Un momento hermoso de nuestras vidas se había detenido en el tiempo, evidencia de que por un instante fuimos muy felices. Lo recordé: Sammy tenía doce años y yo trece. Estábamos con el uniforme de gala del colegio y nos habíamos ganado un premio en el Modelo de Naciones Unidas. Mi hermana iba en el medio de los dos, abrazándonos, mientras me daba un beso en la mejilla para luego decirme lo orgullosa que se sentía por lo que había logrado. Mi mamá tomó una fotografía con su celular para enmarcar aquel momento.
—Me haces muy feliz, hermanito. Tus sueños son mis sueños. Te quiero mucho. No olvides que tienes a la mejor hermana del mundo, ¿eh, Lumpy? —Sus palabras nos rodearon a Sammy y a mí, nos llenaron de entusiasmo y de alegría.
Luego, Lau nos dio una palmada en la cabeza a cada uno. Esa era su forma de decirnos que nos quería y que éramos muy importantes para ella.
* * *
Estuve un buen tiempo sumido en los recuerdos hasta que por fin salí de la habitación del retiro, tal vez dos horas después de escuchar la noticia, y me subí al auto que dispusieron para transportarme.
Iban conmigo el conductor y una psicóloga de nombre María, de unos cuarenta y cinco años. Su mirada dejaba escapar un tenue brillo de resignación. Era experta en aconsejar a los demás y estudiaba en profundidad lo que les sucedía a los seres humanos que, como yo, teníamos una pérdida, pero daba la sensación de que nada de lo que sabía le funcionaba en su vida. Su mano tibia tomó la mía para transmitirme seguridad, y debo confesar que, de alguna manera, ese gesto me tranquilizó.
El lugar donde hacíamos los retiros espirituales estaba ubicado en un sector muy exclusivo a las afueras de Bogotá. El camino de regreso a la ciudad estaba enmarcado por un paisaje de un verde intenso. Mi mirada se centró en la belleza de esos árboles, las plantas y los bosques de pinos.
Me dejé llevar por los recuerdos y volví a pensar en ella. La imagen de Lau se posó en mi mente como una huella perpetua, me negaba a creer que lo que mi mamá me había dicho era cierto. Pensé que tal vez mi hermana estaba en el hospital y que solo cuando yo llegara abriría los ojos y me sonreiría como tantas otras veces.
Estaba en la fase de negación, esa etapa donde no aceptas la realidad, la parte más hipócrita de nuestra existencia.
El paisaje cambió y se volvió gris y turbio, como en nuestra historia de vida, en la que nuestra niñez fue verde primaveral y nuestra adolescencia un otoño oscuro.
A la entrada de la ciudad observé una valla publicitaria que anunciaba la felicidad a través de una marca de whisky , y a mi memoria vino aquel momento terrorífico, cuando las palabras de mi papá se hicieron ciertas.
—¿Qué hubiera pasado si tu hermana hubiese estado ahí, en el lugar de Mariana? Vamos, dime.
Juliana Medina, Tatiana Cifuentes y Valeria Baquero eran las mejores amigas de mi hermana, las famosas “arpías” —ese apodo salió de la sala de profesores por los problemas que tenían con ellas— y, a decir verdad, sus acciones y su comportamiento le hacían justicia al apodo.
Bellas, inteligentes y socialmente exitosas, manejaban cualquier situación a su antojo.
Recuerdo muy bien cuando estaban en sexto y tuvieron un problema con María Fernanda Guerrero, una niña nueva en el curso a quien cogieron entre ojos por ser inteligente y bonita. Juliana y Valeria tomaron la vocería y comenzaron a insultarla, enviándole papelitos, mensajes de voz y de texto.
Era lógico que esa niña se asustara, se sintiera intimidada y triste. Entonces las “arpías” no desaprovecharon el momento. Su ataque tomó toda la fuerza y la hizo trizas. Su mamá se enteró y puso la queja en el colegio, queriendo encontrar algo de justicia y tranquilidad para su hija.
Cuando todas fueron llamadas a Coordinación, Juliana y Valeria negaron con vehemencia su participación en los hechos y acusaron a María Fernanda de ser quien las insultaba y, como es obvio, involucraron a Lau y a Tatiana para que las apoyaran. El coordinador, quien era un hombre equilibrado, justo y que se había ganado el corazón de los estudiantes por su capacidad para escucharlos, se dio cuenta de que mentían y, entonces, sin mayores evidencias, decidió jugársela.
—Muy bien, niñas. Voy a seguir investigando todo esto, pero quiero que sepan que si están mintiendo, corren el riesgo de ser suspendidas. Si me dicen la verdad, podemos llegar a un acuerdo y fingir que no pasó nada.
La veteranía y la experiencia del coordinador no lo habían preparado para el índice de maldad en el que se movían estas chicas que, sin ningún reparo, acudieron a sus mamás escuderas, quienes a través de WhatsApp alertaron a los demás papás:
Tergiversaron toda la historia e insinuaron que el coordinador había tenido un comportamiento amenazante y antipedagógico que mellaba la autoestima de los “angelitos”.
Juliana nos contó que su mamá, junto con la de Valeria, fueron a crucificar al pobre coordinador, incluso pidiéndole que se disculpara con las niñas.
—Por favor, escriba en el acta que usted usó la palabra suspensión y que eso causó un impacto negativo en la autoestima de las niñas, afectando el derecho a su sano desarrollo —dijo la mamá de Juliana, quien es la prueba fehaciente de una sociedad excluyente y mezquina.
Puedo imaginar la cara del coordinador cuando escuchó semejante atropello, tal vez su rostro se llenó de esa sensación que nos rodea cuando sentimos impotencia y frustración, al no poder reaccionar de la manera que queremos. Como buen negociador, no aceptó toda la petición de la arpía mayor, pero sí acordó escribir que él había usado la palabra suspensión . Por desgracia, la situación desvió su cauce y terminó con la salida de María Fernanda unos meses después, debido a los continuos ataques verbales en los descansos y en las clases.
Lau mintió, robó y ocultó información valiosa por proteger a las que ella consideraba sus amigas. Mi hermana fue cómplice de cada una de las fechorías que se les ocurrían a estas pequeñas tramposas. Ella era igual de culpable, o más, porque estaba allí entre un silencio criminal y una actitud de celebración. Cada tarde, al llegar a la casa, la culpa y el arrepentimiento la asaltaban, eran fantasmas que de a poco la atormentaban y amenazaban con poner en riesgo su feliz vida de princesa adolescente. Lau se sentía sucia, se asqueaba de todo aquello que representaba lo que éramos. Pudo haberse arrepentido a tiempo, pero tal vez, y al igual que yo, sintió que ya era demasiado tarde.
Las pequeñas criminales impunes expandirían su maldad cancerígena, llevándose por delante cuanta voluntad férrea existía y vulnerando a todo aquel que se encontraban a su paso. Todas se escudaban tras el disfraz de niñas obedientes, excelentes estudiantes y pertenecientes a familias “bien”.
* * *
Eduardo era el hermano mellizo de Juliana, un tipo muy callado, no muy alto, pelo rubio, delgado y con gafas. Estaba enamorado de Lau, pero ella no le ponía cuidado, o por lo menos no durante quinto y sexto, pero en séptimo la cosa cambió un poco.
Supe que en una fiesta, en la casa de Valeria, se habían dado un beso y que ella fue la que lo buscó. A la edad de Eduardo no es mucho lo que los adolescentes sabemos sobre sexo o sobre relaciones, creo que todo lo aprendemos a través de amigos o del porno. Lau se quejó de que todos los besos se los daba con lengua y que desde el principio quería tocarla por todas partes.
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