Sin entrar todavía a analizar la falacia del «corte y pega», sus propuestas, en el primer caso, se refieren a la privatización de la información genética (Vogel, 1994) y, en el segundo, a crear derechos oligopólicos mediante la formación de un cartel de la biodiversidad (Vogel, 2000). Ambas propuestas son diferentes: una cosa es privatizar la información genética y hacer que el usuario o comprador pague un precio por ella a los países y comunidades propietarias, y otra es que se forme un cartel de los países proveedores que ejerza poder de mercado y cobre una regalía de las ventas netas 7de las empresas biotecnológicas (a cambio de la provisión de la información genética prima) y que esa regalía se distribuya entre los miembros del cartel de acuerdo con la proporción de cada país en el taxón en que se encuentre el bioquímico (Vogel, 2010b, pp. 5-7). Ambas propuestas además de ser diferentes, conllevan ambigüedades y retórica que presentan problemas aún mayores de los que tienen en la actualidad el CDB y el Protocolo de Nagoya.
¿Se podrá privatizar, y cómo, la información genética natural? ¿Dando derechos de propiedad intelectual a los propietarios de la tierra en que se encuentran las plantas que cobijan en su seno la información genética natural? ¿Quién, a qué costo y cómo se determinan las funciones genéticas cifradas y la mantención de la base de datos en que se registre esta información? ¿Cómo se determina el precio de usar cada tipo y clase de información genética? ¿Se pagarán precios (licencias por el uso de la propiedad intelectual) diferentes según las «funciones» y «singularidades», «escasez» y «prioridad», de la información genética cifrada? No hay duda de que para determinar el «valor de existencia» de la información genética natural se tendrán problemas tan complicados como los tiene la economía neoclásica para estimar el «valor de existencia» y conservación del recurso (ver sección anterior). Algunas de estas preguntas se tratan de responder parcialmente en algunos artículos (Vogel, 1994; Vernooy et al . 2010), pero son muchas más las dudas que quedan que la claridad de las propuestas.
En el segundo caso, si la solución fuese la creación del cartel de la biodiversidad de los países proveedores, ¿qué asegura que los usuarios de la información genética (corporaciones y países tecnológicamente desarrollados) acepten pagar regalías de sus ventas netas para preservar la naturaleza? ¿No sucederá, acaso, que otro cartel, el de los países usuarios, por su mayor fuerza, decida respetar solo, por ejemplo, el 1% de regalías y se termine recolectando menos de lo que el PN recoge en la actualidad? ¿Quiénes tienen más fuerza, los que compran o los que venden? ¿Cuál es la estructura del mercado? No hay duda de que la retórica de Vogel es sesgada; medita más los defectos de Nagoya que los de su propia propuesta, los cuales ni siquiera analiza.
Toda esta discusión, a nuestro parecer, tiene que ver más con los objetivos amplios del CDB referidos a la conservación y uso sostenible de la biodiversidad como bien público que con el objetivo de distribución justa y equitativa de los beneficios de la utilización de los recursos genéticos y conocimientos tradicionales entre proveedores y usuarios, que propone Nagoya.
La solución a la conservación y la extinción de los bienes públicos se puede encontrar en la literatura, con propuestas que plantean impuestos o restricciones cuantitativas. En teoría, la propuesta de un impuesto específico aplicado, para conservar la biodiversidad, a la industria biotecnológica, o la de un impuesto a suma alzada que sería pagado por todas las empresas o todos los ciudadanos son mejores alternativas cuando se trata de bienes públicos 8—como en este caso es la biodiversidad, en sus funciones estéticas, recreacionales, ambientales, de absorción de carbono u otras—. El impuesto a suma alzada es mejor que el específico, porque evita que se distorsionen los incentivos de I&D de la industria biotecnológica en relación con la industria química u otras industrias (que no pagarían el impuesto específico). Si bien Vogel parece, en un momento, inclinarse hacia esta solución, lo hace a condición de que los impuestos o el subsidio se entreguen a los agentes que toman la decisión de deforestar o no deforestar. Luego se arrepiente, cuando constata que las principales empresas biotecnológicas son las menos transparentes en el mundo y que el Estado no le merece un mínimo de confianza, por lo que concluye que los impuestos terminarán, al final, en manos de la corrupción o la burocracia (Vogel, 2007a, p. 126). Debido a ello, regresa a sus propuestas de privatización de la información genética o del cartel de la biodiversidad.
Alternativamente, como diría Hardin (1968), el problema de la conservación y la extinción de la biodiversidad como un bien público se resuelve poniendo límites político-administrativos a la deforestación y haciendo que esos límites se respeten. Lo que importa en esta alternativa es la efectividad del costo de poner el límite y el subsanar las fallas que podría haber en la ejecución y el monitoreo del impuesto y la colocación de los límites por parte del Estado. Para impedir la tragedia de los comunes, se requiere de coerciones mutuamente acordadas ( mutual agreed coercion ), cumplidas y observadas.
4. ¿Dónde está, entonces, el negocio que propone Vogel? La propiedad intelectual
La retórica de Vogel lleva a que, a cambio del cartel de la biodiversidad o de la privatización de la información genética, los países proveedores acepten el patentamiento de la información genética en su totalidad, esto es, la llamada información natural y la información artificial (Vogel 2007a, p. 124).
Los argumentos para justificar ese patentamiento son múltiples: a) la información cuesta mucho obtenerla, pero una vez obtenida, es muy barato replicarla; b) existe un quid pro quo para obtener regalías que cobrará el cartel de la biodiversidad; c) el sistema actual promueve la biopiratería y el biofraude (Vogel, 2001); d) hay que promover la investigación científica porque se desacelera el progreso de la humanidad; e) es imposible controlar las plantas o tratar de monitorear los recursos genéticos y conocimientos tradicionales, como pretende el PN; etcétera.
La argumentación es elocuente acerca de por qué se debe dar derechos de propiedad intelectual a la información natural, tanto de especies endémicas como pandémicas, y a la artificial. Para que el mercado de información genética natural pueda aparecer, Vogel (1994) propone derechos de propiedad sobre esta información, lo que haría aumentar el valor de los hábitats en relación con usos alternativos, de acuerdo con la novedad, la calidad y la escasez de las funciones genéticas cifradas:
… son los derechos de propiedad sobre la información genética lo que fomentará el comercio y aumentará la eficiencia en tanto el valor de la información genética sea mayor que los costos de transacción y el valor de los usos alternativos de la tierra […] esto es la base teórica de la privatización como política de conservación de los hábitats (pp. 29-31).
Como los programas de software son información y tienen protección de propiedad intelectual, también la información genética debería recibir protección similar a la propiedad intelectual, para que los dueños de la tierra tengan interés en conservarla:
… en un mundo sin derechos de propiedad sobre la información genética se debe esperar muy poca conservación de los hábitats […]. Debería entonces crearse una ley para crear derechos de propiedad sobre la información genética natural […] los propietarios de los productos que utilizan información genética deben compensar a los propietarios de los hábitats donde se encuentra la información genética… (Vogel, 1994, pp. 29-31).
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