Peter H. Wilson - El Sacro Imperio Romano Germánico

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Desde su fundación con
Carlomagno hasta su destrucción, un milenio más tarde, a manos de Napoleón, el
Sacro Imperio Romano Germánico, una entidad vasta y en constante expansión, tan antigua como única, formó el corazón de Europa. Motor de invenciones e ideas, estuvo en el origen de muchos de los Estados modernos europeos, desde Alemania a la República Checa, y sus relaciones con Italia, Francia y Polonia dictaron el curso de incontables guerras. La historia europea no tendría sentido sin él. En este sorprendentemente ambicioso libro,
Peter H. Wilson aborda la tarea ingente de explicar el funcionamiento del Imperio no desde un punto de vista cronológico, sino en un titánico ejercicio expositivo en el que demuestra su trascendental importancia, y cómo el Imperio mutó a lo largo del tiempo. El resultado es un
tour de force, un libro que eleva innumerables cuestiones sobre la naturaleza de su poder político y militar, sobre la diplomacia y la esencia de la civilización europea y sobre el legado del
Sacro Imperio Romano Germánico, que durante generaciones ha perseguido y obsesionado a sus vástagos, desde la Alemania imperial y nacionalsocialista hasta la Unión Europea. Ganador Libro del año en 2016 en
Sunday Times Ganador Libro del año en 2016 en
The Economist

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Los otomanos remontaban sus orígenes a Osmán, su primer sultán y líder tribal en Bitinia, una provincia sin salida al mar al sur del mar de Mármara. Hacia 1320, Osmán completó la transición de su pueblo del nomadismo al sedentarismo. Al igual que safávidas, mogoles y habsburgos, estos impulsaron una monarquía dinástica que acabó dominando todos los grupos túrquicos tras el declive de selyúcidas y bizantinos, a los que reemplazaron. 17 Los occidentales consideraban a los otomanos musulmanes, en particular a causa de su cultura de guerra santa. Pero su ascenso dependió de acuerdos con los cristianos. El biznieto de Osmán, Bayaceto I, llamó a sus hijos Jesús, Moisés, Salomón, Mohamed y José. Para remarcar su intención de hacer del islam la fuerza unificadora de su imperio, después de conquistar Constantinopla, Mehmed II expulsó a 30 000 cristianos de la ciudad. No obstante, los musulmanes suníes solo llegaron a ser el mayor grupo de población unos 70 años más tarde, después de la conquista de Anatolia, Arabia y el norte de África. Los otomanos controlaban así los lugares santos de Medina, Jerusalén y La Meca, pero su identificación con el islam suní fue causada por el ascenso de la Persia chií al este, no por el conflicto con occidente. Los avances en los Balcanes entre 1460 y 1550 garantizaron que los cristianos siguieran conformando una parte sustancial de la población otomana. 18

La emergencia de tres imperios en el mundo musulmán ofrece instructivas comparaciones para comprender la posición del imperio entre los cristianos. Al contrario que la cristiandad, que convirtió al Imperio romano y empleó sus estructuras para edificar su Iglesia, el islam se formó en el siglo VII en una comunidad carente de estructura imperial formal. 19 El califato fue creado posteriormente para el avance de la fe y derivaba su autoridad de la descendencia de Mahoma por matrimonio, al contrario que los reyes occidentales, que afirmaban tener vínculo directo con la divinidad. El califato se hizo dinástico y se dividió entre las ramas hispana, norteafricana y de Oriente Medio. Las estructuras religiosas, por su parte, se mantuvieron descentralizadas, sin que hubiera una única jerarquía sacerdotal equivalente a los obispos de la cristiandad. La autoridad espiritual estaba diluida entre una multitud de hombres santos, maestros y exégetas de la ley coránica, cuya influencia dependía de su reputación personal de sabiduría y moralidad.

Los gobernantes musulmanes, situados fuera del orden político cristiano, no ponían en cuestión las pretensiones de singularidad del imperio. El reinado de Carlomagno coincidió con una nueva oleada de conquistas árabes, que incluyeron Cerdeña (809) y Sicilia (827). Desde la perspectiva carolingia, tal era la conducta que cabía esperar de los «bárbaros». Carlomagno despachó una embajada a Bagdad para informar de su coronación al califa Harún al-Rashid. Después de numerosas vicisitudes, los supervivientes regresaron con ricos regalos, entre ellos un elefante llamado Abul-Abbas… El elefante, desde tiempos de Alejandro Magno, era un signo tradicional de autoridad en Oriente Medio. El califa consideraba a Carlomagno un posible aliado contra su rival musulmán de España. Al igual que ocurría con las relaciones entre imperio y Bizancio, cada una de las partes interpretaba las señales según le convenía. Además, la distancia política y geográfica reducía el incentivo para formalizar relaciones. Otón I trató de contactar con el califato andalusí de Córdoba en 953, pero no proporcionó credenciales adecuadas a sus enviados. El califa, que estaba bien informado del imperio, no quedó impresionado en absoluto. 20

La conquista normanda del sur de Italia y de Sicilia, en el siglo XI, insertó una cuña entre el imperio y el norte de África islámico. Esto, combinado con la hostilidad papal durante la querella de las investiduras, garantizó que el emperador ya no volviera a liderar una cruzada tras la primera de 1095. Conrado III se unió en 1147 a la segunda, con un incompetente liderazgo francés, y participó en persona en el desastroso ataque contra Damasco de 1148. El joven Federico I Barbarroja combatió en ella y encabezó la tercera de 1190, con lo que se convirtió en el único gran soberano que participó en dos expediciones cruzadas. El prestigio de Barbarroja como emperador le sirvió para negociar con Bizancio, Hungría, Serbia, Armenia, el sultán selyúcida e incluso Saladino. Aunque la diplomacia no logró obtener una solución pacífica, al menos pudo asegurar el uso de la larga ruta a través de Anatolia que habían elegido. El inmenso ejército de Barbarroja incluía a su hijo Federico VI de Suabia, 12 obispos, 2 margraves y 26 condes. 21 Barbarroja murió en el camino y, aunque la expedición no logró recuperar Jerusalén, alivió la presión sobre los reinos cruzados y forjó vínculos más estrechos entre el movimiento cruzado y el trono imperial.

El sucesor de Barbarroja, Enrique VI, no pudo participar en la cruzada por estar enfermo, aunque en 1197 envió una importante fuerza expedicionaria. Un elevado número de alemanes, frisones y austríacos se unieron a las tres expediciones cruzadas siguientes, entre 1199 y 1229. Federico II encabezó a 3000 hombres en junio de 1228, pero su excomunión impidió que su expedición recibiera el título de cruzada. El emperador triunfó por medios pacíficos allí donde otros habían fracasado con métodos más violentos, si bien también es cierto que tuvo la fortuna de llegar a Tierra Santa justo cuando el reinado de Saladino había quedado dividido entre tres sultanatos rivales sometidos al ataque de los mongoles. El sultán Al-Kamil Muhammad al-Malik quedó impresionado por la actitud relativamente abierta de Federico hacia el islam y su protección de los refugiados musulmanes de Lucera, cerca de Foggia, en el sur de Italia. La mayor parte de estos habían sido deportados de Sicilia por Enrique VI para ganarse el favor de los habitantes cristianos tras conquistar la isla en 1194. A partir de 1223, Federico incrementó las deportaciones hasta que la población de Lucera alcanzó los 60 000 habitantes. Si bien bizantinos y normandos ya habían empleado la expulsión como método de control, la acción de Federico fue única, pues reasentó la población y creó en sus posesiones continentales una comunidad dependiente de su patronazgo. Lucera le proporcionó unos 3000 soldados de élite que, al ser musulmanes, tenían el valor añadido de ser inmunes a la excomunión papal y le sirvieron con lealtad, incluso en la expedición de Jerusalén. 22 Estas circunstancias favorecieron el acuerdo entre Federico y al-Kamil. En el Tratado de Jaffa de febrero de 1229 se concedió al emperador el control de Jerusalén durante 10 años, 5 meses y 40 días, el tiempo máximo que la ley islámica permite alienar propiedad a los no musulmanes. Aunque al-Kamil retuvo el control de la Cúpula de la Roca, concedió corredores de acceso a Belén y Nazaret y entregó a Federico un elefante. El 17 de marzo de 1229, Federico fue coronado rey de Jerusalén en el Santo Sepulcro. Fue el único emperador del Sacro Imperio que visitó la ciudad.

Los partidarios de Federico ensalzaron su coronación como el amanecer de una nueva era, lo cual atizó expectativas irreales y decepciones inevitables. Los templarios y los sanjuanistas condenaron el tratado por no recuperar las tierras perdidas. Sobre el papel, Federico seguía siendo rey de Jerusalén, si bien entregó el gobierno directo a Alicia de Champaña (tía de su segunda esposa) que ejercía de regente. La ciudad fue entregada a los sarracenos cuando expiró la cesión, en 1239. Menos de cinco años después, el reino latino había quedado reducido a cinco localidades costeras libanesas. Estas pasaron a los angevinos, que habían asumido en 1269 los intereses mediterráneos de los Hohenstaufen. El último puesto cruzado (Acre) cayó en manos musulmanas en 1291.

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