—Es tu mamá —me dijo con tristeza en la voz.
Tomé el teléfono como si fuera un aparato explosivo. Al otro lado escuché la voz de mi mamá, sus palabras eran difíciles de entender, su voz temblorosa y entrecortada anunciaba algo sobre mi hermanita Lau, un año menor que yo. Mi mamá repetía todo el tiempo lo mismo, y era como un mensaje en clave morse.
—Cami, Lau se nos fue… Lau ya no está con nosotros… Cami, tu hermana… Lo siento mucho…
Me costó mucho asimilar lo que mi mamá me acababa de decir. fue difícil procesarlo. Mi pequeña hermana, a la que siempre juré proteger, había muerto. Ya no me acompañaría en esta vida.
Fue ese punto de quiebre el que me hizo despertar de alguna manera. El dolor que se siente en una situación de esas es indescriptible y, aunque la gente te dice que debes ser fuerte, que debes mantener la entereza, o aunque vengan y te abracen diciéndote “Lo siento mucho”, nada en el mundo puede aliviar la tristeza tan grande que se adueña de ti.
Me quedé con el teléfono en la mano por unos segundos. Detrás de la silla de la directora había un cuadro del Sagrado Corazón de Jesús. Me detuve a observarlo y sentí que me devolvía la mirada. Le pregunté una y mil veces por qué se había llevado a mí hermana, por qué todo seguía saliéndome mal, pero no obtuve respuestas, o tal vez no había sido capaz de entenderlas.
Muchos dirán que ese es el castigo que me merecía por todo lo malo que hice, y quizá tengan razón, sobre todo porque vivimos en una sociedad donde la justicia no funciona. No obstante, preferiría cien mil millones de veces pagar mi condena en un reformatorio, en una cárcel o ser torturado de la peor manera a sufrir de ese modo. No sé si existe el karma o si solo es una excusa que usamos para justificar que debemos aceptar las consecuencias de nuestras acciones, pero exista o no, la ley de causa y efecto es una realidad, y yo no fui inmune a ella.
Las cosas comenzaron muy temprano. Caímos en la trampa de la conformidad y de creernos el cuento de la familia modelo.
Vengo de un hogar amoroso, mis papás siempre han sido personas que se preocuparon por sus hijos, iban a todas las reuniones del colegio y nunca faltaron a los talleres escolares, pero nada de eso los preparó para la debacle que les esperaba. Fuimos víctimas de una sociedad tóxica que se alimenta y se fortalece con los mensajes contradictorios dictados por los adultos.
A diferencia de lo que muchos podrían pensar, al principio mi hermana y yo éramos unos niños ejemplares, bien educados y “temerosos de Dios”. En síntesis, éramos lo que esta sociedad llama unos “niños bien”, provenientes de una “familia bien”.
Siempre estuvimos en el mismo colegio y, aunque con seguridad algunos podrían culpar a las directivas y a los profesores de nuestras decisiones, estas las terminamos tomando nosotros, y creo que el juicio de responsabilidades arrojaría que ellos son más inocentes de lo que se presume. Todas las cosas parecían estar marchando a la perfección, hasta que llegué a sexto grado. Ahí la historia comenzó a escribirse hacia el declive.
Samuel Gómez, a quien llamábamos Sammy, siempre fue mi mejor amigo. Entramos al colegio el mismo día, y desde ese instante nos entendimos muy bien. Éramos dos niños que lo compartíamos todo: los juguetes, la lonchera, las rabietas, los sueños y las ilusiones.
Ambos fuimos piratas en nuestro mar de ilusiones, desenterramos tesoros en islas inhóspitas y luchamos las batallas más épicas en la historia del universo. Nos encantaba sentarnos a ver los partidos de fútbol e imaginar que éramos los jugadores de esos equipos, soñábamos con formar parte del Real Madrid o del Barcelona. Cuando jugábamos FIFA en la consola de videojuegos, no diferenciábamos entre la fantasía y la realidad, allí podíamos hacer todo lo que quisiéramos, nos sumergíamos en los gritos del estadio, la narración y la emoción de marcar goles. Pero cuando nos desconectábamos, todo volvía a una realidad fatigante, esa que te sume en el barro y te marca para siempre.
En el colegio jugábamos fútbol en el descanso y el almuerzo para que el profe de Educación Física, que también era el entrenador de fútbol, nos eligiera como parte del equipo. Tratábamos de hacer lo mejor, recordábamos las gambetas de los partidos que veíamos en televisión y de los que jugábamos en el Play, e inventábamos jugadas mágicas, o por lo menos así lo creíamos.
Sammy se tropezaba bastante y se caía todo el tiempo. Su peso lo hacía fatigarse con facilidad y no contaba con buena ubicación espacio-temporal, cuando más brillaba el sol, uno podía ver su figura regordeta, decorada con rizos en la cabeza, levantando las manos, siempre pidiendo el balón. Ni él mismo sabía en qué posición jugaba, estaba por todo el campo, caminaba cuando tenía que correr y hacia lo contrario cuando debía caminar; algunos decían que jugaba de estorbo derecho. Siempre que me metía en problemas era por defender la honra de mi amigo.
Santiago Díaz iba un curso por encima de nosotros, y era el típico adolescente arribista y soberbio que todo lo hacía bien, o casi todo. Era un delantero infalible que se ufanaba de jugar en las inferiores de Millonarios. Solo había que ver su Facebook, lleno de fotografías con trofeos, medallas y diplomas. Siempre estaba en forma, con sus músculos definidos y sus abdominales bien marcados. Fue goleador no sé cuántas veces en su categoría de los intercolegiados. Las niñas lo admiraban y se morían por él, todos lo idolatrábamos. Sachi, como le decíamos, siempre hacía de arquero en los descansos, pues le daba miedo que algún torpe o bruto lo lesionara.
Gabriel Vásquez, de nuestro curso, era el único estudiante negro del colegio. La razón por la que estudiaba con nosotros era porque su papá era un trabajador de mucha confianza del dueño de la institución, por lo que le otorgó una beca. Para nosotros, él era simplemente uno más de nuestros compañeros, pero sus habilidades con el balón eran quizá mejores que las de Sachi.
* * *
Estábamos metidos en uno de nuestros partidos, íbamos empatados. Siempre que podíamos jugábamos contra séptimo, apostando nuestro orgullo, nuestra dignidad y algo más. El encuentro estaba dos a dos, el premio era el uso exclusivo de la cancha por los próximos tres meses. Gabriel, en una de sus tantas jugadas, se sacó a dos de encima, adelantó el balón y saltó, esquivando al tercero que se había lanzado al suelo para sacarle la pelota. Su zurda mágica amenazó con sacar un remate fuerte al ángulo, pero con gran destreza y delicadeza filtró un pase magistral entre toda la defensa al costado derecho, dejando en inmejorable posición al jugador que llegaba por esa punta, mano a mano con el arquero. En esa situación, uno tiene dos opciones: pegarle o hacer el pase al medio para que otro anote. Ese día era prácticamente imposible no marcar el gol, a menos que quien tuviera el balón fuera…
Sammy había llegado por esa punta y, para sorpresa de todos, bajó el balón con gran habilidad con el borde interno del guayo. El arquero, Sachi, se había posicionado hacia el poste derecho, pensando que Gabriel patearía hacia ese costado. Todos gritamos al unísono “¡Péguele!”. Sammy levantó la cabeza, vio el arco solo y acomodó el balón para rematar, tiró su pierna derecha hacia atrás mientras Sachi corría a cerrarle el ángulo. Era lógico que, si Sammy usaba toda su fuerza, el balón entraría sin problema, y estuvo a milésimas de segundo de abrazar la gloria, milésimas que partieron en dos su historia, la mía y la de todos los que estuvimos allí.
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