Julia Rincón - Mis recuerdos y tú

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Los
amores imposibles son como campos magnéticos, se atraen con la misma fuerza que lo harían dos imanes. La mayoría de las veces, el enamoramiento y las ilusiones más intensas y apasionadas se convierten en
historias de grandes amores imposibles, prohibidos o inconvenientes para el resto del mundo. En vez de enamorarte de ese chico simpático, divertido y libre que tus amigas te presentaron hace poco,
te enamoras de otro con el que las cosas se complican y te vuelven del revés… ¡Son amores imposibles!Los amores imposibles y el destino a veces pueden volverse en contra tuya.Según el diccionario, El destino sería una sucesión inevitable de acontecimientos de la que ninguna persona puede escapar. Luchar contra él, es imposible. ¿O no?

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Sus ojillos almendrados me miraban con curiosidad.

—Ya verás como este chocolatico y estos sobaos te harán entrar en calor.

Me encogí de hombros y sonriendo a aquella mujer la vi alejarse de nuevo hacia la cocina. Otra de las cosas que no recordaba era la hospitalidad de aquella buena gente.

Mirando por la ventana mis pensamientos iban a aquellos años en los que el tiempo pasaba tan despacio y a la vez tan deprisa. Los veranos, por ejemplo, pasaban tan lentos: disfrutar, reír, hacer cosas nuevas… Había que descubrir el mundo en toda su grandeza. Sin embargo cuando esa estación llegaba a su fin y algunos primos tenían que irse porque sus vacaciones ya habían terminado el pueblo poco a poco se iba quedando vacío. Tenías la sensación de que al calendario le habían robado días. De que el verano por arte de magia se había volatilizado.

Mi padre tenía tres hermanos: mi tío Jorge, mi tío Manuel y mi tía Julia. Cada uno de ellos habían tenido dos hijos, mis primos Jorgito, Mariajo, Isabel, Clarita, Borja y Manoli. Recordaba las veces que juntos nos íbamos a la choza del portón. Una casa hecha de paja que estaba a los pies de un riachuelo, donde todas las tardes quedábamos para merendar y bañarnos.

Me pasé la lengua por los labios y sonreí, sentía todavía el sabor dulce del pan con chocolate. Era mi merienda favorita. Había días que mi madre cambiaba el menú y me sorprendía con un bocadillo de atún, no estaba malo, pero vamos… ni punto de comparación. El dulce era mi punto débil, yo era más golosa que un bocadillo de nata.

—¿Hoy te has quedado sin chocolate? —decía Borja sonriendo—. Anda toma, golosa, lo he cogido sin que la abuela se diera cuenta.

Yo abría los ojos como platos, ese era mi primo, el mejor primo del mundo. Lo compartíamos todo. Con él me iba a pescar, a montar en bici, a jugar al fútbol, a descubrir cuevas, a llenarnos de barro hasta las orejas y a reírnos de las caras que ponían nuestras madres cuando nos veían aparecer. Era difícil aburrirse con él, siempre estaba inventando, además era enormemente fuerte, alto para su edad, delgaducho y con el pelo negro, muy negro.

Cerré los ojos. Recuerdo ese día como si fuera ahora. Veníamos del río. Mariajo, Isabel, Jorgito y mi hermana, ellos iban haciendo camino. Clarita y Manoli subidas en una bicicleta, y Borja y yo en otra. Todos los días sorteábamos las bicis pues en casa de mis abuelos solo teníamos dos para todos los primos. Hacía mucho calor, la arena del sendero estaba muy seca. A Borja siempre le gustaba bajar la cuesta del callao a toda leche. Yo estaba sentada en el manillar, no recuerdo si fue una avispa, una mosca, o qué sé yo, pero el caso es que me moví un poco y la bicicleta se ladeó hacia la derecha, Borja quiso frenar pero fue tarde. Nos metimos de cabeza en unos matorrales llenos de cardos. Comenzamos a chillar de dolor; cuanto más nos movíamos para salir, más nos quedábamos enganchados. Estuvieron toda la tarde y parte de la noche sacándonos las espinas que nos habíamos clavado. Al día siguiente nuestros padres no nos dejaron salir ni a la puerta de la calle.

Arrimé la taza de chocolate a mis labios mientras mi mente seguía recordando. Borja y yo sentados en los escalones que daban al patio, nos mirábamos, teníamos más hematomas y más arañazos que los corsarios de nuestras pelis favoritas. Todos los sábados nos reuníamos en el comedor frente al televisor, allí nos quedábamos más quietos que un muerto en un velatorio. Nos encantaban esas películas, nos imaginábamos que éramos grandes espadachines y que a bordo de nuestro enorme barco conquistábamos tierras y descubríamos tesoros. Nos metíamos tanto en el papel que Borja ya no era Borja, era Sandokan, el joven heredero del reino de Kiltar, rebelde, valeroso justiciero y defensor de los pobres; y yo era Marianne, la intrépida y valiente mujercita, fuerte, tenaz, que salía de situaciones inesperadas y que tenía una gran habilidad con el rifle. Los dos juntos luchábamos codo con codo por desarmar a la flota francesa.

Cerca de la casa de mis abuelos, en un pequeño campo que era de todos los habitantes del pueblo pero que no era de ninguno, Borja (Sandokan) y yo (Marianne) construimos un barco. Lo hicimos con cajas de cartón y con madera vieja, en lo alto pusimos un palo largo que era el mástil, un neumático viejo que encontramos tirado en una de las excursiones que hacíamos al monte hacía las veces de timón; a mi abuela le pedimos un trozo de tela negra y en ella dibujamos una calavera blanca que atamos en lo alto del mástil para que el viento la moviera; las velas no pudimos conseguirlas. Cuando mi tía Julia, la madre de Borja, se dio cuenta de que habíamos cogido sus sábanas blancas vino detrás de nosotros zapatilla en mano. En ese barco nos pasábamos horas, mis primos también querían jugar pero si no se sabían la contraseña no subían a bordo, aunque siempre lo conseguían. Se ponían a llorar y a chillar e iban corriendo a casa de mis abuelos para que algún mayor viniera a poner paz.

—¡Mamaaaá… Borja y Raquel no nos dejan jugar, no quieren que subamos al barcooo!

—¡Haced el favor de dejar a los primos jugar con vosotros! Todos los días igual, como me enfade cojo todos los cartones y los tiro a la basura!

—¡Eres un llorica! Los piratas no lloran —gritábamos al unísono mi primo y yo—. ¡Llorica… llorica!

Mirando hacia el horizonte desde la ventana de aquel pequeño bar suspiré, los recuerdos parecían tan reales. Todos estos años no había tenido la necesidad de recordar, pero ahora, aquí… Con la sonrisa en los labios y con el cuerpo calentito pagué a la dueña del bar y me subí al coche para seguir mi camino.

Y allí estaba, guiada por las indicaciones que amablemente habían puesto los operarios de tráfico, la señal que me informaba del desvío hacia Talejos. Un pueblo a cuatrocientos sesenta metros sobre el nivel del mar y rodeado de espléndidos bosques. Al cabo de tres kilómetros divisé las primeras casas. Conducía despacio, absorbiendo con la mirada hasta el último detalle. Un acto reflejo me hizo bajar la ventanilla del coche, me impregné de ese olor, de esa fragancia preñada de vivencias, de recuerdos, el aroma más embriagador del mundo.

Sus casas de piedra y madera con muros altos y gruesos parecía que hubieran sido extraídas de un museo o de una pintura antigua. Al fondo las paredes y cumbres de las montañas daban la sensación de que sobresalían por encima de sus tejados. Hacia la derecha el empinado camino que llevaba al bosque, el refugio perfecto. Sin vacilar dirigí el coche por aquel empinado camino, a escasos ochocientos metros me bajé. Los tacones se me hincaron en la húmeda tierra, me acerqué a los árboles y acaricié su tronco, la palma de mi mano permaneció allí suspendida, como si quisiera dejar mi huella en aquel robusto árbol.

Volví a inhalar fuerte. El olor de los abedules y hayedos llegó hasta el más pequeño rincón de mis pulmones. Aunque ya hacía tiempo que dejé de venir por estas tierras, el bosque siempre me acompañó, quizás por eso me gustaba tanto el licor de arándanos. Los árboles eran el referente silencioso de casi todo. Me asombraba su quietud, la constancia de la lentitud. Podían pasar años pero ellos seguían allí, supervivientes ajenos al resto del mundo. La copa de sus árboles miraba siempre al cielo. Eternos danzarines moviéndose armoniosamente al compás del silbido del viento.

De camino a casa de mis abuelos divisé la iglesia, majestuosa, sus muros de piedra la hacían impenetrable; por ellos subían sin permiso las buganvillas, unas ramas se enredaban con otras como tentáculos y en un rincón y en otro. Y en otro se asomaban en mitad de la pared de roca pequeños racimos de muérdago. La puerta de roble de la iglesia había aprendido a envejecer sin perder su belleza, clavos enclaustrados, madera antigua y bisagras, daban aún más el aspecto religioso de aquella construcción. Era una imagen bíblica. En frente de la iglesia estaba la plaza del pueblo donde los domingos, a la hora de la misa, se reunían los ancianos y los niños mientras las abuelas con sus hijas se iban a escuchar el Salmo. En un banco de cemento, debajo del castaño, se sentaban como atraídos por la nostalgia los abuelos, aquellos hombres que un día fueron jóvenes, tenían vitalidad y se comían a la vida por los pies. Allí se sentaban a contar sus historias, que engrandecían y adornaban a su antojo, y allí en ocasiones, Borja y yo, sentados en cuclillas en el suelo, escuchábamos sin parpadear todo lo que decían.

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