—¡Qué tipo tan intenso! Me babeó toda, yo no sé si darle otra oportunidad. Quiere meterme a la cama de una y qué pereza. —La escuché decir cuando grababa un mensaje de voz.
Eduardo era buena gente, el típico nerd que es aceptado solo porque su hermana es popular, un personaje que no tenía muchas habilidades sociales y a quien su mamá calificaba como niño superdotado que debía ser aceptado en Harvard o en Oxford, aunque en verdad estuviera lejos de merecer ese calificativo.
Una vez, cuando estábamos en sexto, dejó de asistir durante un tiempo al colegio por una extraña enfermedad, según había reportado su mamá. Pero un día, en una de las piyamadas que hacían mi hermana y sus amigas en la casa de mis papás, supe lo que en verdad pasó: su mamá había subido a su cuarto para darle una sorpresa y, al abrir la puerta sin avisar, se vio horrorizada al encontrarlo dando un espectáculo que ninguna mamá debería ver, sentado frente al computador con una página porno abierta, gimiendo con la pareja del video.
Al escuchar el grito de su mamá, él trató de subir la cremallera de su pantalón y, por el afán, pellizcó a su mejor amigo, haciéndolo sangrar con profusión. No entiendo cómo cedió Lau a la presión para salir con Eduardo después de saber eso.
Pero la cosa con él no terminó ahí, pues en una fiesta, en la época en la que estaba saliendo con mi hermana, le dio por mezclar el coctel que le iba a entregar con un tranquilizante que, según él, la iba a excitar y le facilitaría las cosas.
Valeria me llamó aquella noche y me dijo que algo le pasaba a mi hermana. No lo pensé dos veces y volé hasta donde estaban. A pesar de todos los esfuerzos que hice para despertarla, Lau seguía inconsciente, vi su rostro pálido, sus labios resecos y partidos, y sus ojos por completo perdidos. No tuve más remedio que llamar a mi papá.
Según el médico de urgencias que la atendió, de habernos demorado más tiempo habría sido fatal. Mi papá me culpó por todo lo que había pasado.
—Te lo advertí, te lo dije. —Fueron las palabras de reclamo que resonaron en la sala de espera.
Fue una noche larga y angustiante en la que solo estábamos mis papás y yo. Fue la primera vez que noté que algo no estaba bien, aunque a nadie más pareció importarle.
Algunos creyeron que con un mensaje a través de Facebook era más que suficiente, otros subieron una fotografía con Lau como si con eso todo se arreglara.
Es extraño cómo cambiamos nuestra forma de expresarnos, de conectarnos, de interactuar. Pasamos de lo presencial a lo digital. Con un simple “Mejórate pronto” asumimos que es suficiente para hacerles sentir a quienes queremos que estamos ahí para ellos.
Los sermones después de esa situación fueron largos. La cantaleta de mi mamá, los reclamos de mi papá y la zozobra en la que vivíamos no nos dejaron ver el trasfondo del asunto: el futuro estudiante de Harvard era un violador en potencia.
Lau sí estaba tomando, pero no tenía la intención de acostarse con él, todo era un plan elaborado para que ella perdiera la virginidad, ya que todas las demás se habían graduado en ese aspecto.
Ella decidió no denunciarlo, tal vez porque de alguna manera aceptó “ciertas condiciones”. Prefirió ese silencio malsano que nos vuelve testigos mudos de nuestra propia tragedia, con tal de no perder a aquellos que nos dan ese statu quo , ese nivel social dentro de un círculo de personas falsas que se hacen llamar amigas. Callar se volvió ese trago amargo que no sé si tuvo que tomar por decisión propia, o solo porque no tenía cómo probar su teoría.
* * *
Lau y yo estábamos tomando caminos difíciles, y no éramos conscientes de la fuerza con la que esto nos golpearía como familia.
La comunicación con mi papá se fue rompiendo poco a poco y todo lo que me decía me sonaba a reclamo, a esas indirectas que ofenden, a esas palabras que no sé por qué me hacían explotar con gran furia.
Mi postura empezó a ser más defensiva, y entonces comenzaron los enfrentamientos. Al principio todo era verbal, pero la agresividad fue escalando hasta convertirnos en un par de desconocidos que querían liarse a golpes.
Me agobié en el silencio como causa perdida, como un torrente de agua que no sabe de dónde viene ni para dónde va, cuyo destino tal vez sea naufragar en un mar de desdichas, o en un campo de arenas movedizas pintadas de tragedia.
Recordé que habíamos dejado de abrazarnos hace ya mucho tiempo. Mi papá y yo éramos dos extraños que convivían en el mismo lugar, enemigos que por diferentes razones se tenían que soportar.
La leve hipocresía nos hizo hablar muchas veces y nos resignamos a la rutina familiar que nos ataba sin que los diálogos fueran tan profundos, sin que los espacios llenaran el silencio de una comunicación inexistente.
Él se sumergió en todo aquello que lo excusara de pasar tiempo con sus hijos, y yo me alejé con dolor. El que un día fue el feliz hogar Cárdenas, se había resquebrajado por completo.
Iba perdido en mis pensamientos mientras el auto avanzaba, rumbo a enfrentar la muerte de Lau. El cielo parecía entender todo aquello que cruzaba por mí ser. El firmamento se cerró y se vistió de gris, un gris oscuro que llevaba en sus entrañas aquellas lágrimas de tristeza que pronto cubrirían la ciudad y mi vida.
El tráfico se volvió lento, mucho más lento. No supe qué me llevó a esa situación, pero me hallé fuera del auto y comencé a correr en medio de la lluvia, estrellando mis pies contra los charcos recién formados y sintiendo mi ropa como una carga pesada, aunque no tanto como lo era todo el dolor que me embargaba.
—Cami, espera. No te vayas. Por favor, detente.
Una voz ahogada gritaba detrás de mí. Al comienzo se escuchaba muy cerca, pero fue alejándose despacio hasta que desapareció por completo y me dejó suspendido en el silencio. Mis pies se movían sin ser consciente de todo lo que pasaba a mi alrededor, de los pitidos de los autos que forzaban el avance de sus vecinos, de los estruendosos gritos de los vendedores ambulantes, de las gotas de lluvia estrellándose contra el suelo.
Sin embargo, un leve sonido fue haciéndose presente y reconocí su voz, sabía que era ella, sabía que era Lau. Cansado, empapado y con lágrimas en el rostro, que se confundían con la lluvia, me detuve. Giré y vi a María, la psicóloga, haciendo un esfuerzo sobrehumano para alcanzarme. Mi corazón se fragmentó de inmediato al percatarme de que la voz que había escuchado no era la de Lau, porque ella ya no podría hablarme.
Me arrodillé en el lodo junto a un potrero abandonado mientras desde los autos me llegaban miradas extrañadas de aquellos indolentes que presenciaban con lástima el pobre espectáculo que, sin saber, estaba dando.
Los truenos en el cielo fueron cada vez más intensos, al igual que la lluvia. El aguacero se tornó torrencial y el agua me golpeaba con fuerza, pero nada me importaba. La psicóloga me llevó hasta el auto otra vez y retomamos la ruta hacia mi casa. Mi cuerpo tiritaba, no solo de frío sino de ansiedad, debido a la abstinencia, esa sensación caprichosa que sufrimos los adictos, esa presencia fantasmagórica que se presenta con temblores, dolores insoportables y síntomas que rayan la irracionalidad. Sentía que el mundo iba y volvía, mi respiración se aceleraba y por momentos solo deseaba tener algo que me tranquilizara y que desapareciera el dolor.
Читать дальше