Finalmente, Luis clavó los pies en el pavimento y le lanzó una mirada reprobatoria a Valeria.
—¡Has dejado a tu hermana atrás! ¡¿Cómo has podido hacerlo?!
—No ha sido culpa suya —se adelantó a responder Daniel—. Lidia tomó la decisión de no querer volver con nosotros.
—Pero ¿por qué cometió semejante estupidez? Se acerca una gran guerra, debería estar con los suyos.
—Quiso quedarse con el chico oscuro —le aclaró Érika, encogiéndose de hombros.
Luis arqueó las cejas, confuso, y antes de que pudiera reaccionar formulando otra pregunta, Valeria lo aplacó. Había llegado el momento de pedirle explicaciones.
—Papá, ¿quién eres? ¿Un guardián? ¿Un hugui? ¿Por qué no nos habías contado nada de esto?
—¿Eres el guardián de la capa? —Érika abrió los ojos de par en par.
—No, cariño, no. —Lanzó un suspiro, resignado—. ¡Ojalá lo fuera!
—¿Entonces? —insistió Valeria—. ¿Conocías nuestros viajes desde el principio? ¿Sabías que éramos las descendientes de otro mundo? ¿Por qué no nos advertiste cuando esto comenzó? ¿Por qué no dijiste nada cuando entramos en esa tienda?
—¡Porque se lo prometí a vuestra madre! Ella quería alejaros de ese mundo. Descubrió algo horrible, una conspiración que podría poneros a todas en peligro. Así que, en cuanto nació Érika, decidió cortar sus lazos con Silbriar.
—¡No lo entiendo! Nuestro maestro nos contó que mamá no te había dicho nada y que, cuando te conoció, fue cuando dejó de ir a Silbriar.
—Valeria, ella también estaba intentando protegerme. Está terminantemente prohibido que humanos sencillos conozcan la existencia de otros mundos, y por esa razón siempre sostuvo ante el Consejo que yo ignoraba todos sus asuntos. Sobre todo, cuando constató que una sección más dura y oscura estaba organizando incursiones ilegales en la Tierra.
—Pero ¿qué fue lo que averiguó? —Ella intentaba armar un puzle en su mente que se le antojaba cada vez más enrevesado y lleno de vastas lagunas.
Luis tragó saliva varias veces, como si así pudiera despejar la garganta de las dudas que todavía lo atormentaban en las largas noches de insomnio. Debía comenzar a relatar una historia que habría preferido mantener enterrada bajo toneladas de piedras, sumergida en lo más profundo de un mar lejano, con un candado irrompible y una llave ilocalizable.
—Yo... No sé... —Apresurado, limpió sus gafas y se las colocó de nuevo, presionándose el puente de la nariz—. Vuestra madre no murió en un accidente de tráfico.
—¡Dios mío! —Valeria se tapó la boca con la mano, ahogando así un grito desesperado.
—¿Qué fue lo que ocurrió entonces? —intervino Jonay, levantándose de un salto del sofá.
—Tengo que empezar esta historia desde el principio. Se lo debo a ella. —Meditó durante unos segundos, abstrayéndose en sus propias reflexiones interiores. Había llegado la hora de su verdad, de asumir sus errores y de intentar orientar a los chicos como hubiera deseado que hiciera su mujer, Esther—. Yo soy simplemente un abogado; no tengo dones ni pertenezco a un linaje real. Soy humano. A los pocos meses de comenzar a salir con vuestra madre, ella empezó a ausentarse. A veces no la veía durante días, después fueron semanas... Al principio no le di mucha importancia, pues nuestra relación no era ni mucho menos seria. Quedábamos para ir al cine, al baile de algún pueblo o a tomar un helado. Y era evidente que yo estaba más interesado en ella de lo que ella pudiera estarlo de mí. Pero nuestra relación fue creciendo y le pedí matrimonio a los dos años de nuestra primera cita. Y ella, en vez de asentir eufórica como todo novio impaciente habría deseado, se quedó pálida, sin palabras. Se puso nerviosa y comenzó a tartamudear. Yo todavía estaba digiriendo el más que indudable rechazo cuando me contó una historia increíble. Me dijo que necesitaba ser sincera conmigo si iba a dar el gran paso y convertirse en mi esposa.
»Esa fue la primera vez que me habló de Silbriar y de los objetos mágicos. Me confesó que era una guardiana, como lo había sido su padre y, a su vez, su abuela. Que todas esas ausencias estaban justificadas porque viajaba al otro mundo para instruirse en las artes mágicas y... —Presionando sus labios, aguantó la respiración—. Yo me eché a reír.
—Papá, ¿no la creíste? —le preguntó la pequeña, desconcertada.
—Pensé que estaba tomándome el pelo, que estaba dándome calabazas inventándose una excusa absurda para no decírmelo abiertamente o que...
—Estaba loca. —Valeria concluyó la frase con profundo pesar. Hundió su rostro entre las manos y negó con la cabeza.
—Tienes que comprender mi posición. Estaba arrodillado ante los pies de tu madre, y ella me contaba una historia disparatada sobre magos y cuentos de hadas. ¡Estaba petrificado! ¡Asustado! Pensé que había estado saliendo con esa mujer durante dos años seguidos y no la conocía. —Suspiró larga y profundamente. Volvió a hacer una pausa para aunar las fuerzas suficientes que lo empujaran a proseguir. No quería revivir la muerte de Esther, solo quería olvidar aquellos días de angustia en los que la soledad lo abrazaba y le susurraba que iba a ser su nueva compañera—. Me fui de allí y la dejé llorando, maldiciéndose por el error que había cometido al confiar en mí. Yo no dormí durante días. Me sentía culpable por no dejar que se explicara, por haberme burlado de ella de aquella manera tan infantil y porque yo... la amaba. Así que me planté delante de la puerta de su casa dispuesto a escucharla, pero ella siempre fue testaruda y algo orgullosa y no quiso recibirme. Durante tres semanas, cada vez que salía del trabajo, me dirigía a su casa, tocaba el timbre y esperaba horas a que ella abriera, pero no lo hacía. Hasta que un día vuestro abuelo me dijo: «Si tienes el valor de presentarte aquí todos los días a pesar de salir derrotado cada noche, es que eres digno de entrar en nuestra familia».
—Recuerdo que mamá me contó esa historia, pero de otra manera —meditó Valeria, dejando escapar una leve sonrisa de sus labios—. Ella me dijo que, tras una pelea tonta, tú casi dormías bajo su ventana con tal de recuperarla.
—¡Mamá era la mejor del mundo! —exclamó Érika—. Ella sabía que la magia existía pero que los malos querían destruirla.
—Sí, era la mejor... —Él se dejó caer sobre el sofá y colocó a la pequeña sobre su regazo.
Otro temblor los sobresaltó. Érika se abrazó a su padre, asustada, y Valeria cerró los ojos, como si así pudiera ignorar la pesadilla que estaba viviendo. Daniel se apoyó en la pared para evitar perder el equilibrio mientras Nico corría hacia la puerta seguido de Jonay. La abrió, y fue testigo de cómo una marea de vecinos contemplaban atónitos las extrañas luces del cielo. Las sirenas no cesaban. Sonaban en la lejanía sin descanso, acrecentando la confusión en sus rostros.
—Deberíais llamar a vuestros padres —dijo Luis al cese del pequeño sismo—. Tienen que estar muy preocupados.
Daniel y Nico intercambiaron una mirada fugaz en la que el guardián de la espada mostraba su negativa.
—Está bien, lo haré yo —aceptó Nico con resignación.
—Ahora mismo soy la oveja negra de la familia, así que me echarían la culpa de todo. Intenta calmarlos. Tienen que estar muy asustados por lo que está pasando.
—A mí me gustaría llamar también al restaurante —dijo Jonay, siguiendo los pasos de Nico hasta la cocina—. Tengo que localizar a mi maestro.
Valeria alzó la vista y clavó la mirada en los ojos castaños de su padre. Eran iguales a los de Lidia: rasgados y vivaces. Y aunque la pena había decidido instalarse en ellos, todavía albergaban una chispa incombustible que le revelaba que, aunque no fuera un guardián, poseía un corazón guerrero y que no se rendiría hasta ganar su propia batalla.
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