Antonio Ortiz - Lo que nunca te dije

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Camilo y Laura son dos hermanos inseparables, populares en el colegio y con dos padres dedicados a ellos. Pero la realidad de la familia es mucho más oscura de lo que se puede ver a simple vista. Las drogas se vuelven un ritual constante para Camilo y, casi sin darse cuenta, su adicción va desmoronando su hogar. Laura, por su parte, se ve excluida de ese retrato familiar, por lo que se aísla y se aleja en su soledad, buscando su propia identidad. Poco a poco, Camilo intenta hacer un análisis y retrato de su vida, y nos adentra en un viaje lleno de altibajos, donde nos cuenta en detalle su lucha por vencer sus demonios, reivindicar a su familia y sobrevivir a sus tragedias personales.

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Me pregunté por el camino muchas cosas, pensé en las palabras que nunca le dije a mi hermana; en los momentos que no pasé con ella; en tantas y tantas veces que me llamó, me escribió y yo solo me quedé callado; pensé en todas las preguntas que me hizo y yo nunca respondí.

No es la distancia lo que separa a las personas, sino el silencio malévolo que las envuelve como serpientes venenosas y poco a poco las estrangula.

Lau y yo siempre tuvimos una excelente relación. Sin embargo, como suele pasar en esta vida, damos las cosas por sentadas, y nosotros no fuimos la excepción. Nunca piensas que la existencia pueda ser tan frágil y que en cuestión de minutos esa persona con la que hablabas ya no esté, o tal vez seas tú quien ya no esté y dejes ese espacio vacío.

* * *

Cuando llegamos a la casa vi los troncos del jardín en los que solíamos sentarnos de niños, la vi correr allí, alegre, inocente y sin ninguna clase de miedo. Allí mismo nos habíamos sentado una tarde en la que me pidió que por favor dejara de consumir, que las drogas no me llevarían a nada bueno.

Ella buscó el momento preciso e intentó contarme por qué se sentía tan triste, quiso decirme algo que tenía que ver con ella, y yo solo me levanté, le di un beso en la frente y me perdí por dos días, de los cuales no recuerdo nada.

Al volver a la casa, Lau no solo evitó una tragedia, sino que me tranquilizó como solo ella sabía hacerlo.

Yo me había perdido en un coctel de drogas y alcohol con los que creía que eran mis amigos. Había salido un viernes y regresado el domingo. Fue tan bajo lo que caí, que mi organismo se desordenó de tal manera que ya no podía controlar mis esfínteres. Llegué golpeado, no porque alguien más lo hubiera hecho, sino porque estaba tan drogado que perdí el equilibrio y me caí varias veces. Estaba sin un peso y completamente sucio. El cuadro familiar no podía ser más patético: mi mamá de rodillas, dando las gracias a Dios porque yo había aparecido, Lau suspirando para mostrar su alivio, y mi papá, bueno, él perdió la paciencia y me dio toda la cantaleta posible.

—Camilo, si va a seguir en esas es mejor que coja camino porque esta no va a ser más su casa. Usted está al borde de la indigencia y este no es un refugio para drogadictos. Mire a su mamá, se la ha pasado llorando todo el tiempo. Patricia, deje de llorar por este vago que además llega cagado a la casa, ahí tiene a su bebé convertido en una piltrafa humana.

Las palabras de mi papá estallaron en mi cabeza, tal vez no fue lo que decía sino cómo lo decía y, sobre todo, la forma en la que le habló a mi mamá, o quizá esa era la excusa que yo estaba esperando para explotar.

Todo fue subiendo de tono. Acompañando el volumen de nuestras voces, los empujones se hicieron presentes, adornados por los gritos de mi mamá y el llanto de Lau. Mi papá me dio una bofetada, y yo reaccioné y le tiré una patada que se estrelló en la parte exterior de su muslo izquierdo. Lo vi cojear, no sé de dónde sacó un palo y vi en sus ojos la intención de golpearme, así que se lo quité de las manos y traté de pegarle con todas mis fuerzas. En medio de la lucha, mi mamá cayó y se golpeó contra el comedor, mientras Lau, mi papá y yo forcejeábamos en una danza violenta hasta llegar a las escaleras. Él me sujetó con fuerza, al tiempo que Lau fue a levantar a mi mamá. Ahora los hombres de la casa estábamos solos en esa lucha titánica. En un momento dado, mi papá quedó sentado sin saber qué hacer mientras yo, con torpeza, me zafaba de su yugo y levantaba el palo para golpearlo, entonces Lau apareció de la nada en medio de los dos.

—¡Si es tan machito, pégueme! A ver, lo estoy esperando. ¡Usted a mis papás no los toca! Son lo único que tenemos.

Su rostro, inundado de lágrimas, sus uno cincuenta y siete de estatura y su actitud desafiante me hicieron reaccionar. Solté el palo y me arrodillé para llorar con ella y decirle cuánto lo sentía, les pedí perdón a todos, pero mi papá no estaba dispuesto a ceder. Todavía en estado de recuperación por la pelea, trató de arreglarse la camisa y calmarse un poco para decirme:

—Busque para donde irse porque yo, así como está, no lo quiero acá. Váyase con los hampones de sus amigos y con la putica esa con la que anda. A mí me respeta la casa.

Lau lo amenazó con irse conmigo si insistía en sacarme de allí, y así compró tiempo para que yo pudiera quedarme.

Los días por venir fuimos unos autómatas, el silencio reinaba en la casa, mi mamá me insistía con el desayuno, Lau bajaba las escaleras y se dirigía hacia la ruta, y yo caminaba detrás de ella. Mi papá salía muy temprano y regresaba muy tarde, evitando estar en la casa ante su incapacidad para saber qué hacer. Nos volvimos una familia fantasma, teníamos problemas y no queríamos enfrentarlos, solo deseábamos que, de alguna u otra forma, aquello que nos agobiaba desapareciera, aunque ninguno hacía nada en absoluto por lograrlo.

Mis papás estuvieron todo ese tiempo esperando a que les llegara la noticia sobre un accidente fatal en el cual yo perdía la vida, una sobredosis, una pelea, no sé, pero el destino en su ironía nos dejó ver que, quien creíamos libre de todo problema y de todo pecado, sería la protagonista de ese macabro titular.

Lau y yo tomamos rumbos muy distintos, pero igualmente peligrosos. La diferencia fue que el mío era evidente y ruidoso, y el de ella, bueno, ese camino fue espinoso, silencioso y toda una olla a presión, una bomba de tiempo casi imposible de desarmar, escondida en lo más recóndito de su corazón.

* * *

Recuerdo que llegamos a la casa y abrí la puerta del auto para bajarme. El frío me calaba los huesos, el gélido viento silbaba como un llanto desgarrador que rompía el silencio en el que me había encerrado.

Alguno de los vecinos corrió su cortina para ver mi imagen, para ver el lamentable estado en el que me encontraba y en el que quedaría cuando confirmara la noticia. Recuerdo que llegué a la puerta y, con un temor gigantesco, timbré…

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