Alfonso Urrea Martin - Vivir, trabajar y crecer en familia

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Interesante contenido y guía que apoyará a las empresas familiares en la resolución de los retos que impone el proyecto empresarial, además, les ayudará en el proceso de institucionalización el cual cada familia deberá de enfrentarlo con la convicción de que al final se alcanzarán las metas y se disfrutará de la recompensa del esfuerzo invertido. Este libro está planteado en el contexto mexicano y se ha enriquecido con anécdotas y ejemplos que ayudan a comprender los conceptos. Propone un modelo para visualizar el ecosistema de la empresa como coincidencia de tres sistemas: el patrimonial, el empresarial y el operativo.

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«SI COMPETIMOS POR PRECIO, SIEMPRE HABRÁ ALGUIEN QUE PRODUZCA MÁS BARATO; PERO UNA BUENA CALIDAD ES DIFÍCIL DE IGUALAR».

DON ALFONSO URREA CARROLL

LA PREPARACIÓN

Terminé la universidad seis meses antes que mis compañeros de generación y después me fui al extranjero por año y medio para tomar cursos de inglés y negocios. Asistí a la Universidad de Harvard por dos meses y a la escuela Bell de Cambridge, Inglaterra, por otros seis. El tiempo restante viví en Los Ángeles, donde estudié nuevos modelos de producción en el California Institute of Technology y trabajé para Urrea Professional Tools.

En Estados Unidos colaboré en el área de ventas promoviendo los mil productos de los que constaba nuestro catálogo en Texas, Luisiana, Alabama, Georgia, Florida, Nebraska, Illinois, Nuevo México y California. Fue una labor difícil: competía contra catálogos de herramientas industriales de ¡más de diez mil productos!, armados con marcas estadounidenses que estaban muy arraigadas entre los sindicatos locales.

«Tu variedad no es de herramienta industrial, en calidad sí parece industrial, pero en la amplitud de tu catálogo, no» me decían los distribuidores americanos con indiferencia. Yo argumentaba que habíamos estado asociados con Proto[1] y que habíamos fabricado herramientas durante veinticinco años con su marca, además de que utilizábamos maquinaria, acero y tecnología estadounidenses de alta calidad; pero Urrea era una marca que nadie conocía, difícil de pronunciar en inglés y, además, hecha en México, situación que dificultaba la aceptación de algunos compradores, operarios o sindicatos.

Replicar en Estados Unidos el éxito que teníamos en México, usando la misma fórmula, era una misión casi imposible. Entrar en el mercado estadounidense y tener éxito requería de nuevas estrategias; entonces comencé por promover un pensamiento diferente en el resto del equipo directivo de Urrea Herramientas, con la intención de tener mayor influencia en las futuras decisiones de mi padre.

Recuerdo que en unas vacaciones, uno de mis primos llevaba el libro La meta, de Eliyahu M. Goldratt. Se lo pedí prestado y comencé a leerlo. Me enganchó de inmediato. Me enamoré del concepto de la teoría de las restricciones y no pude parar de leer hasta que lo terminé. Este libro se convirtió en mi biblia a la hora de solucionar problemas. Dos años más tarde, mi primo y yo nos inscribimos a un curso intensivo en el Goldratt Institute con el propósito de convertirnos en Jonah.[2]

En septiembre de 1992 regresé a Guadalajara para ocupar dos puestos: por un lado, la Gerencia General de Compro, una empresa que representaba e importaba marcas de herramientas extranjeras y que estaba teniendo pérdidas por su mala administración; por el otro, como asesor de la Vicepresidencia Ejecutiva. Mi papá era el vicepresidente, pero en realidad fungía como director general. Mi abuelo era el presidente y su hermano, el presidente ejecutivo.

En Compro armé una revolución. Comencé reemplazando a los gerentes principales, nos trasladamos a una bodega más grande y segura, implantamos sistemas de información, crecimos las ventas y generamos utilidades. Para septiembre de 1993, la empresa tenía una nueva y mejor cara. Tiempo después mi papá me confesó que, gracias a ese logro, pensó por primera vez que quizá ya estaba listo para reemplazarlo.

Aproveché la posición de asesor para expresar mis ideas basadas en los conocimientos que había adquirido en el extranjero: «En el mundo industrializado ya no se fabrica por lotes, allá se fabrica por celdas y se organizan células de producción con flujos de uno a uno»; «las filosofías de calidad total, justo a tiempo y teoría de las restricciones se aplican a los procesos de producción»; «las herramientas ya no se almacenan en las bodegas de los clientes, se cuelgan y se exhiben; además, se ofrecen en catálogos mucho más amplios y vistosos».

EL NOMBRAMIENTO Y EL GOLPE DE REALIDAD

El 29 de octubre de 1993, Juan Manuel Gómez, director de Administración y Finanzas de Urrea Herramientas, le propuso a mi padre aplicar medidas drásticas para reducir los costos y los gastos. Después de varios años de crecimiento y rentabilidad, el año anterior se habían experimentado pérdidas.

Mi padre me llamó y me dijo que la propuesta de Juan Manuel tenía sentido, pero que él no tenía ni el ánimo ni el tiempo para hacerlo, así que había dos opciones: o lo hacía Juan Manuel o lo hacía yo.

—¡Va, yo le entro! —contesté sin titubeos.

Siempre había pensado que algún día dirigiría la empresa porque mi abuelo y mi papá me lo habían comentado… pero jamás pensé que sería tan pronto. ¡Estaba feliz! Me quedé a cargo de la operación y mi papá de la estrategia, con la condición de no mover de su puesto a ninguno de sus cuatro vicepresidentes.

Había logrado mi meta: ser el director general de la empresa de mis amores. Apenas tenía 24 años, mi padre 52. Fui de inmediato a la oficina de Juan Manuel, pues lo más urgente era la revisión detallada de la situación financiera de la compañía.

En esa oficina, el director de Administración y Finanzas me dio uno de los más grandes consejos que he recibido en mi vida: «Te vas a equivocar muchas veces, lo único que te pido es que lo sepas reconocer». La situación era la siguiente: se gastaba más de lo debido como consecuencia de la caída en las ventas, la recomendación era reducir los gastos al menos un 10 %, iniciando con un recorte de personal y deteniendo la campaña de publicidad en radio que quería hacer el director comercial. Por si fuera poco, Juan Manuel —el único director «no familiar» y persona de toda nuestra confianza— me pidió que le diera la oportunidad de cambiarse a la Dirección Comercial.

«¡¿En qué me había metido?!» Acababa de aceptar la responsabilidad de sacar a flote una empresa familiar con más de 1400 empleados, treinta gerentes y cuatro directores; un decremento importante en las ventas, altos niveles de endeudamiento, con maquinaria y tecnología de punta, pero con procesos de manufactura que generaban altos costos y grandes inventarios; un almacén ineficiente de producto terminado, una mercadotecnia incipiente y, lo peor de todo… un equipo directivo desunido.

Para cuando el día finalizó, ya se había anunciado mi nombramiento a través de un memorándum. Por eso mi segunda acción como director general fue la de apostarme en la puerta de ingreso a las 8:30 de la mañana del día siguiente. Mi expectativa era que todos llegarían temprano «para quedar bien», para impresionar al «nuevo jefe» o para manifestar su apoyo. Como ya conté líneas arriba, ningún director o gerente llegó. «¿Cómo era posible que el equipo directivo no reaccionara demostrándome su preocupación y apoyo?» Estaba sumamente molesto y por eso le solicité a mi asistente que convocara a los directores y gerentes a mi oficina en cuanto llegaran. Le di instrucciones de anotar el orden del arribo y le pedí que les dijera que no podían entrar, porque a la hora que yo quería verlos era a las 8:30; así que tendrían que esperar la indicación para pasar de uno en uno.

Cerré la puerta con más fuerza de lo habitual y me quedé solo. Fue entonces que lloré como un niño al que se le rompió el juguete que siempre soñó y que apenas el día anterior le habían regalado. Alrededor de las 10:30 permití que fueran entrando uno por uno a mi oficina. «¿Sabes por qué mi papá tomó esta decisión?» «¿Sabes de la situación crítica por la que atraviesa la compañía?» «¿Cuento contigo para sacar este barco a flote?» «Tú, en mi lugar, ¿qué harías?». Después de las entrevistas me preocupé aún más porque fueron pocas las respuestas que valían la pena. El equipo directivo no era consciente de la grave situación financiera, y menos aún tenía idea de cómo salir adelante.

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