Antonio Ortiz - Lo que nunca te dije

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Camilo y Laura son dos hermanos inseparables, populares en el colegio y con dos padres dedicados a ellos. Pero la realidad de la familia es mucho más oscura de lo que se puede ver a simple vista. Las drogas se vuelven un ritual constante para Camilo y, casi sin darse cuenta, su adicción va desmoronando su hogar. Laura, por su parte, se ve excluida de ese retrato familiar, por lo que se aísla y se aleja en su soledad, buscando su propia identidad. Poco a poco, Camilo intenta hacer un análisis y retrato de su vida, y nos adentra en un viaje lleno de altibajos, donde nos cuenta en detalle su lucha por vencer sus demonios, reivindicar a su familia y sobrevivir a sus tragedias personales.

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Sin embargo, esa noche me sentí muy mal y traté de buscar a Sammy varias veces —tal vez no las suficientes— para pedirle perdón, pero no me quiso contestar. A partir de ahí nuestras charlas fueron cada vez menos, hasta que dejamos de dirigirnos la palabra. Nos fuimos separando poco a poco y no lo evitamos.

Aquellos amigos que me empoderaban y me mostraban un mundo en el cual yo podía ser una de las estrellas del equipo de fútbol en mi categoría, donde las niñas se sentían atraídas por mí y donde hasta los séniors me aceptaban, me respetaban y me respaldaban, esos amigos se encargaron de establecer un límite entre Sammy, ellos y nuestra amistad. Por desgracia, yo no tuve el carácter ni la personalidad que se necesitan, y escogí el lado incorrecto.

* * *

Cuando eres pequeño admiras a quienes están en cursos superiores, a esos que son populares, a los que están en noveno, décimo y a los séniors. Te prometes a ti mismo seguir sus pasos, sus tradiciones, las cosas buenas y las malas. Eso desemboca en un relevo generacional que no permite acabar con todos aquellos flagelos que azotan los colegios y, por ende, a la sociedad. Crecimos creando jerarquías y alimentando brechas.

Para cualquier profesor es un problema mayúsculo que un estudiante no lo deje hacer clase porque siempre está interrumpiendo, y mis amigos y yo éramos expertos en eso. Algunos docentes lloraban por la desesperación, otros detenían las clases y daban un sermón larguísimo. Eran ingenuos creyendo que, después de esos discursos, íbamos a ser mejores, inconscientes de que estábamos cumpliendo con nuestro objetivo de no estudiar.

Otros profesores eran más temperamentales y sus estrategias se limitaban a poner más y más trabajo, pero entonces llamábamos a “la caballería” y, por arte de magia, el docente disminuía los trabajos o los suprimía por completo.

Nos creíamos ganadores cuando lográbamos algo, pero todo se limitaba a una falsa victoria que nos llevaba a regocijarnos y, sin saberlo, a hundirnos más en el fango de nuestra mediocridad. Estábamos inmersos en una espiral que nos encaminaba al abismo más profundo que pueda tener el ser humano. Nuestra soberbia era tal que, si nos hubiesen mostrado un video de nuestro futuro, no nos hubiéramos dado cuenta de lo que nos esperaba.

Mi mamá nos contaba que ella había comenzado a salir de rumba cuando tenía - фото 10

Mi mamá nos contaba que ella había comenzado a salir de rumba cuando tenía dieciséis años, que mis abuelos le daban permiso solo hasta cierta hora y que debía ir con mis tíos.

Nosotros empezamos a salir cuando yo tenía trece años, a mi hermanita Lau la dejaban ir conmigo, pero ella también tenía sus propios amigos, por lo que siempre que íbamos a una fiesta, ella se abría con su parche y yo con el mío. Llegada la hora de irnos, nos reuníamos en un mismo sitio y llegábamos juntos a casa.

Al principio, las cosas eran simples: una fiesta donde los hombres nos quedábamos a un lado por la vergüenza mientras las niñas bailaban al otro lado. La timidez de la adolescencia no nos dejaba pensar más que en idealizarnos e imaginarnos levantándonos a las mujeres que nos gustaban, preferiblemente de otros colegios, y bailar era algo secundario a lo que accedías al ir tomando más y más guaro, y cuando ya estabas prendo era cuando se tenía la valentía de hacer cualquier cosa.

El trago llegó en forma de sorbos que dábamos a pico de botella y se combinaba con el cigarrillo. Entendí a las patadas que ni nuestras mentes, ni mucho menos nuestros organismos estaban preparados para semejante ingesta de licor.

Mariana Quiroga, a la que todos conocíamos como Mari —quien además ostentaba el apodo de Vomitrón desde los doce años—, siempre se enlagunaba en las farras. Una noche, en la casa de Rafa, bebió más de la cuenta. La vimos pintar las paredes con toda la comida que salpicaba, desacomodando los muebles a su paso y desordenando la cocina a cada movimiento.

Entre todos le hicimos a Mari una “bomba” —agua, Alka-Seltzer, aspirina y limón— para ayudarla a vomitar más fácilmente, después le dimos café sin azúcar y todo lo que se nos ocurrió para tratar de que sus papás no se dieran cuenta del estado en el que estaba. Mari nos pidió que la dejáramos sola en el baño un segundo, y eso hicimos.

Una hora después llegó su mamá y supimos que se iba a armar un mierdero, pues esa señora siempre ha sido de las que se la pasan metidas en el colegio y se creen las dueñas del mismo, en lugar de prestar la atención debida a sus dos hijas que, de forma visible, no iban por buen camino, al igual que la mitad de nosotros.

Empezamos a buscar a Mari, pues desde que la habíamos dejado en el baño no la volvimos a ver. Cuando entré al cuarto de Rafa para revisar, lo encontré besándole el cuello con pasión, mientras ella estaba casi inconsciente y con la blusa desapuntada.

No me percaté de que la mamá de Mari estaba detrás de mí hasta que quedé prácticamente sordo por el grito que dio. Rafa se levantó de la cama de inmediato, tratando de ocultar una erección como quien intenta tapar el sol con un dedo.

—¡Violador, pervertido! Mañana mismo pongo una denuncia y lo hago echar del colegio. Drogaron a mi niña, bárbaros.

La música se apagó de repente y todos nos sentimos descubiertos. Ninguno superaba los catorce años y ya teníamos semejante problema. Como era de esperarse, el lunes siguiente los papás de Mari fueron al colegio a exigir que echaran a Rafa por intento de violación, argumentando que la habíamos drogado con esa intención. No nos bajaban de delincuentes y criminales.

Tal vez no se habían dado cuenta de que Mari seguía los pasos de su hermana, Isa, una sénior de las más populares en nuestro colegio, y no solo por su belleza, que la hacía ser la envidia de las niñas y el deseo de todos nosotros, sino por su reputación bien ganada y porque algunas de sus fotografías llenaban carpetas enteras de nuestros teléfonos. Isa era causa de peleas en las fiestas porque mantenía noviazgos con dos o tres tipos al tiempo, quienes se daban cuenta de la traición esa misma noche y salían indignados a defender su honor.

Por desgracia para Mari, su hermana se convirtió en su modelo a seguir y superar, lo que desencadenó cambios profundos en su comportamiento y su forma de ser. Mari perdió su virginidad a los trece años. Al par de hermanas los apelativos de perra, zorra o resbalosa las rondaban por los pasillos del colegio pero, poco a poco, se acostumbraron a todo lo que se decía de ellas y los insultos dejaron de afectarles. El escalón social en el que se encontraban era suficiente para soportar esos comentarios.

Después de eso, nuestros papás nos dieron a Lau y a mí una charla sobre el manejo del trago, la presión de grupo y bla, bla, bla. Ella y yo nos mirábamos sin saber qué decir. Mi papá me preguntó muchas cosas para las que yo no tenía respuestas.

—¿Qué hubiera pasado si tu hermana hubiese estado ahí, en el lugar de Mariana? Vamos, dime.

Yo no podía pensar en eso. No me imaginaba a Lau de ese modo. Ella era mi hermanita, aquella que siempre me cubría de todo. Era muy inteligente, la mejor del salón, e incluso la mejor del colegio en una época. Tenía un carácter fuerte y no tragaba entero, su capacidad de liderazgo era tal que propios y extraños terminaban haciendo lo que ella quería.

Era inconcebible para mí pensar en Lau en el papel de Mari. Intentaba armar en mi cabeza la escena de Lau con alguien tratando de abusar de ella y me hervía la sangre. Creo que ninguno de mis amigos se hubiera atrevido a hacerle algo. No podía siquiera imaginármelo.

* * *

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