíproco, de alguna forma llevaban vidas paralelas; no­taba cómo Felisa quería acapararlo y algo más, estaba muy claro, se insinuaba de manera abierta, sin cortarse nada.

Realmente a estas alturas de su vida no deseaba este tipo de en­cuentros, sabía que no tendría ningún problema en el contacto físico, era una mujer deseable. Desde el primer momento en que la vio sin­tió esa atracción fatal que había sentido otras veces; esa sensación que te invita a no dejar escapar aquello que se te ofrece, pero que se sabe que se complicará por las razones que sean. Vendrá la segunda parte que mostrará la cara amarga.

A su edad este tipo de encuentros no le convenían, por eso trató de llevar la conversación por los derroteros de la amistad, algo fran­camente difícil ante una mujer de esas características. Algo, en su in­terior, le decía que debía hacerlo así.

Continuó toda la velada hablando de cosas informales, y aguan­tando como hacía mucho tiempo no había hecho las embestidas de una mujer que de manera directa le pedía que la poseyera sin más. Tácitamente le decía que no se iba arrepentir, que no debía preocu­parse. No sería un estorbo en su vida. Y cuanto más insistía ella, más fuerte se hacía él, porque la insinuación era demasiado directa: las piernas cruzadas, con medias negras y zapatos de tacón alto, de­jando a la vista parte del muslo, así como sus hermosos senos, entre los que se abría paso un medallón que llamaba poderosamente la atención, separándolos como Moisés al mar Rojo... No se atrevía a preguntar sobre él para no despertar falsas expectativas.

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