Eiríkur Örn Norddahl - Illska

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Agnes y Ómar se conocen una gélida madrugada en el centro de Reikiavik. Tres años después, Ómar reduce su casa a cenizas y abandona el país. Pero esta historia comienza mucho antes, en 1941, cuando la mitad de los habitantes de la ciudad lituana de Jurbarkas son asesinados en un bosque de los alrededores.Dos de los bisabuelos de Agnes estuvieron en esa masacre —uno disparó al otro— y, tres generaciones después, Agnes ha convertido el Holocausto y los populismos xenófobos en el centro absoluto de su vida. Y su obsesión la lleva hasta Arnor, un neonazi cultivado… Traducida a siete idiomas y celebrada unánimemente por la crítica, Illska se sitúa en el corazón de la actual crisis de valores europea y explora, a través de un argumento adictivo, la preocupante deriva sociopolítica de Europa.

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***

Primero, los nazis mataron a los discapacitados. Pero encontraron considerable resistencia. Padres y tutores, hermanos y hermanas se pusieron furiosos, escribieron a los periódicos y telefonearon a las autoridades. No matéis a nuestros hijos, dijeron, no matéis a nuestras hermanas ni a nuestros hermanos. Se cerraron los campos de exterminio para discapacitados.

Cuando, más tarde, los nazis empezaron a matar judíos, el pueblo no puso pegas, precisamente porque las dos sociedades estaban separadas. Padres y autoridades, hermanos y hermanas se encontraban sencilla y exactamente en la misma situación que los niños a los que querían matar. Pertenecían a la misma sociedad, que fue totalmente exterminada. Lo esencial era que sus miembros estaban todos en el mismo lado de la línea divisoria.

***

El (hasta entonces) desmesurado interés suyo por la segunda guerra mundial o el Holocausto comenzó cuando su abuelo le dio un cachete. Como en cualquier manual de psicología. O en una de las novelas de formación del siglo xix.

Era el año 1987, y Agnes tenía ocho años. Estaba en Jurbarkas con sus padres (aunque uno huyera del comunismo, eso no significa que no pudiera volver de visita de vez en cuando). Su lituano no daba para entender todo lo que pasaba. Cuando era pequeña, a sus padres les dijeron que no causaran problemas a los niños haciéndoles aprender muchos idiomas, y cuando Dalia y Kestutis consiguieron adquirir un dominio aceptable del islandés, dejaron de hablar con Agnes en lituano, aunque siguieron haciéndolo entre ellos. Dalia aprendió islandés muy deprisa, pero Kestutis siempre cometía errores, y cuando Agnes era niña, hablaba en correcto islandés con su madre y en islandés chapurreado con su padre, y a veces hacía de intérprete entre ambos.

El padre de Dalia era Henrikas Zubovas. Su mujer, y abuela de Agnes, Sara Zuboviéne (Banai de soltera), era judía. Sus padres fueron asesinados por los nazis en el verano de 1941. O al menos eso es lo que se afirmaba en voz alta, si bien la verdad era un poco más complicada y no tan agradable (quizá recordaréis que ya hemos dicho que fue Vilhelmas quien mató a Izsak —¡después habrá más cosas!)—. Ella huyó al comienzo de la invasión, volvió después de la guerra y se casó con Henrikas, que era católico, y nunca hablaron de la guerra, ni siquiera cuando su hija se casó con el hijo de Lukauskas, aunque su padre y su abuelo paterno hubieran sido sicarios de los nazis.

Sara Zuboviéne era uno de los ocho judíos que vivían en Jurbarkas. A su muerte, el año 1999, solo quedaba ella. Era la única. De adulta, nunca practicó la religión judaica. Pero, con todo, fue la última persona judía de Jurbarkas, y algunos lo recordaban con pena al hablar de ella, aunque a ella esas palabras no le agradaran lo más mínimo.

***

Y todo esto encaja maravillosamente con la paradójica esencia del fascismo. Los nazis sentían una inmensa nostalgia del pasado, al mismo tiempo que un gran entusiasmo por la técnica, eran a un tiempo música retro y contemporánea, naturaleza y acero, holocausto organizado y masacres caóticas, pornografía, magia y cultura sublime, con una mano administraban medicamentos homeopáticos y, con la otra, gas nervioso, estudiaban astrología y estrategia militar, numerología y burocracia —un partido de derechas e izquierdas al mismo tiempo—. Y precisamente por esa idiosincrasia nos fascina —nos fascinan sus espantosos logros—. ¡Que fuera posible algo así! ¡Qué energía, qué capacidad de liderazgo, qué empuje!

¡Ay, jo, te amo!

***

Agnes no sabía nada de los judíos. Había oído la palabra, pero no la relacionaba con nada específico. En ese momento estaba sentada a la mesa de sus abuelos, en Jurbarkas, mientras los adultos hablaban de judíos en lituano, Žydai. De pronto, ella intentó participar en la conversación, nerviosa y agitada. No se estaba quieta en la silla.

—Sabéis —dijo en su imperfecto lituano—. Sabéis… esto…

Pero los adultos siguieron hablando sin hacerle caso.

—Sabéis… bueno, ¿cuántos se pueden meter…?, esto…

Nadie la escuchaba.

—… esto… ¿cuántos judíos en un Volkswagen?

El silencio se adueñó de la mesa. Kestutis miró a Agnes, que sonreía de oreja a oreja. Por fin había conseguido que le hicieran un poco de caso.

—¿Qué decías? —preguntó Kestutis.

—Dos delante, dos detrás y seis millones en…

***

Este es el mensaje del libro. Nosotros somos el mensaje del libro. Intento llegar al núcleo de ciertas cosas. No olvidemos Hiroshima, Auschwitz, Guernica, Pearl Harbor y Dresde.

Si la segunda guerra mundial nos ha enseñado algo, nos enseñó a olvidar. A olvidar y no olvidar. A no olvidar el olvidar y no olvidar. A no dejar reposar la masa.

***

Agnes nunca terminó el chiste. Henrikas se puso de pie, estiró el brazo por encima de la mesa y la abofeteó con tal fuerza que Agnes se cayó de la silla. Kestutis agarró a su suegro y de pronto, los dos estaban en el suelo, peleando. Agnes chillaba tan fuerte que tenía las sienes hinchadas como pelotas de golf. Luego se fue al bosque corriendo y no regresó hasta después de medianoche. Estuvieron buscándola durante varias horas.

Mucho después, se le ocurrió pensar que, probablemente, sus padres estaban borrachos como cubas, y también sus abuelos, y, sin duda, la conclusión de este chiste tan extemporáneo, que había aprendido en Islandia, en el patio de recreo, habría sido muy distinta si alguien hubiera tenido el buen sentido de prestarle un poco de atención. Mejor, antes de que se pusiera a contar chistes del Holocausto.

Agnes recordó de pronto que nunca había preguntado de qué habían estado hablado. Seguramente, ya nadie se acordaría.

***

En 1938, Hitler quiso «unir Alemania». Las fronteras no eran tan nítidas como en otros países, sobre todo en la parte oriental: había alemanes en otros sitios, además de en Alemania. En primer lugar, mencionaremos los Sudetes de Checoslovaquia, Alsacia y Lorena, Schlesvig septentrional, Gdansk y zonas aledañas de Polonia, Steiermark, Tirol del Sur, Prusia Occidental, Alta Silesia, Posen, Eupen-Malmedy, Sarre, toda Austria, la región del Memel (Klaipeda) en Lituania —en realidad, podría continuar hasta mañana, enumerando territorios donde los volksdeutscher eran minoría o mayoría, porque territorios de esos los había hasta en el Bósforo, Georgia y Azerbaiyán—. Y Hitler no mentía tampoco al afirmar que a las minorías alemanas de los países vecinos se las maltrataba. Los alemanes habían recorrido Europa con enorme prepotencia durante la primera guerra mundial y en muchos sitios eran mal vistos o incluso despreciados. Además, los nacionalismos y los fascismos de línea dura no crecían solo en Alemania: en Lituania, los fascistas llevaban en el poder desde 1926.

***

En la escuela primaria, Agnes se empapó de todo lo relacionado con la segunda guerra mundial. Y, cuando pensaba que alguien pretendía, aunque fuera remotamente, hacerle daño o incordiarla de cualquier manera, enseguida se ponía a gritarle que no era más que un racista de mierda gilipollas y un lameculos de Hitler, sifilítico y asqueroso.

Agnes era una niña muy malhablada.

A los catorce años la echaron del colegio una semana por grabar una cruz gamada en la puerta del despacho del profesor de alemán. En realidad, el profesor de alemán era principalmente tutor de la clase de sexto, pero también enseñaba la asignatura opcional de alemán de décimo grado. Y cuando Agnes tenía catorce años, eso bastaba.

***

Las exigencias de los nazis alemanes, reunir en una Gran Alemania todos los territorios donde hubiera hablantes de alemán, no estaba justificada en todos los casos, porque en muchos sitios vivían también polacos, lituanos, franceses, italianos —y austriacos que pensaban que no tenían nada en común con los alemanes—. Pero esas exigencias tampoco eran totalmente absurdas; las fronteras de los pueblos europeos llevaban tantísimo tiempo avanzando y reculando, que no existía ningún motivo para pensar que, de pronto, pudieran volverse inamovibles; incluso el Estado-nación, la idea del pueblo como unidad natural que debía tener su hogar dentro de unas determinadas fronteras, no tenía ni siglo y medio de antigüedad. Las naciones con las que solían «compararse» los alemanes tenían todas ellas colonias, graneros, Lebensraum.

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