Peter H. Wilson - El Sacro Imperio Romano Germánico

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Desde su fundación con
Carlomagno hasta su destrucción, un milenio más tarde, a manos de Napoleón, el
Sacro Imperio Romano Germánico, una entidad vasta y en constante expansión, tan antigua como única, formó el corazón de Europa. Motor de invenciones e ideas, estuvo en el origen de muchos de los Estados modernos europeos, desde Alemania a la República Checa, y sus relaciones con Italia, Francia y Polonia dictaron el curso de incontables guerras. La historia europea no tendría sentido sin él. En este sorprendentemente ambicioso libro,
Peter H. Wilson aborda la tarea ingente de explicar el funcionamiento del Imperio no desde un punto de vista cronológico, sino en un titánico ejercicio expositivo en el que demuestra su trascendental importancia, y cómo el Imperio mutó a lo largo del tiempo. El resultado es un
tour de force, un libro que eleva innumerables cuestiones sobre la naturaleza de su poder político y militar, sobre la diplomacia y la esencia de la civilización europea y sobre el legado del
Sacro Imperio Romano Germánico, que durante generaciones ha perseguido y obsesionado a sus vástagos, desde la Alemania imperial y nacionalsocialista hasta la Unión Europea. Ganador Libro del año en 2016 en
Sunday Times Ganador Libro del año en 2016 en
The Economist

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Bizancio

En 800, Carlomagno y el papa León III establecieron un imperio que no era ni singular, ni el único que afirmaba ser romano. La pervivencia de Bizancio durante otros 653 años fue crucial para dividir la Europa cristiana en dos esferas políticas y religiosas, oriente y occidente, cuyo legado persiste hoy. Al contrario que el emperador de occidente, que también era rey, su homólogo bizantino era únicamente emperador. Hubo regencias en el este, pero nunca interregnos como en el oeste, con prolongados periodos sin un emperador coronado. Bizancio nunca desarrolló una normativa clara que rigiera la sucesión como las que se acabaron creando en el imperio tardomedieval. Entre los siglos IV y IX, el ejército, el Senado y el pueblo participaron, en coaliciones diversas, en la elección de los emperadores de oriente. Los candidatos elegidos se alzaban sobre un escudo entre los vítores de sus soldados, pero no se coronaban en una ceremonia religiosa. Antes de la dinastía macedonia, que detentó el poder entre 867 y 1056, nunca hubo más de cuatro generaciones de una misma familia en el trono imperial. La práctica de nombrar un sucesor surgió en el siglo X. Con los Commenos se estableció un régimen hereditario (1081-1185) y de nuevo con los Paleólogos (1259-1453).

Los emperadores bizantinos asumían el poder de forma directa. Desde 474 se celebraron coronaciones, pero sin ninguno de los elementos sacros que fueron apareciendo de forma gradual durante el siglo XIII a causa de la influencia occidental. Se esperaba del emperador que gobernase como un rey del Antiguo Testamento, que, aunque no era considerado un dios, se le creía similar a uno, pues reinaba Dei Gratia , por la gracia de Dios, en pío y directo sometimiento a la voluntad divina. Los emperadores bizantinos seguían el ejemplo de Constantino, en el siglo IV, pues ejercían control directo de su Iglesia por medio del nombramiento del patriarca de Constantinopla. Los patriarcas conservaban su autoridad moral y podían imponer penitencia a emperadores descarriados. El intento fracasado de la familia imperial de retirar las imágenes del culto en 717-843 también demostraba que su dominio de los asuntos religiosos tenía límites. No obstante, podían deponer a patriarcas recalcitrantes, así como imponer mayor control doctrinal a partir del siglo XI, hasta el punto de imponer a su clero la indeseada y breve reunificación con Roma de 1439. Esta unión de poderes papales e imperiales la censuraban los occidentales, que la calificaban de cesaropapismo . 2

Al contrario que Roma, Constantinopla siguió siendo, hasta la Baja Edad Media, una de las principales capitales mundiales. Aunque su población se redujo después de alcanzar su cifra máxima de medio millón de habitantes durante el siglo VI, cinco siglos más tarde seguía contando con 300 000 de una población en todo el Imperio bizantino de 12 millones. El Gran Palacio, iniciado por Constantino y que en la actualidad es el palacio de Topkapi, rebosaba de maravillas tales como leones mecánicos, un trono que se elevaba solo y un órgano de oro, que ofrecían al impresionado visitante occidental imágenes deslumbrantes de esplendor imperial. La compleja etiqueta cortesana perpetuaba una impresión de sólida tradición a pesar del colapso de la mayor parte de la infraestructura de la Antigüedad, como el sistema educativo. El imperio cambió de forma sustancial pero siguió manteniendo un gran ejército permanente, una burocracia y un sistema impositivo, elementos que ya no existían en occidente. Esta continuidad y coherencia permitieron a Bizancio desarrollar, hacia el siglo VII, lo que se denominó «gran estrategia». Esta, que combinaba diplomacia, evitar riesgos innecesarios y el empleo cuidadoso de sus limitados recursos militares, le permitieron sobrevivir contra formidables amenazas, así como protagonizar impresionantes recuperaciones después de sufrir graves derrotas. 3

En torno a 794, las diferencias teológicas entre oriente y occidente ya eran notables a causa del desacuerdo por la imaginería religiosa y se hicieron más pronunciadas a causa de los esfuerzos de la reforma gregoriana por alcanzar la uniformidad doctrinal. Estos desacuerdos se hicieron permanentes con el cisma de 1054, cuando tuvo lugar la separación definitiva entre las Iglesias oriental y occidental. 4 No obstante, incluso los clérigos más fervientes veían con inquietud la existencia de dos imperios y la división de la cristiandad. Sin embargo, si no se tienen en cuenta las polémicas, entre los siglos IX y XII la tensión religiosa este-oeste se limitaba a la competición por los corazones y las mentes de los europeos del norte y centro-este. La aceptación de la cristiandad latina o griega era un signo crucial de influencia imperial y el resultado reflejaba el equilibrio entre el imperio y Bizancio. Los líderes paganos lo comprendieron con rapidez, pues explotaban la rivalidad entre imperios para aumentar su propio prestigio e influencia.

El choque fue más evidente en la región del «gran imperio moravo» que surgió en las fronteras orientales del imperio a principios del siglo IX, pero que colapsó en torno a 907. En la década de 860, una expedición misionera bizantina encabezada por Cirilo y Metodio tuvo cierto éxito en la región gracias a la traducción de las Escrituras al idioma eslavo. El papa Adriano II se vio obligado a aceptar esto con el fin de conservar el reconocimiento de la Iglesia latina en aquellos territorios. En el siglo IX, la reforma gregoriana impugnó la liturgia eslavónica; los croatas la conservaron, aunque siguieron reconociendo la autoridad de Roma. Los otónidas lograron atraer a Polonia y Hungría a la Iglesia latina gracias a la concesión del estatus de reyes a sus caudillos. Bulgaria se inclinó hacia la Iglesia oriental durante la década de 890, gracias en particular a Cirilo, el cual desarrolló un nuevo alfabeto (el cirílico) que permitió a su población abrazar el cristianismo y conservar su lengua vernácula. De igual modo, Kiev optó en 988 por el cristianismo ortodoxo y lo extendió a lo que más tarde se convirtió en Rusia. Serbia le siguió en 1219, a pesar de los crecientes problemas políticos de Bizancio. 5

Los armenios, considerados cismáticos por Bizancio, aprovecharon la primera cruzada para contactar con Roma y el imperio en 1095-1096. Al igual que sus homólogos de Polonia y Hungría, el príncipe León de Armenia esperaba ser reconocido rey a cambio de aceptar su incorporación a la órbita político-religiosa de occidente. En 1195, Enrique VI envió al obispo Conrado de Hildesheim para coronar tanto a León como al príncipe Aimerico de Chipre, que reinaron bajo la soberanía nominal del imperio. A partir de 1375, el contacto entre el imperio y Armenia se hizo intermitente, pues esta última se convirtió en campo de batalla entre Persia y el Imperio turco en expansión. Los emperadores del siglo XVII intercedían por los misioneros jesuitas y trataban de persuadir al sah persa para que rescindiera las leyes represivas contra los cristianos. Aunque Armenia se había perdido para siempre, el sentimiento de conexión siguió siendo lo bastante sólido como para que, en 1698, el elector palatino Juan Guillermo se plantease erigirse rey de Armenia, para asegurar la región para el catolicismo y elevar a su familia al estatus de realeza europea. 6

La rivalidad religiosa tenía su contrapunto político en el «problema de los dos emperadores». Tanto Bizancio como el imperio rechazaban la solución de dos imperios romanos paralelos adoptada en la Antigüedad. 7 Ambos reclamaban preeminencia exclusiva, pero ninguno de ellos tenía demasiada intención de imponerse por las armas. En 806-809, Carlomagno conquistó Istria, el último puesto bizantino en el norte de Italia. Durante la década de 860, Luis II trató de subordinar las posesiones bizantinas y lombardas del sur, algo que volvió a intentar Otón II un siglo más tarde. Pero, por lo demás, ambos imperios se abstuvieron de combatir entre sí y optaron por ignorarse mutuamente. En el mejor de los casos, Bizancio estaba dispuesto a ver al emperador rival de occidente como un nuevo Teodorico, que gobernaba tierras que seguía reclamando como suyas. Los documentos bizantinos empleaban el término basileus , que se tradujo como «emperador» pero por debajo del rango de un «césar». Las pretensiones occidentales de ser Imperator Romanorum airaban a la corte bizantina y contribuyeron al fracaso reiterado de las misiones diplomáticas carolingias y otónidas. Los occidentales respondieron de igual modo, pues denominaban al emperador bizantino Rex Graecorum y presentaban a Carlomagno como el vencedor de los afeminados griegos. 8

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