CAPÍTULO 12
En la mayoría de las historias de la humanidad se trata el siglo xx con una especie de veneración por los tanques, combinada con una disimulada admiración por el inmenso alcance de los crímenes cometidos en las dos guerras mundiales, sin olvidar los demás horrores de este gran «siglo del progreso». En primer lugar, encontramos descripciones innecesariamente extensas y completas del armamento, muy en especial de los tanques, y los progresos realizados en la fabricación de herramientas de muerte. Apologías perversas —clásica veneración por los objetos—. En segundo lugar, se aprecia una extraña fascinación al hablar de la gente que murió —esas almas que fingimos echar de menos—. Dices seis millones, diecisiete, cuarenta y cinco, ochenta millones muertos en trincheras, genocidios, explosiones atómicas y gulags —y de pronto la gente se desmaya, se empalma y vomita.
***
—Tú…
—Sí, yo…
—Ay.
—Joder, qué mierda.
—Sí, lo sé.
—No puedes…
—Hace dos años que no los veo.
—Lo sé.
—Y acabamos de pagar los billetes.
—Lo sé.
—¿Y dónde vas a vivir?
—No lo sé. No me apetece nada ir a casa de mis padres. Un fastidio.
—No seas así. Son tus padres.
—Me las arreglaré.
—Si han vuelto a estar juntos no es para que te vayas a vivir con ellos.
—Me las arreglaré.
—Vale.
—Tengo amigos.
—¿Qué amigos? ¿Por qué nunca me has presentado a esos amigos?
—Vale. Bueno. No tengo tantos amigos. Aquí, en Reikiavik.
—Voy a enterarme, a ver si puedes irte a vivir a la casa. Pero está totalmente vacía, claro. Tendré que alquilar un vehículo y vaciar el guardamuebles…
—¿No tendrías que estar haciendo el equipaje?
—… claro, siempre que te dejen mudarte ya.
—Tú tienes que irte mañana o pasado. No tienes tiempo para encargarte de eso.
—¿Y quién se va a encargar? Tú no quieres ver a tus padres, ni tienes amigos a los que recurrir…
—Solo bromeaba. Claro que tengo amigos. De la universidad. Halldór, por ejemplo. Y Dísa. Y tampoco es que odie a mis padres.
—¿Quiénes son Halldór y Dísa?
—Te lo acabo de decir. Hicimos juntos la carrera. Ellos podrían ayudarme a hacer la mudanza. Si es que puedo mudarme ya.
—Ya.
—Si no, tendré que irme a casa de mis padres. Es un fastidio, pero quizá no haya otra opción.
—Vale.
—Tú vete a Jurbarkas. Pero no te gastes todo el dinero. Miraré si puedo cambiar el billete. Seguramente me cobrarán algo. Pero a lo mejor puedo ir justo después de navidades.
—¿Por qué nunca me has presentado a tus amigos de la carrera?
—¿Por qué no me has presentado tú nunca a tus amigos?
—No lo sé.
—Yo tampoco.
***
Sé que no es nada divertido leer esto, pero ni se te ocurra dejarlo. Es importante. Estamos hablando contigo.
***
Agnes localizó el coche de alquiler y pasó tres cuartos de hora en el aparcamiento antes de ponerse en marcha. El empleado que le había entregado el coche fue dos veces a comprobar si todo iba bien. Sí, sí, dijo Agnes. Stanno tutti bene. Recordaba esa frase desde que era niña, de un anuncio de fútbol italiano. Stanno tutti bene. Todos están bien. A lo mejor también era una película. El empleado sacudió la cabeza y se fue.
Agnes estaba intentando acumular ánimos. ¿Qué iba a hacer ella sola en Roma una semana entera? Casi se sentía inclinada a pedir audiencia al papa, después de todo. A lo mejor, a él se le ocurría alguna buena idea. Al papa, vamos. Al papa Ratzi. Al cardenal panzer. Al rottweiler de Dios. Había pertenecido a las Juventudes Hitlerianas. Seguramente no habría tenido opción de elegir. Pero incluso así. Las Juventudes Hitlerianas. Al pensarlo, Agnes se ruborizó.
Era tres de diciembre, había cinco grados bajo cero y nevaba. Agnes tenía frío en el trasero cuando por fin puso el coche en marcha e introdujo en el GPS la dirección de su alojamiento. Y salió del aparcamiento. La casa que había alquilado estaba en la aldea de Genzano, en los montes Albanos, aproximadamente a una hora del aeropuerto. Cuando llegó, lo primero fue meter la maleta en la casa. Luego fue en busca de una tienda de alimentación y volvió con yogur, fruta, café, pasta (penne rigatte), pesto y pollo al ajillo en pedazos.
Llenó la bañera y luego estuvo llorando hasta la hora de la cena.
***
Los alemanes perdieron la segunda guerra mundial pero treinta años después eran una de las naciones más ricas y poderosas del mundo.
También los japoneses perdieron la segunda guerra mundial y les pasó como a ellos.
Naturalmente, nadie salió tan malparado de la segunda guerra mundial como los judíos. Y sin que yo pretenda dar pie a las teorías de la conspiración de los neonazis, según las cuales el pueblo de Israel ejerce un dominio real sobre el mundo entero, parece que fueron capaces de arreglárselas estupendamente, dadas las circunstancias. Bueno, los judíos, no los neonazis.
***
Agnes tenía la mirada fija en la pantalla vacía del ordenador. Había dieciocho grados y brillaba el sol, y estaba sentada en el balcón, vestida solo con las braguitas. Dos días antes la temperatura era bajo cero y estaba nevando, y ahora había dieciocho grados. Los dioses tienen que estar locos.
No había escrito aún ni una letra, pero miraba la brillante pantalla con los ojos entornados, como si fuera suficiente concentrarse un poco para que las letras brotasen por sí solas. Se quitó el sudor de los pechos con la mano y se las pasó por el cabello reseco y ardiente, y cerró los ojos. En Roma había dieciocho grados. Era diciembre, invierno, y dieciocho grados no eran tantos, pero se sentía como si se estuviera asfixiando. Al mirar a la calle, a sus pies, vio que los italianos paseaban arriba y abajo por calles y plazas —vias y piazzas— con anorak y abrigo. Como si estuvieran en plena Islandia. Pero allí estaba ella, con una braguita blanca de dos gramos como única ropa, una cerveza helada entre las rodillas y un matamoscas en una mano. Era mediodía y aún no había tomado ni café. Hacía demasiado calor para un café.
Tenía la mirada fija en la vacía pantalla del ordenador.
***
Nadie puede dudar de las grandes proezas realizadas en este campo en el siglo xx, pues en tiempo de guerra se producen progresos un día sí y otro también —no solo en el siglo xx, también antes y después—. Pero, quizá precisamente por eso, es imposible decir nada verdadero o correcto sobre el siglo xx sin contar calaveras y describir exhaustivamente los tanques. Naturalmente, la admiración por estos aspectos no ocupa el primer plano de los libros de historia, sino que se halla cuidadosamente oculta detrás de un dolor respetuoso; probablemente, la intención no es disfrutar ni admirar la tragedia. La intención, desde luego, sí que es admirar bellas fotografías, el lustroso papel glasé, la exquisitez del estilo, el imponente formato y la precisión de las investigaciones expuestas, pero la reverencia ante el propio trabajo acaba contagiando a la mercancía misma que vendemos, la historia de la humanidad, de modo que de pronto, el Holocausto se convierte en un mundo mágico al estilo de Narnia y Nangijala.
***
Año y medio antes, cuando decidió el tema de la tesis, este era muy relevante. De lo más relevante. Chisporroteantemente fresco. Al principio, las palabras clave de la tesis eran desgarrador presente, sangrante presente, nuestras costumbres y expectativas frente a la decepción y la desesperanza inevitables. ¡Oh, tiempos modernos! El racismo populista de Islandia, contextualizado con los estudios sobre movimientos comparables en Europa.
En poquísimos años, se vio una gran cantidad de extranjeros —polacos, lituanos, tailandeses, filipinos y otros— en un país que prácticamente carecía de historia de inmigraciones desde que los nórdicos se establecieron en él con sus esclavos irlandeses (si no contamos el ejército estadounidense ni a los pocos marineros que llegaron por accidente a Islandia justo después de la baja Edad Media —como los vascos, que en realidad fueron todos asesinados por nativos enloquecidos y sedientos de sangre, en lo que se denomina «Masacre de españoles»).
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