José Luis Borrero González - Operación Códice Áureo

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El Códice Áureo, manuscrito del siglo XI depositado en la Real Biblioteca del Monasterio de El Escorial, es una pieza de gran valor histórico, económico (por su caligrafía e iconografía en oro) y sentimental para Felipe II, por ser el regalo de su tía María de Hungría, gobernadora por entonces de los Países Bajos.El rey encarga a D. Benito Arias Montano localizarlo y traerlo a España. A partir de ese momento emergen los personajes Alonso Osorio de la Alameda y Fermín González Escudero, quienes desde sus lugares de nacimiento (Mijas y Baza) viven aventuras, persecuciones, amores y traiciones en su devenir por la Málaga y Sevilla del siglo XVI, donde coinciden con D. Miguel de Cervantes Saavedra, para viajar con los Tercios por el Camino Español desde Italia hacia Flandes.En un entramado de novela histórica, se imbrican aquellos viejos tiempos en una investigación policiaca actual, que apasionará al lector desde el primer renglón, hasta el inesperado desenlace. Beneficios íntegros destinados a Cruz Roja y Adipa Antequera.

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El padre le había contado casos que llevaron a algunas familias de guardias a la desesperación, ante la enfermedad de los hijos de­bido a los costosísimos tratamientos, con la única ayuda de la Sani­dad Militar, donde los guardias no eran muy bien recibidos. El Ejército se componía de una casta distinta, en la que solo buscaban beneficiarse ellos y sacar del pastel la mejor tajada, por aquellos en­tonces pertenecer a la mal llamada carrera militar y tener una gra­duación, que, aunque fuera pequeña, daba cierto renombre en una sociedad caduca y militarizada por demás.

Benigno y Casilda procedían de la localidad de Santa Bárbara de Casa, en la provincia de Huelva. Pueblo serrano, de buena gente, tanto que no se conocía la delincuencia, excepto por las rencillas y enemistades de algún vecino o hermanos por tierras o herencias lle­vadas más allá de la muerte y trasmitidas de generación en genera­ción. Sus padres contaban que los barbaritos hablaban con un deje que solo los de allí sabían identificar. Las comunicaciones con las poblaciones cercanas —Rosal, Aroche— eran sumamente compli­cadas, por caminos pedregosos; por eso en su aislamiento las fami­lias se llevaban como si fueran una sola, ayudándose y prestándose apoyo mutuo. Así ocurría que cuando alguno se encontraba fuera del pueblo y se topaba con un paisano, el barbarito nunca se encon­traría solo.

Benigno, al ingresar en la Guardia Civil, fue destinado a otro pue­blo, el Cerro de Andévalo, pueblo minero y agrícola, a pesar de que era mucho decir, porque en su término municipal no había ninguna mina y, en cuanto a la agricultura, era de pura subsistencia. Las minas se encontraban en los pueblos de los alrededores, distantes como mucho a dos decenas de kilómetros: La Zarza, San Telmo, Valdela­musa, Tharsis... Distancias que debían salvar con sus propios medios tras agotadoras jornadas de trabajo.

Los que trabajaban la mina se solían levantar antes del amanecer. Pedaleando en sus bicicletas se reunían en el Sevillano, donde se me­tían entre pecho y espalda unas cuantas copas de aguardiente de las Tres Casas, de Zalamea la Real, para templar el frío mañanero, que rápidamente perdían al ritmo de los pedales. Como impedimenta en sus bicis portaban el carburo y el talego, donde sus mujeres metían un mendrugo de pan duro y chorizo o tocino. El queso y la fruta, que ya era mucho tener, eran para los niños.

La jornada en la mina finalizaba a las cinco de la tarde, hora a la que pedaleando regresaban a sus hogares para sentarse alrededor del brasero o al calor del fogón de la cocina, donde esperaban lo que cayera, consumiendo cigarrillos de caldo de gallina que inundaba la estancia de un sabor rancio y apestoso que las mujeres soportaban como cosa añadida al varón, cuando en realidad a lo único que de­bería oler la casa era a ricos potajes, ¡si los hubiera, claro!

Las gentes del Cerro eran encantadoras, a pesar de las precarie­dades económicas en las que vivían; parece ser que a más miseria mayor bondad. Aunque por la comarca circulaba un dicho que no honraba a sus habitantes, ni al pueblo en sí, que decía: del Cerro, ni mujer ni perro; si es al revés, ni perro ni mujer.

Esta bondad y buenas maneras se manifestaban al igual con la autoridad. No daban problemas, a lo sumo —cuando los había— con una llamada de atención se solucionaba, cuando no con una sutil advertencia dicha desde el púlpito, que también se empleaba como guardián del sentido del orden y las buenas costumbres entre los parroquianos. Los curas utilizaban su poder de una manera muy sibilina, aunque hay que decir que este tipo de directrices iba con la persona que desempeñara el cargo. Hubo uno que decidía hasta las películas que se proyectaban en el cine y asistía a todas las funciones, para verificar si sus sugerencias se cumplían; de lo contrario desde el púlpito, en la misa dominical de las doce, echaba fuego sobre los temerosos feligreses, que se encargarían de advertir a los dueños del negocio, con miradas iracundas de desaprobación, y la mayoría im­ponía su criterio. No había lugar para los innovadores o creadores de nuevas tendencias.

Los guardias también usaban para sus servicios bicicletas, al igual que los lugareños, con la diferencia de que las del Cuerpo eran más robustas y pesadas; parecía como si lo hicieran aposta. La tarea se complicaba cuando el terreno se empinaba, tocaba caminar con el biciclo a remolque; era un esfuerzo titánico que se amortiguaba con buenas viandas, aunque circulaba entre las gentes el dicho de que la vaca da poca leche, pero alguna cae. Comentario que se hacía en re­ferencia a los emolumentos que daba el Estado por el desempeño de la profesión y que realmente no daba para mucho. Escasamente se cubría el mes, de tal manera que tanto a Deolinda como a su her­mano Gumer los vistieron de verde, pues Casilda, como buena aho­rradora, aprovechaba la uniformidad en desuso de su esposo para hacer faldas, pantalones o chaquetillas, hecho que quedó reflejado para la posteridad en la foto escolar al uso de la época, esa en la que aparece el niño o niña sentado en una mesa rodeado de un mapa de la península ibérica de fondo, crucifijo a la derecha y el globo terrá­queo al otro lado y en las manos un libro de lectura, dando a enten­der que el susodicho saldría para un trabajo entre libros.

Los guardias, al finalizar cada día el servicio, se afanaban en lim­piar las bicicletas, ya que al ser un bien del Estado eran objetivo de continuas revistas; por ello debían mantenerlas inmaculadas y relu­cientes, de lo contrario caía el correspondiente correctivo.

Benigno se complicó la vida —y la de la familia— por ser alguien en el Cuerpo, cuando se le ocurrió inscribirse para hacer el curso de cabo; en realidad la diferencia económica era mínima y llevaba apa­rejado un traslado, cambiar de costumbres y hasta de forma de ha­blar.

Fue destinado en Madrid a un pueblecito de la sierra pobre y tam­poco se libró de ir concentrado a las provincias vascas, donde el te­rrorismo de ETA se estaba cebando con la Guardia Civil, ya que por esas fechas era la única institución del Estado que estaba pre­sente en la Vascongadas y, claro, lo pagaban con ellos. Como si los trabajadores de Hacienda, Correos o Justicia, por ejemplo, no re­presentasen al Estado; pero no, la Guardia Civil estaba considerada como fuerza de ocupación. En realidad los guardias iban a aquellas tierras obligados generalmente a cumplir con su trabajo, haciendo cumplir las normas como era su deber. Lo cierto es que la mayoría de los muertos los ponía la Guardia Civil.

Su destino como cabo comandante de puesto, sin la debida ex­periencia y con diez guardias a su cargo, le obligó a aprender en el mando rápidamente a base de responsabilidades, pero también le proporcionó el orgullo de sentirse alguien. Fueron los galones que con más altanería lució. Se sentía como un general, a pesar de ser un pequeño escalón en la jerarquía de la Benemérita.

Una de las experiencias más duras que tuvo que soportar fue asis­tir al sepelio de uno de sus hombres, al que sorprendieron como si fuera una presa de caza, sin posibilidad de defensa. No llegó a probar el café del desayuno que se disponía a tomar, cuando un valiente gu­dari —si a lo que hizo se le puede denominar valentía— le desce­rrajó un disparo en la sien. La gente que en esos momentos se encontraba en el bar no hizo ni vio nada, al parecer todos estaban ocupados. Nadie quiso dar datos del asesino, a pesar de ir a cara des­cubierta y llevar tiempo en el bar.

El miedo es muy grande y libre, sobre todo cuando peligra tu vida si te vas de la lengua. Por otra parte, los informadores estaban por todas partes y no te podías fiar de nadie. Es el pueblo el que lu­chaba contra las instituciones; bueno, mejor dicho, con una sola: la Guardia Civil, a cuyos miembros con desprecio denominaban chacurras y contra quienes se ejercía toda la violencia que fuera necesaria, porque la Guardia Civil no volvía la cara para otro lado, jamás lo haría costase las vidas que costase. La institución permanecería allí hasta que el Gobierno ordenase lo contrario. La presión ejercida era extrema, contra ellos se podía hacer de todo, incluso atacar a las es­posas e hijos, ¡lo más ruin! No hay cosa más desagradable para un padre que tener conocimiento de que a un hijo lo amenazan en el colegio, diciéndole: «Tu padre tiene los días contados».

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