Eiríkur Örn Norddahl - Illska

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Agnes y Ómar se conocen una gélida madrugada en el centro de Reikiavik. Tres años después, Ómar reduce su casa a cenizas y abandona el país. Pero esta historia comienza mucho antes, en 1941, cuando la mitad de los habitantes de la ciudad lituana de Jurbarkas son asesinados en un bosque de los alrededores.Dos de los bisabuelos de Agnes estuvieron en esa masacre —uno disparó al otro— y, tres generaciones después, Agnes ha convertido el Holocausto y los populismos xenófobos en el centro absoluto de su vida. Y su obsesión la lleva hasta Arnor, un neonazi cultivado… Traducida a siete idiomas y celebrada unánimemente por la crítica, Illska se sitúa en el corazón de la actual crisis de valores europea y explora, a través de un argumento adictivo, la preocupante deriva sociopolítica de Europa.

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La crisis.

De pronto, fue como si no existieran los extranjeros, excepto como protectores, consejeros y ayudantes: el Fondo Monetario Internacional, la Unión Europea y Joseph Stiglitz, Eva Joly, Noam Chomsky, Yoko Ono, Hardt y Negri, David Lynch, el dalái lama y Dios único y omnipotente sabe cómo se llamaba o se llama toda esa gente que vino de visita a salvar a los islandeses (pero ¿dónde andaba Bob Geldof?).

***

No sabíamos, ponía en las pancartas que los alemanes sacaron a calles y plazas en los días posteriores a la guerra. Bien claro, y negro sobre blanco: no sabíamos. No se especificaba cuál era el objeto de su ignorancia. El mundo, la guerra, el nazismo. La frase carecía de complemento directo. Los alemanes no declaraban su inocencia, pues de poco serviría en una nación derrotada. Declaraban su ignorancia absoluta, sin límites: no sabíamos. Bien claro, y negro sobre blanco. No sabían a qué hora empezaba el día ni a qué hora terminaba, cuándo se abrían las flores, cómo nació la música, por qué era azul el cielo, o qué había sido de toda esa gente. Simplemente, no sabíamos.

***

Agnes estaba segura de que la crisis perjudicaría sobre todo a los extranjeros. «Si somos tan racistas cuando tenemos los bolsillos llenos de dinero en efectivo, ¿os imagináis cuál sería la situación si fuéramos pobres? Y antes o después volveremos a ser pobres. Esperad y veréis».

Pero se equivocaba. Al estallar la crisis, las iras de la gente no se descargaron contra los trabajadores polacos de la construcción ni las mujeres tailandesas de las congeladoras de pescado. Ni siquiera se descargó sobre los traficantes de drogas lituanos ni las putas estonias. Se descargó sobre varones islandeses con traje de chaqueta: políticos u hombres de negocios. Los enemigos favoritos de los populistas: la élite. Estos degenerados poderosos que están tras los bastidores y que son el extremo opuesto de todo lo que se puede llamar «bueno y honrado», más allá de la gente «normal».

Con los extranjeros se evaporó también el Partido Liberal. Con la desaparición del Partido Liberal, Agnes perdió su entusiasmo por la cuestión de la inmigración. Un día tras otro no hacía más que mirar la pantalla sin escribir ni una sola palabra. Aparte de con Arnór, al que veía todas las semanas, en todo el invierno hizo como cuatro o cinco entrevistas. Habló con un politólogo en un café. Básicamente de la crisis, más que de populismo o xenofobia. Lo único a lo que se dedicó en realidad fue a profundizar en las cuestiones económicas y legales, como indexación de valores y préstamos multidivisa. Las operaciones del Banco Nacional a lo largo de las semanas previas al hundimiento. Hacía mucho tiempo que no se enfrascaba en la lectura de sus montones de libros. Incluso había dejado de acumular libros. Iba todos los días a la Biblioteca Nacional, se encerraba en su despacho y se dedicaba a mirar las musarañas o internet. Para estirar las piernas, subía al piso de arriba e iba al despacho de Arnór a decir hola. Miraba internet. Iba a por un café. Cuando se le metió en la cabeza la fijación de visitar a sus padres en Lituania (y matarse a trabajar para pagarse el viaje), encontró la excusa ideal para dejar la tesis de lado sin sentir remordimientos. Además, sentía la necesidad de salir de Islandia. Escapar de la crisis y de la mentalidad de crisis. De tanta economía y tanto derecho. No tenía que descansar de legalismos, sino de excusas legales, de todas las grandes palabras que parecían imprescindibles para implantar la justicia en el mundo.

Ahora estaba en bragas en una terraza en una aldea de las afueras de Roma. Era invierno y tenía los ojos fijos en la pantalla del ordenador. Pensaba en economía, en derecho y en su novio, que estaba en Islandia, en algún sitio, delirando por la gripe porcina y que no respondía a sus SMS.

***

Hoy día, la ignorancia de los alemanes nos parece inverosímil. Sus afirmaciones nos parecen falsas. ¿Cómo era posible que el pueblo no llegara a enterarse de que el Estado asesinaba a millones de personas?

Y entonces nos acordamos de… eeeeh… de Irak, por ejemplo: quizá 650 000 desde la invasión hasta junio del 2006, no lo sabemos.

E Irak la vez anterior: aproximadamente cien mil en pocas semanas, más o menos, en números redondos, no lo sabemos.

Y luego, el embargo económico a Irak: como millón y medio en veinte años, en su mayoría, niños; sin duda es una exageración, dirán algunos, pero otros confirman que esa cifra representa el mínimo; en cualquier caso, no lo sabemos.

Y luego la guerra civil que siguió a la invasión: unos trescientos mil hasta el 2008, aproximadamente, desde luego no lo sabemos con exactitud.

Todavía sigue muriendo gente en Irak: sin que nadie tenga la menor idea del número de muertos. Se realiza una contabilidad exacta de todos los nuestros que mueren (muertos lituanos: 1; muertos islandeses: 0), pero nadie cuenta a los muertos nativos. Y es que es evidente que hay algún problema con una gente que confunde una toalla con una prenda de cabeza, como lo expresó en cierta ocasión un cantante pop islandés.

***

Al anochecer, el sol desapareció. Agnes sintió de pronto mucho frío y de pronto le entró un miedo horrible a estar haciendo el ridículo. Hasta que bajó la temperatura, ni se le había pasado por la cabeza que a lo mejor no era lo mismo hacer topless en una playa de Ibiza que en un balcón de Genzano. Que aquí las reglas eran distintas. Le dio un estremecimiento y entró corriendo, con el portátil en brazos. Había pasado como tres horas allí sentada, todo el tiempo mirando un documento de Word vacío. Debía de estar perdiendo la cabeza.

Los primeros tiempos tras el comienzo de la crisis, la vida era fantástica. Como si todos estuvieran más vivos que antes. Más animados. Más amorosos. Más guapos. Pero un año después todo se volvió más apagado que nunca. La sociedad floreció para volver a marchitarse enseguida. El nuevo Gobierno del país era tan lamentable como el viejo, el debate era tan penoso (y estúpido) como siempre, y la nueva Islandia era tan penosa como la vieja Islandia. Ya no se hacía nada más que mirar sin ver, con la esperanza de que todo aquello terminase algún día. Con la esperanza de que pronto echaran algo entretenido en la televisión. De que pronto uno se interesara locamente por algo asombrosamente emocionante, que le haría olvidarse de tanto fastidio.

***

Cuando Adorno dijo que escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie, no fue porque la belleza fuera una frivolidad en un mundo feo por naturaleza, ni porque los seres humanos no merecieran un poco de distracción o de reposo refugiándose de las fatigas cotidianas en brazos de los artistas, sino porque él (y la población mundial) habían visto de pronto, en un instante, con toda claridad, que la verdad de los artistas era al mismo tiempo manipuladora y autoritaria. La belleza era letal. El arte mataba. Ese artista austriaco de la acción, Adolf Hitler, se había apropiado de la lógica de la belleza y la había exprimido hasta el fin, la había puesto a prueba, y el resultado fue el mayor baño de sangre en la historia de la humanidad. Escribir poesía siempre había sido una forma de barbarie, pero hasta los días del Holocausto podíamos negarlo. Podíamos cerrar los ojos y hacer como si la pulsión de belleza no tuviera nada que ver con la pulsión de muerte. Pero después de Auschwitz, la realidad ya no es así. No lo será hasta que consigamos olvidar de nuevo.

***

Agnes cogió otra cerveza. Echaba de menos a Ómar. ¡Joder, qué horrible! Pensaba que ojalá no se hubiera marchado. Debería estar al lado de Ómar, cuidándolo, claro que sí. Ni siquiera sabía si había recibido el alta en el hospital. O si podía vivir en casa —los antiguos dueños no estaban seguros y pensaban llamarlo en cuanto tomaran una decisión—. Pero qué iba a hacer él solo en la casa. Había goteras y el viento entraba por los marcos de las ventanas, cuando soplaba crujía hasta la última plancha de madera. Y ella allí, en tetas, bebiendo cerveza como si en la vida no hubiera más que lujo desenfrenado. Agnes se sentía mezquina.

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