—No os preocupéis, ya hablaré yo con ellos si es necesario —se ofreció el señor Ramos, apaciguando una discusión inminente.
—Papá, ¿qué vamos a hacer ahora?
—Tenemos que prepararnos para una guerra —dijo, poniéndose de pie—, pero antes vas a tener que explicarme qué está pasando con Lidia exactamente.
Valeria agachó la cabeza. ¿Cómo iba a contarle a su padre que su hija se había enamorado de un mellizo oscuro? ¿Cómo decirle, después de todo lo que su madre había hecho por ellas, que Lidia había decidido luchar en el otro bando? ¿Cómo explicarle que ella misma se había rendido y había soltado su mano en la balsa que los transportaba a casa? ¡La fe en recuperar a su hermana se había esfumado en cuanto ella había escogido a Kirko!
Con grandes zancadas, Jonay entró de nuevo en el salón. Su semblante mostraba una enorme preocupación.
—Tenemos un grave problema —anunció con voz afectada—. Todos los guardianes están despertando y Lorius ha enviado un destacamento de hechiceros para eliminarlos.
—¿Cómo sabes eso? —Daniel se acercó a él.
—La mujer de mi maestro me ha puesto en contacto con él. Está oculto en un refugio mágico al sur de Inglaterra junto con otros tres amigos que están en contra de las órdenes del nuevo Consejo. Los nuevos guardianes están quedando expuestos, y si no se unen a sus filas, los asesinan... Hay algo que me huele mal en todo esto. ¿Cómo es que el Consejo no actúa para defender a los suyos? Deberían proteger a esos guardianes. Están despertándose antes de tiempo, indefensos, sin que nadie los guíe.
—Quizá no les interese intervenir. —Daniel se encogió de hombros—. Recuerda que tanto Aldin como Coril hablaban de un traidor en el Consejo que trabaja para Lorius, por eso se rebelaron los guardianes contra nosotros. ¡Están manipulándolos!
—Mi maestro me ha dicho que han nombrado a un tal Zacarías como el nuevo presidente.
—¡Dios mío! ¡¿El maestro de mamá es el traidor?! —Valeria se llevó las manos a la cabeza, aturdida por la nueva información.
—Creo que es hora de que recibas tu herencia —intervino su padre—. Tu madre me dijo que si las cosas se torcían demasiado, debía entregarle a la guerrera su diario. Y creo que esa eres tú, Valeria.
—¡Papá! —El hombre se detuvo y giró sobre sus talones—. Deberías saber que he visto a mamá en Silbriar. De alguna manera, su espíritu vive allí y nos acompaña.
—Yo también la vi —confesó Érika, entusiasmada—. Vivía entre las flores y la brisa del oasis. ¡Ella está allí!
Con un nudo en la garganta y decenas de lágrimas empañando sus ojos, Luis abrazó a sus hijas con fuerza. Estaba visiblemente emocionado, y quería creer que, en un mundo mágico, Esther todavía podría vivir, aunque fuese en el aire de los bosques encantados.
Érika dormitaba sobre el sofá emitiendo un dulce ronroneo, como si fuese un tierno minino que se deleitaba con un merecido descanso después de tantos sobresaltos. Luis la había arropado con una gruesa manta tras entregarle el diario de Esther a su hija. Enseguida, Valeria reparó en que no se encontraba ante un diario cualquiera, como los que estaba acostumbrada a apreciar en las librerías. Este era de un tamaño considerable, parecido a los libros que había curioseado en Silbriar. Lo sujetó entre sus manos con cierta expectación. Deslizó la mano sobre la tapa dura y advirtió los precisos y misteriosos relieves que lo conformaban. Eran jeroglíficos, símbolos que ya había observado en muchos de los ejemplares que lucían dichosos en la estancia circular del gran mago Bibolum Truafel. Lo apoyó sobre sus rodillas y acarició sus páginas envejecidas por un paso del tiempo que había sido grato con ellas. No existían ni manchas ni rotos que hubieran castigado su exquisita composición.
Le sorprendió descubrir que no comenzaba con el relato de su madre, sino con el de su bisabuela, Alma Blázquez, una curiosa artesana a la que le habían regalado unos zapatos rojos rubí y que, poco después, al juntarlos accidentalmente mientras se dirigía a la iglesia, la habían transportado a un mundo de fantasía, de ensueño.
Pensé que había muerto y me encontraba en el cielo. Los pájaros cantaban, las flores danzaban, y un pequeño riachuelo me daba la bienvenida creando diminutas columnas de agua que se alzaban para ofrecerme beber. Entonces, apareció ante mí un sendero con azulejos amarillos que me mostraron el camino a seguir.
—¿Has encontrado algo que pueda servirnos? —Daniel se había sentado a su lado tras devorar una de las famosas tortillas de su padre. Ella desconocía su ingrediente secreto para que quedaran tan ricas, y estiró una de las comisuras de sus labios al percatarse de que no era el único misterio que rodeaba a la familia—. Tal vez tu madre haya reunido pistas que ahora podrían sernos de utilidad.
Ella asintió mientras pasaba las hojas, escritas con una letra estilizada y abigarrada, y llegaba hasta otras, con una caligrafía más diminuta y estrecha. Su abuelo había regentado un pequeño negocio de calzado durante muchos años. Pensó en si su dedicación y fascinación por los diferentes estilos de zapatos tendría algo que ver con que su madre hubiera poseído unos mágicos. Se detuvo ante unas frases que llamaron su atención. Su abuelo estaba tratando de dominar las artes mágicas con un sombrero.
El entrenamiento con Fitz casi acaba con mi vida hoy. Se ha empecinado en que debo también dominar su sombrero, pero para mí es imposible. Yo no soy un mago, sino un artesano. Pero él parece no entenderlo. Está obsesionado con volver a Silbriar. No se conforma con lo que yo le cuento, quiere verlo con sus propios ojos.
Valeria se revolvió en la silla y le preguntó extrañada a su padre, quien regresaba de la cocina con una botella de agua en las manos:
—Papá, ¿quién es Fitz? ¿Era el maestro del abuelo?
—No, no. Fitz era... el hijo de Ela. —Hizo una mueca mientras se rascaba la nuca—. Tu madre lo conoció como su abuelo, pero en realidad llevaba más tiempo en la familia.
—Yo no entiendo nada —intervino Nico antes de darle un gran bocado a su tortilla.
—Ela hizo que su hijo Fitz se refugiara en la Tierra cuando presintió que las cosas iban a ponerse feas en Silbriar. Él viajó hasta aquí con su sombrero. Era un mago de la realeza; pero, bueno, siempre un mago... Por lo que pudimos averiguar tu madre y yo después, él intentó llevar aquí una vida de humano. Se casó, formó una familia, pero se dio cuenta de que la mayoría de sus hijos morían poco tiempo después. Creemos que su esposa se suicidó porque se culpaba por no ser capaz de engendrar un hijo sano. Descubrimos fotos antiguas donde Fitz parecía no envejecer. Ya sabéis que los magos en Silbriar pueden llegar a tener cientos de años, y digamos que, aquí, para Fitz, el tiempo pasaba demasiado despacio. Incluso supusimos que se pintaba las canas para parecer más viejo. Sabemos que tenía una vida errante, y después de años ausente, volvió a casa, dispuesto a entrenar a sus descendientes. Quería volver a Silbriar, su hogar. Pero sabía que solo podría hacerlo cuando los tres dones estuvieran en funcionamiento, así que trató de que tu abuelo y su hermana dominaran las tres artes. Pensaba que podría regresar si lo conseguía, pero eso nunca sucedió.
—¿Cómo es que no lo conocí? ¿Cómo es que mamá no nombró nunca al abuelo Fitz?
—Valeria, yo tampoco lo conocí —le respondió él, dedicándole una sonrisa tierna—. Fitz volvió a irse años después. Estuvo presente mientras tu madre fue una niña, nada más. Para ella fue otro abuelo más, ¡tu bisabuelo! Puede que ya haya muerto. Los magos tampoco son eternos.
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