Eiríkur Örn Norddahl - Illska
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—Una simple broma.
—Ya me entiendes. Fingiendo.
—Mierda.
—¡Pues sí!
Ómar se bajó los pantalones y se echó encima de Agnes, que le abrazó con un cálido suspiro.
***
La prensa amarilla (¡que te está espiando!) no alteriza todo lo que existe en el cielo y la tierra para poner de relieve lo que es único. Pone de relieve las diferencias (hombre-muerde-perro) y no las semejanzas (perro-muerde-hombre). Si habla de un «extranjero» que se supone que ha hecho algo, suelen añadirse declaraciones (recogidas de labios de «vecinos» anónimos), afirmando que en su apartamento se oían con frecuencia «músicas raras» o se notaban «olores extraños», como si fuera evidente que alguien que se empapice de estofado de bacalao con bechamel a todas horas mientras escucha rock islandés a todo meter no puede ser culpable de nada (a menos que se pueda demostrar de forma incontrovertible que su interés por el rock islandés y el estofado de bacalao con bechamel sea «extraño» por algún motivo).
***
Ómar y Agnes decidieron apartar la segunda guerra mundial durante su cuarta cita, y simplemente se fueron a comer. Hamburguesas, patatas fritas y Coca-Cola grande con pajita. Mucha salsa cóctel, ensalada de col y pepinillos. Si no hubiera estado prohibido fumar en el interior de los locales, habrían acabado echando la ceniza en las sobras pletóricos de felicidad.
—Una vez le recomendé este sitio a dos turistas —dijo Ómar—. Andaban buscando «comida islandesa».
Agnes rio.
—No, lo digo en serio. Esto es lo más islandés que conozco. «Patatas fritas, salsa y ensalada». Lo dicen las crónicas. —Canturreó: ¡Es el mejor el mejor el mejor el mejor chiringuito en el que he estado y se come fenomenal!
—En la película esa, ¿no les entraba diarrea a todos?
—¿En aquella que se llamaba Todo está claro?1
—Sí. ¿No habían echado laxante en la salsa cóctel?
—Ah, sí, es cierto. Pero no por eso es menos islandés. Tan islandés como Bubbi Morthens y Dallas.
—¿Dallas también era islandesa?
—Tanto como las ovejas. Al menos dos generaciones de islandeses conocen Dallas mejor que las ovejas.
***
Cuando se habla de «racistas», se elige, sin excepción, a algún tonto afásico —se le presenta como la excepción en la sociedad, que afirma (mediante el rechazo a los tontos afásicos) no ser ni afásica ni racista—. Los racistas autoproclamados proporcionan una coartada a los abusos del sistema (como cuando se aloja cerca del aeropuerto internacional de Keflavík a los emigrantes que llegan a Islandia, a fin de poder expulsarlos del país a las primeras de cambio, incluso al amparo de la noche, o aplazar la decisión sobre sus solicitudes de asilo durante años, con la esperanza de que los emigrantes se rindan ellos solos y se marchen, convirtiéndose así en «problema» de otros países). La alterización revela menos de la inferioridad de los otros, y más de lo asquerosamente superiores que nos creemos nosotros.
***
—¿Tú crees que hay alguien que quiera vivir en Lituania?
—Solo era una pregunta.
—Ya, solo era una pregunta. Y la respuesta es no, no me apetece ni lo más mínimo vivir en Lituania.
—Pero ¿por qué se volvieron allá tus padres?
—Porque sí.
—¿No tienes también tú parientes allí?
—Claro que los tengo. Y de vez en cuando me apetece mucho ir a visitarlos. Pero no me apetece vivir en Lituania.
—Tiene que ser más entretenido que vivir en Islandia. No creo que haya en todo el mundo una ciudad más aburrida que Reikiavik.
—Venga, no digas eso.
—¡Lo digo de verdad!
—El mayor índice de suicidios. En Lituania.
—¿En serio?
—Sip. Somos el número uno. Los mejores del mundo. Ni siquiera los lituanos quieren vivir allí.
—La leche.
—Según unos estudios británicos, la islandesa es la cuarta nación más feliz del mundo, ¿lo sabías? Después de daneses, suizos o austriacos, todos ellos, países con Estado del bienestar donde ha enraizado la xenofobia. Y oye, ¿sabes en qué puestos estaban los lituanos?
—No.
—El 155.
—¡Anda! Ni siquiera sabía que hubiera tantos países en el mundo hasta que leí el estudio ese. Pero bueno, ya sabes. En el mundo hay 178 países. Islandia está en el puesto 4. Lituania, en el 155.
Pagaron el almuerzo y se instalaron en el coche, donde fumaron un cigarrillo en el aparcamiento antes de volver a casa de Agnes y hacerlo, sin hablar en ningún momento del Holocausto o de Hitler.
***
Queremos dejar esto bien claro:
Tú no eres de los nuestros.
Tú eres de los nuestros.
Tú no eres de los nuestros.
Tú no eres de los nuestros.
Tú eres de los nuestros.
Tú no eres de los nuestros.
Tú eres de los nuestros.
Tú eres de los nuestros.
Y nunca se sabe qué es peor.
***
Un día, Ómar le dijo a Agnes que en tres semanas enteras no habían pasado ni un día separados, y que llevaban dos semanas sin dormir cada uno en su cama.
—Pues a lo mejor es que somos novios —dijo Agnes, y cerró el ordenador que tenía sobre las piernas.
—No lo puedo interpretar de otra forma —dijo Ómar.
—Está clarísimo —dijo Agnes con un mohín.
—Claro como el cristal.
Los dos habían estado tan ocupados jugando el uno con la otra como para darse cuenta de que aquello se había convertido en un fait accompli ante el que no tenían más remedio que rendirse, habida cuenta de lo sucedido hasta entonces y de lo que tenía que suceder a partir de entonces. Se sonrieron y fueron juntos al dormitorio para dejarse sojuzgar por el destino.
1. Med allt a hreinu es una comedia de 1982 dirigida por Ágúst Gudmundsson sobre dos bandas de rock de gira por Islandia. [Todas las notas son del traductor].
CAPÍTULO 9
Los pasajeros estaban empezando a embarcar. Yo estaba en la cola. Con la mano izquierda en el bolsillo del abrigo, manoseando el anillo de pene. Goma estriada. Los demás de la cola iban al extranjero, a museos y restaurantes. Pero yo estaba allí confuso y con la cabeza en otro sitio, sobando el anillo de pene de mi rival, dentro del bolsillo, como si no hubiera nada más normal. Me llevé la mano a la cara —fingí que quería rascarme— para olisquear el aroma que me había dejado en la mano. Me pasé el índice entre los ojos mientras olfateaba: goma vieja, coño viejo y semen viejo. Cinco minutos después estaba hurgando en el cubo de basura en busca de mi móvil. Lo encontré medio metido en un bote de plástico, todo mugriento de yogur. No podía tirarlo. ¿Cómo iba a entrar en internet si no me llevaba el teléfono? ¿Y si pasaba algo? ¿Y si Agnes quería que volviera con ella? ¿Volvería? Me pasé unos minutos al lado del cubo, quitando el yogur con una servilleta. El avión estaba a punto de despegar y tenía que darme prisa. Me habían llamado, personalmente, por mi nombre. No podía seguir allí como si tal cosa. Media hora más tarde volábamos entre turbulencias. ¿Y si los hubiera encontrado juntos? El piloto debía de pensar que estaba en una montaña rusa. ¿Y si me hubiera encontrado a Arnór encima de Agnes? ¿O a Agnes encima de Arnór? Con las manos metidas en su cabello largo, el sudor perlándoles la espalda, frotándose la vulva contra su polla, gimiendo y acariciándose. ¿Y entonces? El piloto debía de creer que estaba agitando una coctelera. Con un martillo neumático. ¿Habría sido capaz de matarlos a los dos y decir que había sido un crimen pasional? No ante la justicia, sino ante mí mismo. ¿Habría podido apaciguar mi espíritu apelando a una locura momentánea? Aterricé en Roma y me pateé Europa. Bebí café solo en Roma, comí un croissant con jamón en la estación de ferrocarril de Milán, tomé el ferri de Palermo a Cerdeña, a Córcega y a Marsella. Comí bocadillos en Barcelona, pollo en Oporto y salchicha con ajo en Bremen. Fui de Estrasburgo a Kehl, cogí un tren de Luxemburgo a Lille y a Bruselas. Había sido, sin duda, una majadería, una estupidez. «Esto». La huida de Islandia, quemar la casa. Pero nunca había sido tan consciente de mi fuerza. Ahora estaba en el asiento del conductor. Era el que llevaba los pantalones en mi propia casa (muy lejos de casa). Seguía habiendo muchas cosas sin respuesta. Pero no estaba haciendo nada, aunque lo pareciera. Estaba poniendo un poco de orden en mis asuntos. Comí arroz pilaf en Tirana y salchichas asadas en Berlín. Miré el mundo desde la puerta principal del Sony Center de Potsdamer Platz y me imaginé que al otro lado de la calle estaba el búnker de Hitler y que yo era Iósif Stalin, el verdugo de nazis, a cuatro patas, con un cuchillo entre los dientes, atravesando la mierda de la jungla, determinado a acabar con todos los genocidios de una vez por todas… ¿O no era así? ¿Cómo era? Pese a todo, al anochecer lloraba mucho. Lloraba por las noches y en las madrugadas. No me esforzaba nada por parecer varonil. Me esforzaba por ser una persona. Por ser un varón. No estaba en retirada, sino atacando. No huía, sino que iba en vanguardia. Y tampoco me importaba nada llegar a mi destino, fuera cual fuese. No me importaba nada llegar a descubrir quién era yo. Todo se aclararía en su momento. Lo único que buscaba era tiempo para pensar, calma para pensar, libre de mí mismo, libre del mundo, de los sufrimientos, libre del viento del norte y de las montañas y el mar. Miré las tierras del Rin por las ventanas del tren y los Pirineos por la ventana del autobús, el Mediterráneo por un ojo de buey. Vi el Kaiserkeller en Hamburgo y pensé en los Beatles. Vi el Festpielhaus de Bayreuth y pensé en Richard Wagner. En Viena comí gofres que me recordaron a Sigmund Freud. París tenía la forma de la señora Gertrude Stein y Oslo era la Cristiania del señor Hamsun. En Wunsiedel me detuve un momento a contemplar el lugar donde estuvo hasta hace muy poco la tumba de Rudolf Hess —el verano pasado exhumaron al tipo y lo arrojaron al mar—. Demasiados turistas, dijeron las autoridades. Demasiados neonazis llorando a moco tendido. Yo estaba intentando ser una persona y la prueba de resistencia más dura a la que puede enfrentarse cualquier persona es ser consciente de su propia responsabilidad en sus propios asuntos, ser consciente de ella con toda claridad y sin excusas, sin rebajarla, sin deformarla, sin convertirse uno mismo en el punto principal de las historias ajenas. La vergüenza llega a hacerse repugnante, literalmente, e impropia de un auténtico ser humano. Quien pide perdón para conseguir tranquilidad no ha aprendido nada. Fumé cigarrillos en las paradas, bebí litros de café y me miré el ombligo todo el camino hasta Sofía, y pasando por Skopie hasta Atenas. Dormí sentado de Gdansk a Varsovia a Cracovia, dormí tumbado de Bratislava a Budapest, estuve en Zagreb sin hacer nada y caminé como un loco arriba y abajo por el andén de Liubliana. Al otro lado de la ventana del tren pasaban veloces campos de cultivo, un mundo europeo, campesinos que trasegaban vino tinto y toreros en mallas. Iba de un lugar de memoria de los nazis al siguiente. Extendí el brazo derecho y me miré los dedos con la palma abierta. La piel estaba seca y cubierta de estrías blancas, como callos viejos. Esperaba que el ácido láctico se dispersara por los músculos y que me entraran temblores, pero no sucedió nada. El brazo se extendía horizontal desde el hombro, al extremo de aquella mano, de esos callos y esos dedos. Como una gruesa rama de un árbol viejo.
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