Antonio Ortiz - Lo que nunca te dije

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Camilo y Laura son dos hermanos inseparables, populares en el colegio y con dos padres dedicados a ellos. Pero la realidad de la familia es mucho más oscura de lo que se puede ver a simple vista. Las drogas se vuelven un ritual constante para Camilo y, casi sin darse cuenta, su adicción va desmoronando su hogar. Laura, por su parte, se ve excluida de ese retrato familiar, por lo que se aísla y se aleja en su soledad, buscando su propia identidad. Poco a poco, Camilo intenta hacer un análisis y retrato de su vida, y nos adentra en un viaje lleno de altibajos, donde nos cuenta en detalle su lucha por vencer sus demonios, reivindicar a su familia y sobrevivir a sus tragedias personales.

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Quisiera decir que ese fantasma momentáneo que poseyó a mi amigo, haciendo dos movimientos de crack , también lo ayudó a meter el mejor gol de su vida, pero la verdad es que lo abandonó en el momento más importante.

Sammy volvió a ser el mismo torpe que parecía tener dos pies izquierdos: su remate nunca salió como todos esperábamos, fue tal la fuerza que le imprimió a su pierna que el guayo salió volando directo a la cara de Sachi, dándole el tiempo suficiente a los de séptimo para recuperar el balón. Todos tratamos de seguir jugando, pero Sachi había sido golpeado en lo más profundo de su orgullo. Las niñas que miraban el partido se reían de lo sucedido. Casi con seguridad, la mayoría de las burlas iban dirigidas a Sammy, pero algunos “Cómase el pie del gordo” llegaron a los oídos de Sachi.

Entonces arremetió contra el pobre Sammy, levantándolo a patadas, tirándole un guayo a la cara y arrojándolo al suelo.

—¿Qué le pasa, gordo remarica? Lo voy a reventar…

Cuando escuché eso, me lancé sobre Sachi, con tan mala suerte que se dio cuenta e hizo un movimiento y me tiró dentro del arco. Mis compañeros se lanzaron sobre él, los compañeros de él sobre nosotros. Era la primera gresca en la que participábamos. Hasta ahí habíamos mostrado esa unión, esa hermandad, esa conexión que está contenida en el dicho del fútbol:

Creí que mis amigos habían salido a respaldar a Sammy a defender al compañero - фото 8

Creí que mis amigos habían salido a respaldar a Sammy, a defender al compañero caído, pero ese fue el momento de la ruptura total, el punto de partida de historias divididas que no se unirían jamás.

En verdad, todos fueron en mi ayuda. Ninguno de ellos hubiera movido un solo dedo para ayudar a aquel que más que un amigo era mi hermano, pero que para ellos no era sino un gordo torpe y perdedor que no había sido capaz de meter un gol.

Imagino que, en nuestra ingenuidad, todos llegamos magullados a la casa a contar nuestra aventura, exagerando algunos detalles, pues cuando eres niño tiendes a hacer ese tipo de cosas.

La lluvia de correos por parte de los papás no se hizo esperar: algunos pidieron reunión con las directivas del colegio, y otros solicitaron que expulsaran a los que comenzaron la pelea.

Como resultado de la nefasta oleada de protestas, el coordinador de disciplina, el señor Bhaer, casi siempre un tipo conciliador y que buscaba lo mejor para todos, se vio en la obligación de entrar en acción, por lo que nos llamó a todos al auditorio, nos escuchó y nos hizo reflexionar sobre nuestro comportamiento.

Aceptamos nuestras culpas y pedimos perdón por nuestros errores. Como “gran castigo” por la conducta que tuvimos, nuestra pena fue ser meseros en la cafetería y ayudar a las señoras del aseo a recoger papeles, botellas y toda la basura del colegio durante dos días.

Pero como sucede en esta sociedad de doble moral, algunas mamás indignadas pusieron el grito en el cielo y buscaron más problemas donde no los había.

Mientras algunas familias hablaban mal de las otras y les prohibían a sus hijos juntarse con los buscapleitos, estos y todos los involucrados saltábamos al campo cada día, como algo sagrado, fieles a la consigna de “lo que pasa en la cancha se queda en la cancha”.

Sin embargo, las malas perdedoras, esas mamás indignadas que tienen demasiado tiempo para pensar, esas señoras que se aburren y cuya única ocupación es fijarse en todo lo que hace el prójimo, esas que, al no tener vida propia, comienzan a preocuparse por la existencia de las otras personas, no quedaron satisfechas con la situación.

Como siempre, intentaban decirles a los otros papás cómo criar a sus hijos, a los profesores cómo enseñar, y al colegio a quién admitir y a quién no. Ellas decidieron, a raíz del suceso, formar los tan temidos chats grupales, primero a través de la plataforma del colegio, después mediante Facebook, para al fin terminar en WhatsApp.

La red social interna de padres, invisible y excluyente, comenzó a fracturar incluso las amistades más fuertes, incluida la que yo tenía con Sammy.

Para nadie es un secreto que todos los prejuicios con los que crecemos nos son heredados por nuestros papás. Prejuicios que se van fortaleciendo con el tiempo. Repetimos en nuestro actuar todo lo que escuchamos y vemos en casa. Es una espiral decadente que va marcando nuestro camino y el de todos aquellos que pagan con su inocencia. Parte de nuestra forma de ser nos es implantada.

A las celebraciones de cumpleaños ya no se invitaba a todo el curso como en los primeros años, pues desde la casa nos empezaron a enseñar que la vida social tiene reglas y que si quieres ser exitoso debes cumplirlas.

Crecimos con la convicción de que nuestros papás estaban haciendo lo mejor por - фото 9

Crecimos con la convicción de que nuestros papás estaban haciendo lo mejor por nosotros, y les hacíamos caso, no los cuestionábamos.

Sin embargo, todos sabíamos que sus acciones no eran más que el fruto de la manipulación y el capricho, y sé que, muy en el fondo, ellos también lo sabían.

* * *

De esa forma, los que comenzamos a compartir tiempo juntos teníamos unos patrones, unas coincidencias y unas características que nos hacían encajar en lo que la sociedad demandaba. Yo había empezado a caer en este despeñadero social, siendo uno de los que fomentaban, sin querer, pero a la vez queriendo, la exclusión, la segregación y el tan famoso bullying .

Entré a formar parte de un grupo exclusivo conformado por Rafa, Andrés, Mateo, Juanes y yo, al cual les sumamos a algunas mujeres, entre ellas mi hermana Lau y sus amigas, quienes, aunque iban un curso por debajo de nosotros, estaban dispuestas a formar parte del club.

Ahora que lo pienso, somos solo títeres de una sociedad que ha malinterpretado las creencias, tanto religiosas como políticas. Juzgamos sin tener bases concretas, asumimos posiciones porque otros lo hacen y, lo peor, somos tan, pero tan soberbios, que creemos que tenemos razones para actuar de esa manera.

Mis papás y los papás de mis amigos creían que nos hacían un bien levantándonos los castigos cada vez que, por alguna razón, quebrantábamos una regla del manual de convivencia, aunque lo justo era ser castigados. Todo eso creó una sensación de impunidad a la cual nos fuimos acostumbrando. Muy dentro de nosotros fuimos descubriendo, tácitamente, que podíamos burlar las reglas, evadir la ley y salirnos con la nuestra mediante la excusa de la “educación con amor”.

La amistad, ese lazo casi irrompible que nos une a personas que no comparten nuestra misma sangre, ese lazo invisible que te ata a otros individuos y se alimenta de recuerdos, de tus mejores momentos, de tus lágrimas, de tus secretos, empezaba a cambiar de objetivo para todos o, mejor dicho, para la gran mayoría. La amistad pasó de ser un sentimiento fresco, puro, lejano de las vanidades y del comportamiento superficial, a convertirse en un acto liderado por la conveniencia, la falsedad de la imagen y el juicio implacable del qué dirán.

* * *

El momento crucial de mi amistad con Sammy ocurrió un día en el que me buscó para ver un partido de la Champions, pero llegó en el instante más inoportuno para mí. Esa tarde me porté como un cretino y, por dármelas de mucho, lo ignoré delante de mi grupo.

—No, Sammy, no quiero ver esa mierda hoy. Además, usted debería estar corriendo a ver si baja la panza. Hermano, si sigue así va a parecer un camionero.

Todos se quedaron callados por un momento, pero después soltaron la risa, y la vergüenza por ser el amigo del gordo del salón se convirtió en placer por la aceptación de mi nuevo grupo.

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