José Luis Borrero González - Operación Códice Áureo

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El Códice Áureo, manuscrito del siglo XI depositado en la Real Biblioteca del Monasterio de El Escorial, es una pieza de gran valor histórico, económico (por su caligrafía e iconografía en oro) y sentimental para Felipe II, por ser el regalo de su tía María de Hungría, gobernadora por entonces de los Países Bajos.El rey encarga a D. Benito Arias Montano localizarlo y traerlo a España. A partir de ese momento emergen los personajes Alonso Osorio de la Alameda y Fermín González Escudero, quienes desde sus lugares de nacimiento (Mijas y Baza) viven aventuras, persecuciones, amores y traiciones en su devenir por la Málaga y Sevilla del siglo XVI, donde coinciden con D. Miguel de Cervantes Saavedra, para viajar con los Tercios por el Camino Español desde Italia hacia Flandes.En un entramado de novela histórica, se imbrican aquellos viejos tiempos en una investigación policiaca actual, que apasionará al lector desde el primer renglón, hasta el inesperado desenlace. Beneficios íntegros destinados a Cruz Roja y Adipa Antequera.

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—Es producto de mi ansiedad, estoy tan nerviosa que no soy consciente de la velocidad de mis palabras. Repito, lo siento, trataré de narrarle lo sucedido más despacio. Como iba diciendo, se trata de un códice que data del siglo XI. Se hizo en el monasterio de Ech­ternach, situado hoy en día en Luxemburgo. Realizado a mano por los monjes benedictinos, escrito en hojas de pergamino de 507 × 355 milímetros, compuesto por ciento setenta y un folios.

Llegó a España a manos del rey Felipe II, quien lo depositó en la Biblioteca del Palacio de El Escorial bajo la dirección del insigne e ilustre humanista, experto en exégesis bíblicas y en lenguas orienta­les, don Benito Arias Montano. Este, a su vez, se encargó de prote­gerlo para su traslado, adoptando una especial cautela, consciente del valor del códice y porque su rey le encargó traerlo a España en una auténtica aventura digna de una gran película.

Es algo excepcional por las características del texto, distribuido en dos columnas. No tiene en sus hojas tachaduras ni enmienda al­guna, cosa, por otra parte, normal para la época.

Fue realizado a mano por los monjes, como antes le comenté, con la paciencia infinita de aquellos, su menesterosa, abnegada y ca­llada laboriosidad, en la que no se permitía bajo ningún concepto un mínimo error. Como usted debe de saber, y si no gustosamente se lo explico, en aquella época se hacía todo a mano.

Ante el comentario fuera de lugar, el Guardia ni se inmutó, pro­siguiendo su tarea tratando de escribir todas sus palabras: «De ex­traordinario valor ornamental, con gran variedad de marcos o encumbramientos en casi todos los folios o pergaminos».

—La caligrafía, al igual que la iconografía, son de oro, dibujadas a mano una por una, espacio por espacio: trabajo de chinos, como diríamos hoy, de sentir que se estaba haciendo algo que se proyec­taría (como así ha sido) por los siglos de los siglos. Es sencillamente viajar con la belleza en el tiempo, válida para todas las épocas.

En la impresión se utilizaron los siete colores del arcoíris. No hay mezcla alguna, en esa época no se hacían, sobre todo en los libros religiosos.

En ese preciso instante, el joven escribiente pareció salir del ale­targamiento de tantas notas de tipo descriptivo. Pensaba que era la primera vez que le denunciaban la sustracción de un objeto tan va­lioso y él no tenía que ir preguntado para sacar al denunciante los datos o descripción del objeto sustraído. Por otra parte, era gratifi­cante, porque a la vez que copiaba iba aprendiendo cosas de las que desconocía su existencia. Comenzaba a encontrarse a gusto con la redacción de aquella denuncia. Seguidamente preguntó:

—¿Y dice usted que el libro en cuestión está escrito en letras de oro? Luego el libro, perdón, el códice, tendrá un gran valor econó­mico. ¿Podría hacer usted una valoración de este?

—Para una valoración aproximada precisaríamos de un tasador especializado, aunque yo, por supuesto, puedo asegurar que se trata de uno de los ejemplares más valiosos del mundo. Como le digo está escrito con letras de oro, digamos que unos 300 gramos de oro por metro cuadrado de pergamino.

—¿Recuerda usted los folios o pergaminos que hay escritos?

—Pues eche usted mismo la cuenta, y recuerde que en una tasa­ción de este tipo entran otros factores coadyuvantes que, incluso con mi alta capacitación, no puedo valorar. He de aclarar que real­mente su valor no radica en el oro, eso es lo de menos. El códice en sí es una verdadera obra de arte.

—Sinceramente —comentaba Deolinda dirigiéndose al guar­dia—, no me explico cómo ha podido ocurrir.

Al pronunciar esta frase movía la cabeza de izquierda a derecha.

—Se ha revisado la sala concienzudamente una y otra vez, y de­finitivamente no está. Ha desaparecido. Vamos, que lo han robado —afirmaba de forma categórica—. ¡Dios mío, esto no ha ocurrido nunca y me tiene que suceder a mí, máxime cuando es el original!

Al oír esto el guardia perplejo, exclamó:

—Entiendo que usted me está hablando, desde el principio, del original.

Deolinda comprendió que se había expresado mal, o al menos debía matizar su comentario anterior:

—Sí —dijo—, el lugar donde habitualmente se expone el códice es en la biblioteca. Lo que exhibimos es un facsímil, precisamente por su valor, para evitar el robo o los daños que se le pudieran oca­sionar. El bueno lo guardamos cautelosamente en la caja fuerte. Hace unos días decidí exponer el original para que pudiera ser con­templado por el público que visita la biblioteca solo por unos días. La decisión ha sido mía, y totalmente mía, porque creo que debe ser contemplado de vez en cuando. ¡Ha tenido que pasar por mi impru­dencia, es terrible!

—Bueno, tranquilícese, ya ha sucedido. Las cosas pasan, a veces no podemos impedir que ocurran —dijo el guardia en un claro in­tento de consolarla—.

Deolinda percibió la manera rutinaria de hacerlo, como si estu­viese acostumbrado a ello, quizá debido a las innumerables denun­cias que pasaban al día por el teclado de su máquina.

—Quisiera preguntarle algo más. Supongo que la biblioteca dis­pondrá y nos podrá facilitar documentos gráficos del códice.

—Sí, sí, los que necesiten. Les puedo entregar fotografías, si así lo prefiere; no obstante, hay algún facsímil más.

Deolinda nunca había sentido tanta congoja. Entendía que quien, únicamente, podría resolver el caso sería la Guardia Civil (si es que podían, claro está). A ella no se le escapaba que esta desaparición era obra de gente especializada.

Incontroladamente, en voz alta sin poder evitarlo, desnudando su corazón ante aquel joven de veintitantos años que, probablemente por su juventud, no alcanzaría a entender la gravedad del caso y le daría tal vez menos atención de la que merecía (aunque hasta el mo­mento no tenía motivos para quejarse), imploró:

—Por favor, pongan ustedes el máximo interés en la recupera­ción del códice, es algo que sobrepasa lo normal, una reliquia que la humanidad no debe perderse, un legado histórico, único e irrepeti­ble, por el que tengo, digo, tenemos la obligación de preservar para las futuras generaciones.

—No se preocupe —respondió, como si tuviese la respuesta pre­parada—, por lo que veo, se trata de un caso muy importante, para el que tenemos competencia, por lo que de inmediato se ocupará nuestra Policía Judicial, quien lo derivará al equipo de especialistas: el Grupo de Patrimonio Histórico. Bueno, solo queda que le haga el ofrecimiento de acciones y firmar la denuncia amén de tener un poco de suerte para su recuperación. Por otra parte, he de decirle que se pasarán por la biblioteca para hacer la inspección técnica po­licial. ¿Estará usted?

—Por supuesto. ¿Me comunicarán el momento para acompañar­les y asesorarles en la medida de lo posible?

—Tardaremos en ponernos a punto una hora aproximadamente.

Una vez en la calle, inhaló una gran bocanada de aire fresco pro­cedente de la sierra, pero incluso eso le venía negado. No consiguió eliminar la pesadez que le oprimía el pecho hasta impedirle la respi­ración, se sentía cansada. El trámite de la denuncia no había sido muy complicado. Guardó en el sobre una copia firmada y sellada. A saber qué dirían los altos cargos, quizá le recriminasen la impruden­cia de colocar el original en la exposición. Tendría que dar muchas explicaciones, era lógico y lo aceptaba.

Aurelio, bedel de la biblioteca y su conductor ocasional, lo notó y no pudo evitar decirle:

—Señora, usted no tiene la culpa. No sufra, de lo contrario va a enfermar, solo hay que verle la cara. Ha hecho lo que tenía que hacer, en primer lugar buscarlo, luego denunciarlo. No hay más, a partir de ahí entran estos señores —refiriéndose a los guardias— y la pro­videncia, a la que habrá que encomendarse.

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