1 ...6 7 8 10 11 12 ...16 —Pues yo he oído que ya tienen una segunda ametralladora con mil cartuchos —añadió Lenin.
—¡Tonterías! —dijo Medved, incapaz de contenerse más—. ¿Dónde lo has oído? ¿Acaso lo han dicho en Radio Moscú?
—Si no tenemos ametralladoras, al menos vamos a…, eso, reforzar la sección femenina —dijo el tío Metodi con un tono tan ansioso que provocó una risotada malsana.
—¡Tú limítate a cuidar de tu Penka! —exclamó Medved con la boca torcida en un gesto de desdén.
—Nosotros, los miembros de la Unión Nacional Agraria, estamos a favor —se posicionó un hombre enjuto y con rostro de labrador, tostado por el sol, que hasta el momento había estado callado.
—¿A favor de qué?
—De reforzar la sección femenina. —La respuesta fue clara y la acompañó una mano levantada.
En un profundo e inconsciente impulso democrático, codificado en la propia naturaleza humana, todos, a excepción de Medved y Extra Nina, levantaron las manos y votaron sin que se hubiera establecido el procedimiento de la votación. Medved buscó con la mirada a Bótev, con la esperanza de que se lanzara a otra autocrítica, pero comprobó con amargura que él también había alzado la mano.
—Creo que la decisión está por completo en línea con la llamada del Partido a la masificación del movimiento partisano y a la movilización de la juventud estudiantil —concluyó Extra Nina, que también levantó la mano.
«Primero abandonan las armas y ahora imponen la democracia», pensó Medved alarmado. La influencia nociva de las muchachas ya tenía resultados evidentes. A saber qué otros peligros escondían…
—En lo relativo al irresponsable abandono de las armas —proclamó el comandante con voz llana—, impongo un castigo disciplinario a todo el destacamento, incluidos aquellos que han permitido semejante conducta frívola por parte de sus camaradas. Para la cena se servirá la ración habitual de las últimas dos semanas. El guiso quedará para la comida de mañana. Ha terminado la reunión.
***
La noticia de que la cena había sufrido cambios radicales tuvo una profunda repercusión en el espíritu de los partisanos. Delante de la cocina, desde la que seguía brotando el aroma de las alubias cocidas, se formó una cola melancólica. Con cierto pudor, el Arbusto entregaba a cada uno una rebanada de pan poco hecho cubierta con un trozo de tocino y una cebolla. Gabriela y Mónica también hicieron cola, se llevaron sus raciones y se sentaron en el corro de hombres malhumorados. Mientras masticaban apáticos, los partisanos no perdían de vista sus maltrechos fusiles, amontonados a sus pies. El sol había desaparecido detrás de las cumbres y sobre la pradera cayó una sombra densa y oscura, como si un dinosaurio enorme hubiera echado sus posaderas sobre ella. El bosque empezó a susurrar, se oyeron las voces del búho y del mochuelo.
Las muchachas observaban con interés su modesta cena. Con su navaja suiza multiusos, Mónica había pelado y partido con cuidado la cebolla en rodajas regulares. Gabriela dio un mordisco al tocino, cerró los ojos e hizo un gesto de aprobación.
La comida popular estaba sabrosa.
—¡Que aproveche! —dijo alguien con sarcasmo.
Las chicas no terminaban de entender qué inconveniente veían los camaradas en esa combinación tan apetitosa, pero notaban que su enfado de alguna manera iba dirigido también contra ellas. De pronto una se dio una palmada en la frente:
—¡Pero si tenemos sándwiches!
Abrieron sus mochilas y sacaron varios paquetes envueltos en finas servilletas de color rosa estampadas con conejos de Pascua. Los desenvolvieron y se los ofrecieron a los camaradas. Los sándwiches eran pequeños, triangulares, elaborados a la inglesa. La rebanada superior era de pan blanco, y la inferior, de pan negro. Entre ellas había una hoja de lechuga, un pepinillo, jamón de York o salchichón húngaro untados con mostaza bávara y una loncha de queso amarillo con agujeros. Los había de rosbif y rábano picante. También de paté y pimiento. Cada bocadillo estaba asegurado con un palillo de dientes para que no se abriera.
—¿Pero qué es esto? —exclamó el Enterrador, que retiró con cuidado el palillo y miró entre las rebanadas. Tomó el queso, dobló la lengua como si fuera un canutillo y metió la loncha dentro—. ¡Menudo queso!
—¡Venga ya! —El Clavo le dio un empujón.
—Es emmental —explicó Mónica tímidamente.
Los sándwiches pasaban de mano en mano: los partisanos los admiraban, llenos de asombro.
—¡Venga, comed ya! —los alentó Dicho—. ¿Es que nunca habéis visto pan con salchichón?
Tijón enseguida se metió uno en la boca, pero se atragantó con el palillo.
—Te dije que sobraban los palillos —le susurró Gabriela a su hermana.
Al poco quedaban solo las servilletas.
—Este emmental es muy dulzón —señaló con indiferencia el Clavo.
Un chico de aspecto simplón y con la cara llena de marcas de viruela rompió de pronto a llorar.
—¿Por qué lloras? —le preguntó Dicho.
—Yo nunca…, ¡nunca, nunca! —repetía Tinko, del pueblo de Golets, y las lágrimas se escurrían por sus pómulos.
Probablemente la mostaza había trastornado sus sentidos, que no estaban acostumbrados a sabores tan exóticos, o quizá había otra razón existencial más profunda que no era capaz de expresar.
Medved estaba sentado fuera del corro, sumido en sus propios pensamientos sombríos. Era como si un recuerdo terrible lo hubiera alcanzado, envolviéndolo y encerrándolo en una coraza de plomo impenetrable. En momentos así nadie, excepto Extra Nina, se atrevía a hablarle.
—Tú, camarada, ¿qué tienes en contra de las muchachas?
Medved sacó la cabeza de su caparazón como una tortuga:
—Un instinto de clase.
—Te equivocas. Serán unas partisanas excepcionales.
Entonces se oyó un estallido sordo y por encima de los árboles voló una bengala verde de señalización, serpenteando como una estrella borracha. Empezó a disparar una ametralladora. Alguien gimió. Medved se tiró boca abajo sobre la hierba.
—¡Al suelo! ¡Al suelo!
Extra Nina se arrastró sobre los codos hasta una piedra. Apoyó su delgada carabina y apuntó en la dirección de donde procedían los tiros. Varias granadas explotaron casi a la vez.
13 Ciudad en el extremo oeste de Bulgaria.
Nada más sonar los primeros disparos, las chicas se vieron tumbadas boca abajo, con las narices clavadas en la hierba. El Clavo las había tirado al suelo y les había salvado la vida. Tinko, el de Golets, no tuvo la misma suerte. El fabuloso sabor del sándwich recién ingerido aún lo tenía cautivado. Ni siquiera se enteró de lo que pasaba y, a decir verdad, tampoco le importaba demasiado. La descarga de la ametralladora lo segó como un haz de trigo.
Por el cielo ascendió otra bengala, que reventó como una rosa e iluminó la pradera entera. Desde el bosque aparecieron figuras con cascos y bayonetas en los fusiles. Los partisanos los recibieron con fuego enfurecido e impetuoso.
—¡Ahorrad balas! ¡Disparad a matar! —gritó Extra Nina.
Las figuras se ocultaron otra vez entre las ramas. Al parecer no se esperaban una respuesta tan rápida y organizada. El Capitán Noche había esperado a propósito que el destacamento se sentara a cenar para asestar su golpe. Sin embargo, no podía saber que, debido al castigo que había impuesto Medved, los partisanos no se atrevían a separarse de sus armas. La mísera cena tampoco predisponía a la relajación ni a la fiesta. Los hombres estaban nerviosos y malhumorados.
La bengala dejó una huella de humo en el cielo. Dicho aprovechó el breve oscurecimiento, avanzó a rastras como una lagartija y lanzó su única granada en dirección a la ametralladora. Las probabilidades de que explotara eran del cincuenta por ciento. La semana anterior se le había caído en el río. Después la había estado secando con esmero al sol, pero ¿iba a funcionar? Sobre la pradera se encendió otra bengala y, justo en aquel momento, retumbó la explosión.
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