Procuraba reír cuando tocaba, salir cuando era preciso, comer cuando no me quedaba más remedio, pero estaba destrozada, mis ojos y mi alma siempre estaban mojados. Mis padres no me dieron dirección alguna para tan siquiera escribirle, para decirle que lo echaba de menos, para contarle que seguía teniendo el sabor de sus labios en los míos, para recordarle que él tampoco me olvidara. Me moría por hablar con él, oír su voz, decirle que una vida entera no bastaría para expresarle lo mucho que le amaba. Olvidar a las personas que quieres nunca es fácil, le quería, le amaba, lo idealicé tanto que me costó años dejar de pensar en él, de pensar en lo que pudo haber sido si el destino me hubiera dado alguna oportunidad, pero solo me dio un paso en falso hacia la nada, arrastrándome a un vacío silencioso.
Con el paso del tiempo conseguí olvidar que él fue mi amor eterno, mi motor para seguir viviendo y comencé a recordarlo con cariño, con la nostalgia que da la distancia en el tiempo y lo vi con otros ojos, con los ojos de un amor verdadero, limpio, puro, transparente, con el amor que solo los hermanos y los primos, los grandísimos primos se profesan. El grito de Clara me sacó de golpe de mis recuerdos y de la desilusión de no poder ver de nuevo a Borja.
—¡Ya están aquí!
Salimos a la calle para darles la bienvenida. Manoli e Isabel caminaban con paso firme a nuestro encuentro y con los brazos extendidos.
—¿De dónde salís vosotras dos? —exclamó Jorge tartamudeando.
Yo también me quedé sin habla. Parecían modelos de cualquier pasarela: maquilladas, recién peinadas y más glamurosas que Pamela Anderson y Victoria Beckham juntas. Isabel llevaba un modelito de lo más chic, vestido de Organza con estampado floral de color azul marino y chaqueta a juego y Manoli lucía un vestido de lo más sexy, que lo combinaba con unos vertiginosos taconazos, gafas de aviador y un maxi-bolso de Prada.
—¿Vais siempre a los entierros así? ¿O es algo espontáneo en vosotras dos? —les recriminó Clara—. ¡Por Dios! Si parecéis sacadas de un anuncio para vender colonias —decía mi prima gesticulando.
—¡Por favoor! Qué exagerados sois.
—¿No tenéis respeto al sitio donde vais?
La cara de Manoli era todo un poema. Veías como la vena del cuello se le iba hinchando por momentos y sus ojos brillaban con destellos anacarados.
—¡Claro que sí! —estalló gritando—. Sabemos muy bien dónde vamos. También es mi padre el que ha muerto, pero paso de ir de negro como las cucarachas, así que… Sí, sabemos dónde vamos.
—Pues el detallito de la ropa dice lo contrario, ¿o es que hoy no os habéis mirado al espejo?
—Déjalo —interrumpí a Clara poniéndole mi mano sobre su hombro. Como siguieran así, allí se iba a armar la de Dios—. Si ellas están cómodas nosotros no somos quienes para decirles cómo tienen que ir vestidas.
—Ya verás cuando os vean aparecer la tía Julia, la tía Manuela y la mamá.
Mi prima seguía en sus trece. Isabel frunció la boca como si no le importara en absoluto el tema y Manoli, sonriendo de medio lado, se acercó a Clara muy despacio como si fuera a revelarle un gran secreto y cerca de su cara le dijo:
—Sobre gustos…
Y muy altiva se fue andando hacia el interior de la casa. Nos quedamos más rectos que un palo y con la boca más abierta que los delfines cuando les dan de comer.
Sí… Manoli no había perdido ni siquiera un poquito ese carácter rebelde e indisciplinado que te incitaba a retorcerle el pescuezo sin miramiento alguno.
—Por cierto, ¿dónde están los tíos? —pregunté mirando a mi prima Clara.
Mi prima cerró los ojos y movió la cabeza a ambos lados, todavía no se había repuesto del encontronazo con su hermana y con su prima.
—Han ido a la iglesia a prepararlo todo. En cuanto venga mi madre con el coche fúnebre, cerramos y vamos también nosotros.
Mis primos y yo nos quedamos unos segundos más en la entrada de la casa. A lo lejos se oía la voz de mi tía Julia que, como no podía ser de otra manera, estaba recriminando también el vestuario de mis primas. Jorge cogió el teléfono y marcó el número de la tía. A continuación alzó ceremoniosamente los ojos en dirección a la plaza.
—Venga… vamos para allá. ¡Manoli, Isabel…! —gritaba—. ¡Decidle a mi madre que vaya saliendo! Venga, vayámonos. Me ha dicho la tía que están entrando al pueblo.
CAPÍTULO 2
La iglesia estaba fría, tan fría que los que estábamos allí nos pegábamos los unos a los otros para poder entrar en calor. No estaba preparada para semejante movida emocional. Sentí que no podía. Ver a mi tía echa un ovillo me impresionó, el silencio y el olor a cera se impregnaban en la ropa, en la piel. La voz del sacerdote retumbó en el gran espacio sagrado con una fuerza que estremecía a los presentes. A la misa vinieron algunos vecinos del pueblo y algunos amigos que mi tío tenía en Barcelona. En los asientos delanteros estaban sentadas mi tía Paqui, Clara y mi prima Manoli; detrás, como si fuéramos una banda de música bien ordenada, estábamos el resto de los familiares.
Discretamente miré a mi alrededor. ¡Cuántas vueltas daba la vida! De todo lo que teníamos apenas quedaba nada, las ilusiones se fueron perdiendo por el camino, y si no, mira a mis tíos, decían que a ellos nunca los moverían de su pueblo, allí buscarían el modo de vivir como antes lo habían hecho sus padres; pero se dieron cuenta que la única solución para dar un futuro mejor a sus hijos era emigrar, así que decidieron buscar trabajo en otro lugar. Los primeros que emigraron fueron mi tía Julia y mi tío Tomás, y se fueron nada menos que a Alemania. ¡Nada menos! Mi tío se puso en contacto con un viejo amigo, esa clase de amigos que hacen los hombres en el servicio militar, amigos para siempre, hermanos en la distancia, y por mediación de él encontraron trabajo. Mi tío en una empresa importante como peón y mi tía limpiando casas. A pesar de que al principio fue muy duro, mi tío Tomás aconsejaba a sus hermanos que tenían que hacer lo mismo.
—En el pueblo van a quedar cuatro gatos, ¿o queréis ver a vuestros hijos sacando piedra de la montaña? ¿O buscarse la vida en alta mar?
Después de varios meses tomaron la decisión de emigrar también, pero no tenían valor para salir de España. Mi tío Jorge se fue a Barcelona a buscar trabajo y poder mantener así a la familia, mis primos y la tía Manuela esperaron en el pueblo. En marzo les llegó una carta y los billetes de tren que los llevaría inexorablemente a otra vida diferente de la de allí. Como ellos ya estaban viviendo allí no les costó mucho trabajo llevarse también a mi tío Manuel, a mi tía Paqui y a mis primos Isabel y Mariajo. Mis padres se resistieron a marchar, a dejar a los abuelos y a dejar su hogar. Nosotros fuimos los únicos que nos quedamos en el pueblo.
Mi padre ayudaba al abuelo, y mamá hacía lo que suelen hacer las madres: cuidar de sus retoños, administrar la economía, ayudar a la abuela y criar gallinas… hasta que un día ya no pudo más y a pesar de la tristeza que sentía habló con mi padre y entre los dos tomaron la decisión de salir. Buscar trabajo, buscar otra vía de escape, otro modo de sobrevivir, buscar un futuro mejor, como antes habían hecho sus hermanos. Todavía no entiendo por qué nos fuimos a vivir a Madrid y no a Barcelona como habían hecho mis tíos. Allí teníamos a casi toda la familia. A casi todos menos a mi tío Tomás, a mi tía Julia, a mi primo Jorge y a… Borja. Al principio mi padre y mi madre trabajaron en una portería, en una casa de bien, de esas que a los dueños había que llamarles don o doña y saludarles cuando te cruzabas con ellos. Mi padre igual hacía de electricista que se remangaba las mangas de la camisa y metía las manos en el negro carbón para que los señores no pasaran frío en invierno. Mientras, mamá limpiaba, planchaba y cuidaba de los hijos de los señores. Mi hermana tenía casi dieciocho años, no quiso seguir estudiando y ayudaba a mamá en las tareas.
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