José Luis Borrero González - Operación Códice Áureo

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El Códice Áureo, manuscrito del siglo XI depositado en la Real Biblioteca del Monasterio de El Escorial, es una pieza de gran valor histórico, económico (por su caligrafía e iconografía en oro) y sentimental para Felipe II, por ser el regalo de su tía María de Hungría, gobernadora por entonces de los Países Bajos.El rey encarga a D. Benito Arias Montano localizarlo y traerlo a España. A partir de ese momento emergen los personajes Alonso Osorio de la Alameda y Fermín González Escudero, quienes desde sus lugares de nacimiento (Mijas y Baza) viven aventuras, persecuciones, amores y traiciones en su devenir por la Málaga y Sevilla del siglo XVI, donde coinciden con D. Miguel de Cervantes Saavedra, para viajar con los Tercios por el Camino Español desde Italia hacia Flandes.En un entramado de novela histórica, se imbrican aquellos viejos tiempos en una investigación policiaca actual, que apasionará al lector desde el primer renglón, hasta el inesperado desenlace. Beneficios íntegros destinados a Cruz Roja y Adipa Antequera.

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—Ya tiene conocimiento, por la copia del atestado que hemos enviado, de que no se ha avanzado nada en la investigación y hemos tenido mala suerte en el reparto del juzgado, ha entrado el número tres. Aunque, francamente, no me gusta hablar mal de los jueces (al fin y al cabo su labor es complicada), hay algunos que nos lo ponen muy difícil, parece que la cosa no va con ellos. Se hace duro y penoso trabajar cuando solo saben poner trabas al trabajo de investigación. Precisamente ese juzgado es uno de ellos, la titular no tiene ganas de hacer nada, ni siquiera de librar un auto, en el que solamente hay que cambiar nombre y número de diligencias previas. Usted se pre­guntará por qué, de entrada, le hago esta perorata.

Pontificio saludó maquinalmente respondiendo:

—No me sorprende en nada su actitud, pues en algún caso me ha tocado vivir situaciones similares.

Ramírez devolvió el obligado saludo y prosiguió:

—La única línea de trabajo de que disponemos es sobre el vigi­lante Crisanto, quien fue la noche del robo a tomar café con el vigi­lante de las cámaras, presuponemos que con la intención de distraerlo de la debida atención a los monitores. Según tenemos en­tendido nunca lo había hecho antes. Si a esto unimos que esa tarde se casó la hija del jefe de seguridad (el señor Peñalver, el único que controla a los vigilantes efectuando visita sorpresa a diferentes horas) y que Crisanto es consumidor de sustancias estupefacientes (entendemos que difícilmente llega a final de mes) y más aún, que dentro de unos días se casa..., pues parece que tuviéramos tema. Se ha comprado, además, una casa por la que ha dado una entrada con­siderable, de lo que hemos tenido conocimiento hace poco. En su día solicitamos al juzgado, debidamente argumentado, un auto que hiciera posible la investigación de las cuentas del individuo. Si había tenido algún ingreso extra, alguna herencia u otra circunstancia que nos permitiera conocer la procedencia del dinero. ¿Y qué nos con­testa el juzgado de marras? Nada, que no ve indicios de implicación, y por tal motivo lo deniega.

Mientras el sargento relataba todo esto al teniente, al despacho fueron llegando los demás componentes del grupo que, en silencio, escuchaban las explicaciones ya conocidas. Tras lo cual, Pontificio se presentó dando la mano a cada uno.

El guardia Ríos solicitó permiso para hablar, dirigiéndose al sar­gento:

—A lo mejor existe una nueva posibilidad, porque la jueza se ha ido a Madrid a un curso y han mandado a una sustituta. Tal vez si se prueba de nuevo, y si ustedes hacen acto de presencia, a lo mejor libra el auto.

—Por nuestra parte no va a quedar, ¿verdad, Ramírez? —co­mentó Pontificio. Perea enseguida se puso a redactar el nuevo man­damiento, añadiendo los datos como la compra del piso y demás. A solicitud de Pontificio, se quedó a solas con el sargento Ramírez.

—Mire, Ramírez, yo ya estoy de vuelta de condecoraciones y otras zarandajas, por eso le pido colaboración para el esclarecimiento de este asunto y, si conseguimos resolverlo, no te preocupes por las menciones, prometo dárselas a su grupo antes que al mío.

—Mi teniente, estoy con usted para todo lo que haga falta. Mi estímulo no son ya las medallas, sino el esclarecimiento del caso. Tenga en cuenta que ha ocurrido en mi demarcación.

Sin más Pontificio se acercó a él y le estrechó la mano para sellar un pacto de lealtad, no en balde eran guardias civiles de la vieja es­cuela. Intercambiaron los teléfonos personales e iniciaron el regreso a Madrid.

A Pontificio el hecho de que su ilustre paisano fuera mencionado por la denunciante le hizo aflorar un antiguo sueño que le venía como anillo al dedo. Quería conocer algo más sobre el personaje. No lo dudó, buscó billete de tren Madrid-Sevilla y al día siguiente estaba en la Facultad de Bellas Artes. En el sótano se encuentra su tumba, donde se santiguó en señal de respeto y se dispuso a leer el epitafio, que en latín, decía:

«DEO VIVENTUM. S.

BENEDICTI ARIAE MONTANI DOCTORIS THEOLOGI SACRORUM LIBRORUM EX DIVINO BENEFICIO INTER­PRETIS EXIMII ET TESTIMONII JESUXPI DOMINI NOS­TRI ANUNCIATORIS SEDULI VIRI

INCOMPARABILIS TITULIS CUNCTIS MAIORIS MONU­MENTIS AUGUSTIORIBUS OSSIBUS IN DIEM RESURRECTIONIS

IUSTORUM CUM HONORE ASSERVANDIS. DOMINUS ALPHONSUS FONTIVERIUS PRIOR ET COVENTUS SANCTI IACOBI HISPALENSIS PRIORIS QUONDAM SVI OPTIME

MERITI MEMORIAM VENERATI. P.C. An. 1605 Obiit An 1598» [5].

Lo fotografió para solicitar una traducción mejor que la que podía hacer él echando mano de sus recuerdos del bachillerato. De vuelta en Madrid no dejaba de pensar en Arias Montano, lo que le despertó un interés inusitado que lo llevó a diferentes bibliotecas para adquirir información sobre él, hasta conocer que había mante­nido correspondencia con el presidente de Indias don Juan de Ovando, así como con el rey Felipe II, y para ambos había comprado multitud de libros y códices. Por ello se preguntaba: ¿quizá fuese don Benito quien consiguió traer el Códice Áureo al rey?, mas en la lista de libros y códices no aparecía reflejado.

La visita a la tumba le sirvió de excusa para hacer otra escapada, junto a su compañero de promoción, el teniente Patricio, destinado en Aracena (Huelva) como jefe de línea, que, por cierto, fue el lugar que eligió don Benito para su retiro espiritual en la Peña de Alájar, no muy distante. Estaría bien recordar viejas anécdotas, en compañía de su amigo, bebiendo unas cervezas o vinos del Condado acompa­ñados de aperitivos propios de la tierra, como los gurumelos [6], el buen jamón de la sierra o los quesos.

Patricio era más que compañero de promoción en el curso de oficial, más bien de todos, pues coincidieron en el de guardia, de cabo y suboficial; además, por su apellido (Arguila) se juntaban en la camareta, en el comedor, en clase..., en fin, en todas las actividades de la academia menos a la hora de la instrucción del orden cerrado. No sobresalía por la estatura, era el tapón de la sección y de la com­pañía. Tampoco destacaba por rapidez, súper tranquilo, hasta en sus gestos. Todo se lo tomaba con una calma pasmosa, a veces llegaba a exasperarlo. Siempre le tocaba esperarlo y más de una vez los arres­taron a ambos, por llegar fuera de tiempo: «Puedes ir a un campeo­nato de lentos, seguro que ganas una medalla».

Todo lo que tenía de pequeño, lo tenía de ligón. Nunca llegó a saber qué le daba a las mujeres, se las traía de calle. Le preparaba los ligues para que Pontificio rematase la faena, y a fe que había cortado muchas orejas gracias a él.

Felizmente casado con Marisa, extremeña como él, de carácter agradable, campechana, sutil y perspicaz. Siempre tiraba chinitas con frases como: «Anda, que buena la tenéis que haber liado los dos por ahí».

Tenían dos hijos maravillosos: Javier y Rosa, que en la actualidad se encontraban opositando, el varón para juez y la chica hacía el MIR.

El teniente Patricio vino al mundo a unos treinta kilómetros, en las minas de Riotinto. Su familia se asentó en esa localidad, una ge­neración antes, para trabajar en el economato de la mina. Su padre sabía de cuentas, por ello entró en la compañía minera, de adminis­trativo; a los letrados siempre se les trataba bien. La compañía se encargaba de todo: les daba vivienda, pagaba la luz, el agua y el co­legio de los niños y, además, se beneficiaban de comprar en el eco­nomato. Por eso cuando Patricio comunicó a su padre que se iba a la Guardia Civil no lo entendió. Siempre había deseado que entrara en la administración de la mina, para algo le tenían que valer los es­tudios, pero la determinación de Patricio hizo desistir a su padre, con esa pena se fue a la tumba. Sucedió una mañana que llovía a cantaros. Las calles se llenaron de agua de color café con leche, arras­trando todo lo que encontraba en su camino. Nada hacía presagiar aquellas lluvias, momentos antes de desatarse aquel temporal lucía un sol espléndido; ni siquiera el pronóstico del tiempo lo predijo. A decir verdad, últimamente no acertaban mucho. El caso es que Eva­risto, ya jubilado, para evitar el aburrimiento cada mañana sobre las nueve después de desayunar su tostada con aceite de oliva y un vaso de agua salía a caminar para hacer ganas de comer, evitando que con el ocio su barriga aumentara de tamaño. A su pequeña estatura se le unía la buena boca, volvía a la hora del almuerzo. Evaristo ese día no regresó, sus familiares se empezaron a preocupar e iniciaron la búsqueda por los lugares donde solía caminar. Nadie lo había visto. Por la tarde fueron al cuartel a presentar la denuncia por desapari­ción. Al día siguiente se organizo la búsqueda. Vinieron guardias de otras localidades y gente del pueblo a buscarlo. Lo hallaron no muy lejos, recostado tras el tronco de un pino caído que impedía verlo desde el camino, el mismo que tomaba cada día. Probablemente se encontró mal y se sentó para no volverse a levantar.

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