—Cierto —respondió Luis—, pero no crea que ahora es menos. En aquella época suponía el poder supremo, al que se supeditaban reyes, emperadores y cualquier otro poder terrenal. Dueños de vida, hacienda y demás cosas, de las que disponían a su libre antojo. Con la sola amenaza de mencionar excomunión, bastaba. Imagínese, para la gente corriente, sin más, a la hoguera. ¿Quién desafiaría tamaño poder? ¿Quién pondría su vida o su fortuna en peligro? En 1577, Arias Montano llegó a El Escorial con el encargo de catalogar y expurgar la biblioteca, tarea a la que se dedicó diez meses entre los años 1577 y 1592. Estuvo en cinco ocasiones en el monasterio cumpliendo órdenes del rey. No las cuestionaba en nada, para no verse envuelto en situaciones que no deseaba, ya que esta ingrata tarea era intelectualmente poco estimulante para él. En 1579 se quejaba al secretario real, Zayas, en estos términos: «Servir a esta casa en cosas que un muchacho podría y sabría mejor aprovechar, verme ocupado en cosas de ningún fruto, con 53 años a mis espaldas, mucha flaqueza y ningún regalo». Apelaba no a regalos materiales, sino de otro tipo. Hoy en día sería lo que llamamos popularmente la palmadita en la espalda.
A pesar de que en El Escorial tuvo seguidores, como el ya mencionado Sigüenza y el propio prior Miguel de Alaejos, no le gustaba el trabajo ni el monasterio, en el que nunca se integró. Solía alojarse fuera, en la villa, en casa de Sebastián Santoyo, actualmente en el término municipal de Las Navas del Marqués.
En 1584 se lamentaba, de nuevo, al haber sido llamado a El Escorial sin tener en cuenta su edad ni su frágil salud; de modo que había sido encerrado, otra vez, en aquella cárcel. Su labor en la biblioteca escurialense fue, sin embargo, destacada, pues la organizó, clasificó y catalogó por primera vez, y cuando la ocasión lo justificaba, especialmente en relación con los manuscritos árabes, fue auxiliado por el médico morisco Alonso del Castillo, lo que dio como resultado uno de los fondos en esa lengua más ricos de Europa.
El sello de su influjo quedó reflejado hasta en la arquitectura, por su idea de colocar a los seis reyes de Judea en la fachada de la basílica. ¡Fíjense hasta dónde llegaba su influencia con el rey! Escribió unos textos que finalmente no se colocaron en sus bases. Igualmente en la biblioteca dejó su impronta, ideando la colocación del grupo pictórico con el grupo de las musas de las artes de Pellegrino Tibaldi, así como su retrato situado en el costado de uno de los ventanales, próximo al códice. Las obras del salón de la biblioteca finalizaron en torno a 1594. Se colocaron los libros, según los deseos del rey, con los lomos hacia la pared, de forma que las hojas miraran hacia fuera, para que los filos dorados iluminaran la estancia en perfecta armonía con las pinturas de la bóveda.
Pontificio y Patricio se intercambiaban miradas de complicidad, desbordados por los conocimientos de Luis. No se atrevían a interrumpirlo, seguían atentos a cuanto iba diciendo.
—El códice formó parte de la colección de la princesa Margarita, hija del emperador Maximiliano y fue consultado por el mismísimo Erasmo de Róterdam para la preparación de su Novum instrumentum, obra que ocupa el culmen de la producción erasmiana.
El Códice Áureo tiene ciento setenta y un folios, con un peso de trece kilogramos, un alza de más de medio metro, y el ancho de página de trescientos treinta y cinco milímetros. Para su encuadernación (cosida a mano) se utilizó piel de cabra de primera calidad de color rojo, nervios de cuero, estampación a volante, en oro; los herrajes, de latón chapado en oro, y las cabezadas, bordadas a mano. Todo de la más alta calidad.
Ninguno se apercibió de la entrada de la señora de la casa hasta oír el campanilleo de las llaves al chocar contra el cristal del florero de la entrada; alertados, escucharon la sintonía de unos tacones de mujer que se aproximaba. Luis hizo silencio, sabía que eran las pisadas de su mujer. Solo le quedó girar la cabeza hacia el lugar donde presumía iba a entrar la propietaria de los tacones que sonaban como notas musicales por el salón.
Caballerosamente, Luis se levantó, seguido por sus acompañantes, y, acercándose a su mujer, le dio dos besos en la mejilla de forma que la cara de ella quedó en la dirección donde se encontraba Pontificio, que sintió cómo le clavaba la mirada.
—Me alegra que estén aún aquí, ¡qué les estará contando Luis! Seguro que les estará hablando de coches.
—No querida —respondió Luis—, han venido en plan profesional.
—¡No me digas! ¡Qué interesante! ¿Qué mal hemos hecho, Luis?
Y mientras hablaba dirigió, de nuevo, la mirada a Pontificio.
Patricio salió al quite:
—No por favor, no lo tome al pie de la letra. Su marido es una gran persona y un erudito en un personaje que, por casualidades de la vida, está relacionado con la actual investigación de mi compañero, y de paso con él mismo por tener la misma procedencia. Luis nos está ayudando de sobremanera, ya que conoce como nadie a nuestro ilustre personaje, que no es otro que don Benito Arias Montano.
—¡Ah, por supuesto! —respondió, y con un elegante gesto tocó las palmas.
La sirvienta apareció de nuevo en el comedor, bandeja en mano con una bebida que depositó diligentemente en la mesa, a la vez que continuó:
—No interrumpan su conversación. ¿Les molesta que me siente un rato a escucharlos?
—Por supuesto que no —respondió Luis—. Tú eres siempre bien recibida.
Felisa tomó asiento cruzando las piernas de forma muy insinuante (al menos así le pareció a Pontificio), quedando expuesto a su mirada el muslo derecho de forma claramente intencionada.
La presencia de Felisa enfrió el diálogo. A Luis le costaba retomar el tema, ante su mujer no quería parecer un charlatán. Había asumido que el protagonismo fuera siempre de ella; consciente de su belleza, de su toque de glamour. Su hermosa mujer no pasaba desapercibida, no le era ajeno que excitaba a los hombres, y en aquellos momentos estaba encendiendo a Pontificio, cosa que tenía asumido, lo tomaba como un juego; bien es cierto que quien había abierto la caja de los truenos había sido precisamente él.
—¿Cuándo vamos a organizar una cena con nuestros amigos?
Felisa, como si nada y dirigiéndose a Pontificio, le preguntó si era casado, quien respondió con un rotundo «¡No!, tengo amigas...».
—¡Qué interesante! Vale, en unos días organizamos algo. No todo van a ser reuniones de trabajo, ¿verdad?
—¡Claro, claro! —respondieron los dos amigos.
Entre copa y copa y risas, las miradas encendidas no pasaban desapercibidas al resto de los presentes, que se cruzaron con las procedentes de la sirvienta, que casualmente entró en escena. Pontificio se dio cuenta de que las miradas entre Luis y Sandra, la asistenta, iban en el mismo sentido.
Se despidieron dando las gracias por la cálida acogida, acompañados por los anfitriones hasta la puerta con el compromiso de una cena acompañados de sus mujeres. Felisa, con cierta curiosidad y sin importarle la presencia de su marido, se dirigió a Pontificio:
—Mi querido teniente, ¿a quién nos traerá de acompañante?
Patricio se apresuró a contestar sin dejarle hablar:
—¡Uf, mi amigo en eso de las mujeres es un fenómeno! Nos sorprenderá, ya lo verán.
Pontificio se ruborizó ante una insinuación tan directa hecha en presencia de su esposo, a la vez que estupefacto por las miradas de Luis hacia la sirvienta, que Felisa no ignoraba. En fin, estaba lleno de curiosidad e incertidumbre. Este tipo de relación de pareja últimamente se llevaba mucho, conocido como de buen rollito, donde todos salían beneficiados.
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