Eiríkur Örn Norddahl - Illska

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Agnes y Ómar se conocen una gélida madrugada en el centro de Reikiavik. Tres años después, Ómar reduce su casa a cenizas y abandona el país. Pero esta historia comienza mucho antes, en 1941, cuando la mitad de los habitantes de la ciudad lituana de Jurbarkas son asesinados en un bosque de los alrededores.Dos de los bisabuelos de Agnes estuvieron en esa masacre —uno disparó al otro— y, tres generaciones después, Agnes ha convertido el Holocausto y los populismos xenófobos en el centro absoluto de su vida. Y su obsesión la lleva hasta Arnor, un neonazi cultivado… Traducida a siete idiomas y celebrada unánimemente por la crítica, Illska se sitúa en el corazón de la actual crisis de valores europea y explora, a través de un argumento adictivo, la preocupante deriva sociopolítica de Europa.

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—De todos modos, es carísimo.

—En coronas.

—Malditas coronas de mierda.

***

En cierta ocasión, en el Tercer Reich, una mujer dio una conferencia (totalmente en serio) explicando el intercambio verbal con un perro que se cruzó en su camino. En la fuente de que dispongo no se indica qué raza de perro era, pero se puede suponer que sería un pastor alemán. En cualquier caso, el perro tenía que ser germánico.

Excepto que. La mujer se dirige al auditorio y afirma haberle preguntado al perro: «¿Quién es Adolf Hitler?», como si fuera la cosa más normal del mundo. Como si los perros supieran ese tipo de cosas. Como si alguien capaz de entender la lengua hablada no supiera (en el año 1939) quién era Adolf Hitler. Cuando precisamente, el Time Magazine acababa de nombrarlo «Hombre del año». Y esto sucedía en la época en que la gente leía el Time Magazine. Mucho antes de internet.

Y, naturalmente, el perro (que conocía la lengua hablada), sabía quién era Adolf Hitler, y respondió alto y claro: Mein Führer!

Un miembro del auditorio se puso en pie y gritó a la mujer. Pero a qué venía una historia de tan mal gusto. Pero la mujer, que por lo menos era tan lista como el perro, respondió altanera: «Ese inteligente animal sabe que Adolf Hitler ha promulgado leyes contra la experimentación con animales, así como contra el sacrificio ritual judío de animales, y, agradecido, aprendió que Adolf Hitler es su Führer».

***

Una noche, poco antes de la medianoche, Ómar vomitó en el trabajo. Los vómitos se repitieron en la Radiotelevisión Nacional al día siguiente. Si él hubiera sido Agnes, probablemente se habría hecho una prueba de embarazo (no eran las personas más conscientes de lo estupendos que son los métodos anticonceptivos). Pero como no era muy explicable tener vómitos matutinos por las mañanas y por las noches, se dejó de farmacias y fue directamente al médico. Era el treinta de noviembre y solo faltaban cuatro días para tomar el avión a Roma con Agnes.

El médico miró muy atentamente los ojos de Ómar y le preguntó si había hecho algún viaje recientemente. Como si esperase que le fuera a mentir en el examen clínico.

—No. Pero salgo de viaje dentro de unos días.

El médico carraspeó.

—¿Ha tenido dolores de cabeza? ¿Fatiga? ¿Mareos?

—Sí. Pero las últimas semanas he trabajado muchísimo. Pensaba que sería solo por eso.

—¿Solo vomitó dos veces?

—Una vez anoche y otra esta mañana.

El médico anotó algo. Luego sacó un largo bastoncillo de algodón y se lo metió un momento en la boca a Ómar, lo sacó y metió el bastoncillo en una bolsa de plástico con precinto. Luego sacó otro bastoncillo y se lo metió por la nariz. El médico no consideró necesario decir nada, se limitó a sujetar la frente de Ómar y moverle la cabeza adelante y atrás, como si no estuviera fija a los hombros, sino que dispusiera de bisagras.

—Vuelva dentro de tres horas.

***

Hitler no era político, sino un fantástico prestidigitador, dijo David Bowie (nada más ver El triunfo de la voluntad con Mick Jagger, ¡no me lo he inventado yo!). Qué métodos usa con los espectadores, prosiguió Bowie. Las chicas querían follárselo y los chicos querían ser él. El mundo nunca volverá a ver algo parecido. Convirtió a todo el país en su escenario personal.

***

Ómar salió del hospital central como perdido, cruzó el antiguo bulevar Hringbraut y entró en el restaurante de la estación de autobuses turísticos. Pidió un menú grande, con café gratis. Sabía perfectamente lo que se avecinaba, y pensó en no volver por el hospital. Todo se había jodido y no se podía hacer ni una mierda. ¿Por qué siempre pasa lo mismo? Era como si le hubieran echado una maldición. ¿Por qué nunca tenía un momento de respiro? Mierda de los cojones.

Sacó el teléfono para llamar a Agnes. Entonces le avisaron. Su hamburguesa estaba lista. Cogió la comida y volvió a sentarse. Respiró hondo. Juntó las manos. Probablemente parecería que estaba rezando sus oraciones de antes de comer. Pues bueno. Resopló. Se metió en la boca una patata frita y levantó el teléfono. Era incapaz de llamar. Un SMS.

Probablemente no podré ir a Lituania. Creo que tengo la gripe porcina.

***

No me veis todos, dijo Hitler en el congreso de los nacionalsocialistas de 1936.

Y yo no os veo a todos.

Pero siento que estáis aquí.

Y vosotros sentís que yo estoy aquí.

CAPÍTULO 11

Llevábamos juntos muy poco tiempo. Dijo que me iba a leer la mano. La examinó un momento y luego se tapó la boca con la mano derecha. No tienes línea de la vida, dijo. ¿Qué significa eso?, pregunté yo. Me resultaba realmente desagradable la idea de no tener algo que tenían todos los demás. A veces me apetecía ser excepcional, pero me apetecía aún más pertenecer a un grupo. Agnes se echó a reír. Me estoy riendo de ti. No sé leer las rayas de la mano. Dejé caer la mano que aún tenía extendida. A veces pensaba en lo que pensaría la gente del trabajo. Si creían que volvería. Pero lo más normal es que no pensara nada en el trabajo. No iba a ningún sitio, en realidad. Me compré una camiseta de manga corta en Brno, comí kebab de pollo en Belgrado y Bucarest y contemplé el Adriático entre Italia y Albania. En Bolzano miré el arco mussoliniano del triunfo en recuerdo de los caídos en la primera guerra mundial, con la inscripción:

Hic patriae fines siste signa hinc ceteros

excolvimvs lingva legibvs artibvs.

La apunté enseguida en mi estado de Facebook. Aunque no sabía lo que significaba. Google Translate me dijo: «¡En este punto las normas de la una parte del resto del país, los extremos del vuelo! Las leyes se desarrollan habilidades del lenguaje». Pero sonaba un tanto raro. Y encima, nadie me puso ningún like. Comí pasta boloñesa en Bari y pizza tropicana en Florencia. Longaniza en Zaragoza y gambas a la parrilla en Marsella. Habían robado el rótulo de Auschwitz. Lo robaron y lo cortaron en pedazos con una sierra, colocaron una copia, volvieron a encontrarlo, lo restauraron y lo pusieron en el museo —en el último momento renunciaron a volver a colocarlo en su sitio—. Miré el rótulo con los ojos muy abiertos y, como persona de escasa instrucción en la materia, me pareció totalmente igual a la copia que estaba colgada en la entrada del museo que había estado visitando con detenimiento quince minutos antes. Arbeit macht frei. El trabajo libera al ser humano. Estas palabras las tomaron de una novela del mismo título del filólogo alemán Lorenz Diefenbach, que contaba la historia de un delincuente de poca monta que, a fin de enmendarse, aprendió a comportarse gracias al trabajo (jadeo). (Jadeo). Saqué una foto, y estaba a punto de subirla a Facebook cuando me detuve en el último momento. Yo quería existir, pero no quería recordar mi existencia a los demás. El óvalo superior de la B de ARBEIT era un poco más ancho que el inferior, de modo que parecía estar patas arriba. Según las teorías de la conspiración más fidedignas (que encontré con mi móvil en Wikipedia), los presos (del movimiento polaco de resistencia) que forjaron el rótulo lo hicieron así intencionalmente. De este modo querían proclamar que había algo torcido en la promesa del rótulo y en los campos —que Adolf Hitler no era un hombre majísimo de honor, un libertador del género humano, como se jactaba él mismo—. A lo mejor, la B torcida de la copia indica una incongruencia distinta a la B torcida de esta. A lo mejor, la B solo indicaba que había sufrido una restauración. Como la reconstruida ciudad vieja de Varsovia, la ciudad vieja que desapareció por completo en el pozo sin fondo de la guerra —los edificios que fingían ser los que hubo allí antes que ellos, y que en realidad eran edificios completamente nuevos—. Fingían ser los cuadros al óleo y las fotografías de los edificios que se alzaban antes allí. Este rótulo fingía ser la copia que fingía ser el rótulo. Así que de hecho era también una copia. Me puse la mano en el regazo. Dedos, nudillos, línea de la vida y todo eso. De pronto se me vino a la cabeza la idea de que, a lo mejor, Agnes se fue a vivir a casa de Arnór cuando yo me largué. Con el incendio, la había dejado sin casa. Seguramente, era lo más probable. Y a lo mejor lo hizo, aunque no hubieran hecho nunca el amor. Con el anillo de pene. O sin él. Aunque no lo hubieran hecho nunca. Pero ahora sí, claro. Segurísimo. Tenía que haberlo previsto. Habérmelo dicho a mí mismo. Naturalmente, ella tenía que, bueno, ya sabes. Dormir en algún sitio. Naturalmente. Una mujer adulta. Con un anillo de pene. O sin él. Era natural. Yo creí que estaba convencido de ser fuerte. De ser libre. Pero en el momento de la verdad, quizá no era más que un pobre hombre. Un pobre hombre de marca mayor, incapaz de enfrentarme a lo pobre hombre que era. En el momento de la verdad. Miré mi poderosa mano, que mentía con tanta tranquilidad como todo lo demás. El mundo era un engaño permanente. Todos querían hacerme daño. Siempre. Esto no podía seguir así. ¿Por qué no podía dejarme de historias y volver a casa? Entonces recordé que ya no tenía casa. Debatiéndome entre la convicción de mi propia fortaleza y la total desesperación por mi impotencia, me puse a pensar qué representaría una imagen más verdadera de mis auténticas circunstancias: la humillación… o la certidumbre de la victoria. Si era un héroe a punto de vencer sobre el mundo, un héroe afectado por una crisis temporal de identidad, o un pobre hombre que a veces se dejaba arrastrar por la megalomanía para poder seguir viviendo. Sin ilusiones, todos nos ahorcaríamos mañana mismo al amanecer. Al menos, no volveríamos a acudir nunca más al trabajo. Nunca subiríamos al próximo tren. Für Frieden, Freiheit und Demokratie. Nie wieder Faschismus. Millionen Tote mahnen. Miré con toda atención el rótulo que había delante de la casa natal de Adolf Hitler en Braunau am Inn y me pregunté por esas palabras. Esos eslóganes una y otra vez. Matemos a los judíos. No matemos a los judíos. No seamos fascistas. No empieces a fumar. Aquí tocaron los Beatles. Aquí descansó Rudolf Hess. Abajo el fascismo. Abajo la Unión Europea. Herbert es gilipollas. Un ciego es un hombre sin libros. Aquí, Stauffenberg intentó matar a Hitler. Einstein wore Khakis. Berlín - 423 kilómetros. Para mañana, dice el perezoso. A veces, estaba convencido de que otros se aprovechaban de mi modestia para abusar de mí. Cuando era fuerte, pensaba que quienes abusaban de mí eran unos desalmados y sentía lástima por ellos. Por mi inmensa modestia, ansiaba abrazarlos y besar sus heridas.

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