José Luis Borrero González - Operación Códice Áureo

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El Códice Áureo, manuscrito del siglo XI depositado en la Real Biblioteca del Monasterio de El Escorial, es una pieza de gran valor histórico, económico (por su caligrafía e iconografía en oro) y sentimental para Felipe II, por ser el regalo de su tía María de Hungría, gobernadora por entonces de los Países Bajos.El rey encarga a D. Benito Arias Montano localizarlo y traerlo a España. A partir de ese momento emergen los personajes Alonso Osorio de la Alameda y Fermín González Escudero, quienes desde sus lugares de nacimiento (Mijas y Baza) viven aventuras, persecuciones, amores y traiciones en su devenir por la Málaga y Sevilla del siglo XVI, donde coinciden con D. Miguel de Cervantes Saavedra, para viajar con los Tercios por el Camino Español desde Italia hacia Flandes.En un entramado de novela histórica, se imbrican aquellos viejos tiempos en una investigación policiaca actual, que apasionará al lector desde el primer renglón, hasta el inesperado desenlace. Beneficios íntegros destinados a Cruz Roja y Adipa Antequera.

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De joven valía para los estudios, así como para la protesta. Tenía madera de líder, pero he aquí que se le planteó el servicio militar de obligatorio cumplimiento por entonces y por un espacio de tiempo considerable, ¡quince meses! Le tocó Infantería de Marina en Car­tagena. La mili no le aportó nada, exceptuando domesticación, ser­vilismo y pérdida de tiempo. Lo único bueno fue experimentar lo largas que se hacen las horas, especialmente si no se hace nada en las tardes de sol, sentado con otros soldados en un banco y con el único entretenimiento de comer pipas; eso sí, cuidando de no tirar las cáscaras al suelo, pues el responsable de la guardia, por regla ge­neral un brigada, se solía pasar a determinadas horas y si compro­baba falta de limpieza procedía al arresto de todos los que estuvieran en los bancos. Aquellos bancos en lo único que se parecían a los de los parques era en el nombre. Parecían hechos aposta para resultar incómodos. Un rato sentado en ellos y tenías dolor de trasero hasta el día siguiente.

Tuvo suerte de que el capellán se fijara en él, por dos razones: la primera el nombre, al leer la lista de los nuevos reclutas, quizá por el parecido a Pontificado, el caso es que lo mandó llamar; la segunda por tener estudios, pues lo recomendó para la oficina, con la única ventaja de librarse de las guardias.

Por el destino en las oficinas se ganó buenos dinerillos que, a modo de estipendio, cobraba a los soldados por algo que resultaba totalmente gratis, meros trámites; pero los reclutas insistían en que les tramitara las partidas de bautismo cuando algún soldado obligado por circunstancias contraía matrimonio, ¡la ignorancia era mucha! Él hacía el trámite requerido y a la pregunta de «¿Qué te debo?», decía: «¡Nada, hombre!», y así en agradecimiento le dejaban buenas propi­nas, que le venían muy bien para sus gastos. Los reclutas se marcha­ban llenos de alegría, orgullosos de tener el papel en las manos (muchos ni sabían lo que había escrito, solo que las promesas de matrimonio a la moza se cumplirían, ¡los papeles eran los papeles!).

Durante aquel tiempo podría haber hecho muchas cosas, sobre todo las encaminadas a su formación. Era el momento, estaba ha­bituado a los estudios; su capacidad de asimilar estaba muy por en­cima de la media, pero no lo hizo. Con esta angustia de querer hacer algo y no llevarlo a cabo, él se perdía y se ahogaba sin remisión.

El silencio de la noche se rompía al sonido de la corneta que anunciaba diana y el comienzo del nuevo día, pero duró poco, ya que al cabo de dos meses instalaron un tocadiscos conectado a un alta­voz que se encargaba de poner en marcha al personal, de la mano del teniente Romero (buena persona), con quien no tuvo más rela­ción que la de un encuentro con su hija Lidia, a quien conoció en una discoteca. La chica no estaba nada mal. La invitó a bailar. Debía de encontrarse muy sola, porque sentía una gran necesidad de cariño que le impresionó y hasta le hizo ruborizar. No dejaba de rozarse y pegarse a él, con tal fuerza que llegó a dolerle la entrepierna. La res­piración se le agitó como nunca, ella lo miraba fijamente y se mordía el labio inferior de pura excitación, como queriendo exprimirlo. Fue un encuentro aislado, luego nunca se volvió a cruzar con ella. Des­apareció como por arte de magia.

Pasaba las tardes en compañía de dos compañeros de milicia, Juan José, alias el Pirata, y Santisteban, alias el Comodón, sentados al sol fumando ideales y comiendo pipas. Con el primero se encontraba muy a gusto, era hijo de un sargento de la Guardia Civil, a punto de jubilarse, destinado en Lepe (Huelva). Era un autentico golfo, un jeta, un picha brava. Se trajinaba a las tías con una facilidad pasmosa. Se preguntaba qué es lo que veían en él, ¡cómo se las camelaba! Y encima no solía gastarse dinero con ninguna, conseguía que ellas pa­garan todo y lo colmaran de regalos.

En cierta ocasión se cruzó en su camino una señora, de las de postín, y además ¡estaba buenísima! Solía ir por una cafetería del centro de la ciudad todos los sábados. La mujer, que bien podría tener 40 años, aunque aparentaba menos, tenía unos pechos que em­briagaban a cualquiera, turgentes, levantados, dando la sensación de que romperían el sostén en el que se enmarcaban. Solía presentarse con diferentes imágenes. Sus visitas a la peluquería le proporciona­ban los cambios, a veces pelirroja, otras rubia, con el pelo negro..., y, a decir verdad, todos le favorecían. Genoveva, que así se llamaba, se apasionó tanto con el Pirata que cada sábado no faltaba a la cita de las cinco, en la cafetería, desde donde marchaban al Hotel Los Avatares, nombre que le venía de perillas. Allí no preguntaban ni la hora. Alquilaban habitaciones por tiempo limitado, previo pago de una cantidad más que considerable, aunque con los clientes habi­tuales solían tener un detalle, pues dejaban una botella de champán en la habitación para el disfrute de la pareja.

De regreso, el Pirata contaba las experiencias de su relación con la señora, sacándolos de sus casillas, en tormenta hormonal de tes­tosterona. Y encima, de lo que adolecían los demás, a él no le falta­ban en el bolsillo dos mil pesetas.

Ese sábado acudió con una ropa íntima de lo más sexy —lo cierto es que cada vez aparecía con un modelito distinto—. Real­mente la señora encendía la pasión en su compañero y, cómo no, en él cuando escuchaba sus relatos.

—¿Te acuerdas, Pontificio, de cómo iba vestida la semana pa­sada?

—Sí, con un abrigo que no se quitó hasta que estuvo a las puertas de la habitación, según contaste, ¿no?

—Exacto —dijo el Pirata—. ¿Sabes por qué no se lo quitó? Por­que debajo no llevaba nada, solo medias y tacones... ¡Absolutamente nada, tío, y encima se había teñido el vello púbico del mismo color que de la cabeza, rubio!

—¡No me lo puedo creer, tío! —respondió—. ¿Qué le das a esa mujer?, o mejor, ¿qué no le da su marido?

—¡Eso, eso! —decía el Pirata—. Parece que es una buena per­sona y muy moderno de ideas, por decir de ella. Me contó que tiene una malformación en el pene. Vamos, que apenas tiene picha, solo le vale para mear y nada más. Lo tienen hablado entre ellos, por eso permite que su mujer tenga flirteos con quien le guste o le apetezca, con la condición de evitar los escándalos y no dar que hablar.

Tras la confesión, pidió a sus colegas encarecidamente que no largaran nada. Le constaba que el marido tenía grandes amigos de alta graduación.

—Así pues, a tener el pico cerrado. Os prometo en compensa­ción que saldréis beneficiados, todo es cuestión de paciencia.

—¿Qué quieres decir, preguntó Pontificio?

—Bueno, estoy pensando proponerle que nos acostemos los tres con ella. No sé cómo responderá. A lo mejor me sorprende, ¿qué os parece?

—¡Joder!, ¿qué nos va a parecer? Nosotros, encantados. ¡Qué pa­sada! Esa tía, por lo que se ve, es muy liberal, pero de ahí a una cama redonda... hay mucho.

La verdad es que no resultó tan difícil, una semana antes de que se licenciaran vino la sorpresa. El Pirata dijo:

—Alojaros en el Hotel Las Rocas, que está en la carretera de Murcia. Nosotros nos alojaremos en otra habitación. Cuando llegue el momento os llamaré. No os preocupéis, lo he hablado y ha acep­tado con la condición de que no se lo contéis a nadie más, y será la única vez, ¿aceptáis?

—¡Qué preguntas tienes, Pirata! ¡Cómo no vamos aceptar!, ver­dad, ¿Comodón?

Sonó el teléfono de la habitación, para que nos dirigiéramos a la habitación de la pareja. No pude evitar preguntar a Comodón cómo se sentía. Me respondió que nervioso y muy expectante. Golpeamos la puerta, el Pirata la abrió lentamente, escondiéndose detrás de ella, por estar desnudo. La entrada daba acceso a un pasillo, a mano de­recha se encontraba el cuarto de baño. La habitación, ligeramente en penumbra, las cortinas, tipo ignífugas, cerradas en su totalidad, producían una oscuridad como si fuera casi de noche.

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