—Mmm, qué bueno… —se relamió Extra Nina.
—Es Lindt —puntualizó modestamente Mónica.
—¡Dame más! —Gabriela volvió a extender la mano.
—No. Dejemos algo para más tarde.
—¿Cuándo es más tarde? ¿Cuando nos maten?
—¿Y tú por qué no cogiste?
—Porque estaba pendiente de las armas.
—Por eso se te olvidaron los cartuchos…
—¡No os peleéis! —las interrumpió Extra Nina—. Gabriela tiene razón. Nunca se sabe. Hay cosas que no se deben dejar para más tarde. El chocolate es una de ellas.
Mónica suspiró, sacó la otra mitad, la partió y, en un tono de reproche, se lamentó:
—Ahora solo nos quedan los bombones de caramelo.
Se quedaron tumbadas, saboreando extasiadas los últimos trozos de chocolate. Pero al cabo de pocos minutos empezaron a castañetearles los dientes. El frío se había filtrado inadvertidamente a través de la ropa.
—¿Habéis traído mantas de lona? —preguntó Extra Nina apoyándose en el codo.
—Nadie nos avisó —respondió Mónica.
—Eso pasa cuando no hay una instrucción unitaria. —Extra Nina sacó de su mochila un trozo de lona y lo desplegó—. ¡Acercaos!
Las tres se acurrucaron bajo la manta. El calor de sus cuerpos se fundió y las envolvió en una cápsula invisible.
—Jamás os quedéis sin manta ni sin balas en el monte —susurró Extra Nina—. Sin chocolate se sobrevive, pero sin manta ni balas estáis perdidas. Al menos dos balas. Una para cada una. No os deben capturar con vida. De lo contrario os torturarán.
«Os torturarán…», repitió para sí la veterana.
El sabor del chocolate se mezcló con el amargor de un recuerdo doloroso. Sintió ardores en la boca del estómago, como si se hubiera tragado una cucharilla candente. Empezó a sudarle la frente, pero no se le humedecieron los ojos.
—¿A ti te torturaron? —preguntó en voz baja Gabriela.
Sus finos dedos tibios se aferraron a los de Extra Nina.
—Aquello que me ocurrió —empezó Extra Nina— en realidad no me sucedió a mí. Aquella muchacha ya no existe. No está. Y no soy ella, esta es la única manera de seguir viviendo. Incluso cuando consigo vengarme, no lo hago por mí, sino por ella. Así es más fácil…
Apretó la mano de Gabriela y continuó con voz seca y plana, como si se tratara de otra persona:
—¡Pobre Dimitrichka! La arrestaron cuando volvía del colegio, con el bolso lleno de cuadernos. Deberes que nunca iba a revisar. Su pistola estaba debajo del colchón. La encontraron en el registro. Una pistola de chicha y nabo, pero serviría… La esposaron y la mandaron directamente a Vratsa, al sótano de la oficina provincial de la policía. Fueron tres: el inspector Bázov, un tal Ivanoolu y un tipo gordo y sonrosado llamado Kúzov. Bázov le pareció enorme. Nada más entrar empezaron: «O sea que tú, mocosa roja, ¿les das a tus alumnos a leer a Geo Mílev? 14 ¿Y a aquel lumpen soviético de Mayakovski?». La pobre pensó que la iban a acusar de subversión ideológica. «Eso no es un crimen —dijo audaz—. Geo Mílev aprendió de Marinetti. ¿Saben quién es Marinetti? ¡El poeta favorito de Mussolini!». «¡No queremos saber nada de ese gilipollas de Marinetti! —Bázov le dio un guantazo—. Y Mussolini nos importa un carajo. Aquí manda solo Adolf Hitler. ¡Bulgaria ante todo! Y, para tu información, esta paliza no es por unos puñeteros poetas pelagatos, sino por otra cosa bien diferente. Ahora dinos, ¿con quién de esta unidad te reúnes?». «Con nadie…». ¿Qué podía decir? Entonces le quitaron la ropa, la amarraron a un caballete para cortar leña y trajeron un manojo de varillas de cornejo humedecidas en vinagre. «¡Pero qué carne más bonita y blanca tienes! —dijo Bázov sonriendo—. Una lástima». Y empezaron a azotarla hasta que brotó sangre.
—Dimitrichka —susurró Gabriela—. ¿Es ese tu nombre real?
—Dimitrichka… —repitió Mónica con ternura.
—Y Dimitrichka solo repetía: «No conozco a nadie, no me he reunido con nadie». ¿Cómo iba a traicionar a los camaradas? ¡¿Cómo iba a traicionarse a sí misma?! Entonces entraron otros dos uniformados. Los cadetes Sávov y Garménov, del Regimiento de Infantería de Vratsa. «Es ella —dijeron—, solía venir a hacer propaganda en los bailes del centro cultural. Le dijimos que éramos de la Unión de las Juventudes Obreras porque nos la queríamos cepillar. Pero no se dejó. Le mentimos diciendo que habíamos creado una organización y que íbamos a llevar armas al monte: dos ametralladoras, bombas, fusiles, todo lo que te puedas imaginar». «No se deja, ¿eh?», se reía Bázov. «No, la muy zorra». «¡Ya se dejará, pero no con vosotros, so imbéciles! ¡Marchando!». Y salieron. Pero antes aquel cabrón de Garménov apagó el cigarrillo en su piel.
—¡Ay! —Gabriela se estremeció, como si el cigarrillo la hubiera quemado a ella.
—«¡Renuncia! ¡Renuncia y te soltamos! —gritaba Bázov—. De todos modos, ya lo sabemos todo. Sabemos quién te hace los encargos y a quién rindes cuentas». «¡No, no renunciaré jamás! ¡Jamás!», gemía ella. ¿Qué quedaría de mí entonces? ¡Nada! Un ser despreciable y cobarde que se introdujo en el seno del Partido. ¡Ten cuidado, Dimitrichka! ¡Yo misma te aplastaré la cabeza si renuncias!
—¡Pobrecita! —la abrazó Mónica.
—¡Yo no, yo no! Ella… —decía Extra Nina—. La bajaron del caballete y la colgaron de un gancho en el techo, cabeza abajo. «¡Recita a Mayakovski ahora, so perra! No te oigo, no te oigo…». Y venga a pegarle con la manguera en los talones.
—¡En los talones! —Mónica contrajo el gesto.
— «Como un lobo / devoraría la burocracia, / no siento respeto / por las credenciales / y mando / a todos los diablos / todos los “papeles”. / Pero este…». 15 «Pah —escupió Bázov—. ¡Y a eso lo llaman poesía! Ahora verás tú lo que es el poder soviético y la electrificación. Kúzov, ¡coge los cables!».
—¡Qué cabrones!
—Kúzov dispuso los cables…
Nina se convulsionó, como si por su cuerpo volviera a pasar la corriente eléctrica.
—Enchufaron y desconectaron la corriente varias veces, hasta que perdió la conciencia. Volvió en sí en medio de un charco de excrementos. Sentía algo detrás, en el ano…
—¡¿Qué era?!
—No lo sabía. Tan solo veía un cable que sobresalía como una cola de cerdo. Bázov se agachó, la miró a los ojos y prendió el extremo. La mecha empezó a chisporrotear. «Tienes tres minutos exactos para confesarlo todo».
—¡No! —gritaron aterradas las chicas.
—¡Sí! ¡Le habían metido un palo de dinamita, aquellos monstruos! «Hasta aquí hemos llegado —pensó ella—, se acabaron mis penas. He sido leal hasta el final». Quería gritar, cantar algo revolucionario, pero la pobre no tenía fuerzas. No tenía fuerzas para recordar nada de su vida pasada. Solo podía contar mientras la mecha se acortaba. «¡Vaya limpieza nos va a tocar hacer!», dijo Bázov y salió de la habitación con los demás. Se quedó completamente sola. La mecha seguía siseando, hasta que de pronto se calló. Pasaron un par de segundos: nada. Pasaron otros cinco: sin cambios. Resultó que no era dinamita, sino un cirio grueso… Pero ella no lo sabía. Pasó toda la noche tumbada, sin hacer otra cosa que no fuera respirar.
El viento susurraba en lo alto de las copas de los árboles y llenaba el bosque de sonidos y gemidos. Los huecos que dejaban las hojas cambiaban continuamente de forma; de tanto en tanto asomaba a través de ellos alguna estrella que se reflejaba en los ojos vidriosos de Nina. Las chicas habían entretejido los dedos de las manos con los de ella y, emocionadas, contenían el aliento.
—¿Y cómo lograste huir? —preguntó por fin Mónica.
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