LaVyrle Spencer
Dulces Recuerdos
© 1984 Lavyrle Spencer.
Título original: Sweet Memories
Por fin, Jeff volvía a casa, pero no iba solo.
Observando cómo se detenía el jet, Theresa Brubaker sintió dos emociones opuestas: alegría de que su «hermanito» fuera a pasar dos semanas completas con ellos y enfado porque había invitado a un desconocido, que sería un estorbo durante las vacaciones familiares. A Theresa nunca le había gustado conocer extraños, especialmente cuando eran del sexo opuesto, y al pensar que ahora conocería a uno se sintió molesta.
La vibración de los motores fue disminuyendo hasta convertirse en un agudo zumbido que acabó por desaparecer. Los pasajeros descendieron por la escalerilla y Theresa clavó la vista en la entrada dispuesta en la pared de cristal. Cuando resonaron en el túnel los pasos de los primeros pasajeros, Theresa bajó la mirada para asegurarse de que su abrigo gris de lana estaba completamente abrochado. Apretó su bolso negro de piel contra su costado izquierdo de un modo que ocultaba parcialmente su pecho y le daba un motivo para cruzar los brazos.
La expectación hizo que se le acelerara el pulso… Jeff. El hermano joven y alocado, la alegría de la casa, volviendo al hogar para hacer de las Navidades lo que las canciones decían que debían ser. No hay nada como el hogar para pasar unas vacaciones. Jeff… cómo le había echado de menos. Theresa se mordió el labio y observó a los primeros pasajeros que llegaban: una madre joven llevando un bebé chillón, un ejecutivo con gabardina y maletín, un esquiador barbudo en vaqueros, dos militares de largas piernas vestidos con sendos uniformes azules. ¡Dos militares de largas piernas!
– ¡Jeff! -exclamó, levantando el brazo llena de júbilo.
Jeff alcanzó a verla al mismo tiempo que ella percibía cómo los labios de aquél formaban su nombre. Pero a los dos hermanos les esperaban una rampa con pasamanos de unos diez metros de longitud y lo que parecía la cuarta parte de la población de Minneapolis dando la bienvenida a los recién llegados.
– Ahí está -volvió a leer Theresa en sus labios, a la vez que le observaba abrirse camino hacia el final de la rampa.
Theresa apenas reparó en el compañero de su hermano cuando se lanzó hacia sus brazos. Rodeó el cuello de Jeff con los suyos mientras él la levantaba por los aires dando vueltas como un loco. Los hombros de Jeff eran anchos y duros, y su cuello olía a lima. A Theresa se le llenaron los ojos de lágrimas mientras él se reía abrazado a ella.
Jeff la dejó en el suelo, bajó la cabeza y sonrió.
– Hola, cara guapa -dijo emocionadamente.
– Hola, mocoso -respondió ella también embargada por la emoción.
Luego intentó reír, pero sólo consiguió emitir un sollozo sofocado y volvió a ocultar la cara en el pecho de su hermano, avergonzada repentinamente por la presencia del otro hombre.
– ¿No te lo había dicho? -oyó que decía Jeff con voz divertida.
– Sí, me lo habías dicho -contestó el desconocido con voz profunda.
Theresa se echó hacia atrás.
– ¿Qué le has contado?
Jeff la miró con expresión burlona.
– Que eres una tonta sentimental. Fíjate, lágrimas por todas partes, hasta en mi uniforme.
Jeff examinó la solapa de su guerrera, donde había una mancha oscura.
– Oh, lo siento -se lamentó Theresa-. Es que estoy tan contenta de verte…
Restregó la mancha de la guerrera mientras su hermano le pasaba un dedo justo debajo de un ojo.
– Lo sentirías más si pudieras ver cómo esas lágrimas hacen resaltar las arrugas que tanto te molestan.
Theresa apartó de un manotazo el dedo de Jeff y se frotó los ojos tímidamente.
– No te preocupes de eso, Theresa. Venga, voy a presentarte a Brian.
Jeff puso un brazo alrededor de los hombros de Theresa y se volvió hacia su amigo.
– Este es el faro de mi vida, que nunca me deja perseguir mujeres, fumar hierba o conducir cuando bebo. -Al decir esto último, guiñó un ojo descaradamente-. Así que será mejor que no le contemos lo que hicimos anoche, ¿de acuerdo, Scanlon?
Pellizcó el brazo a su hermana y le sonrió cariñosamente: sus burlas no disimulaban en absoluto la nota de orgullo que había en su voz.
– Mi hermana mayor, Theresa. Theresa, éste es Brian Scanlon.
Ella vio primero la mano, de dedos fuertes y alargados, extendida en ademán de saludo. Pero tenía miedo de levantar la vista y ver dónde reposaba su mirada. Afortunadamente, el modo en que Jeff había puesto el brazo le permitió esconderse a medias detrás de él, a la vez que extendía su propia mano.
– Hola, Theresa.
Ya no podía evitarlo. Levantó la vista hacia su rostro, pero él estaba mirándola directamente a los ojos, sonriendo. ¡Y qué sonrisa!
– Hola, Brian.
– He oído muchas cosas de ti.
«También yo he oído mucho de ti», pensó, pero contestó alegremente:
– No lo dudo, mi hermano nunca fue capaz de guardar un secreto.
Brian Scanlon se rió y sostuvo la mano de Theresa en un fuerte apretón.
De pronto comprendió con claridad por qué algunas mujeres perseguían a los soldados sin ningún pudor.
– No te preocupes, sólo me ha contado cosas buenas.
Theresa apartó la mirada de aquellos ojos verdes y cristalinos, que eran mucho más atractivos que en las fotografías enviadas por Jeff. Entonces Brian soltó su mano y se colocó a su otro costado mientras se dirigían a recoger el equipaje.
– Aparte de alguna de nuestras travesuras infantiles, como la vez que robaste un puñado de tabaco de pipa y me enseñaste a liarlo con esos papeles blancos que vienen en las permanentes caseras, y los dos nos mareamos con las sustancias químicas del papel; y la vez…
– Jeffrey Brubaker, yo no robé ese tabaco. ¡Fuiste tú!
– Bueno, tú eras dos años mayor que yo. Deberías haber intentado quitarme la idea de la cabeza.
– ¡Lo intenté!
– Sí, pero después de que nos hubiésemos mareado y aprendido la lección.
Los tres estallaron en carcajadas. Jeff le pellizcó el brazo una vez más, miró a Brian por encima de su cabeza y aclaró:
– Seré franco. Después de ponernos más verdes que dos aceitunas, ella nunca volvió a dejarme fumar. Lo intenté más de una vez cuando estaba en el instituto, pero ella siempre me armaba un escándalo y consiguió que me castigaran más de una vez. Pero a la larga, me salvó de mí mismo.
A la izquierda de Theresa resonó la risa de Brian. Ella percibió su tono melodioso y agradable y, al hablar, dicho tono se hizo más sonoro, más rico.
– También me ha hablado de otro incidente con permanentes caseras; cuando le hiciste una desobedeciendo las órdenes de tu madre y olvidaste programar el tiempo.
Mientras bromeaba, Brian estudió el cabello de Theresa. Jeff le había dicho que era rojo, ¡pero no se esperaba que tuviese ese tono tan intenso!
– Oh, eso -protestó ella-. Jeff, ¿tenías que contárselo? Casi me muero cuando le quité los bigudís y vi lo que le había hecho.
– ¿Que casi te mueres? Fue mamá la que casi se muere. En aquella ocasión eras tú la que deberías haber sido castigada, y creo que lo habrías sido si no hubieses tenido ya dieciocho años.
– Acabemos la historia, hermanito. A pesar de que parecías un silo después de una explosión, te ayudó a conseguir el puesto en el conjunto, ¿no? Echaron una mirada a la maraña de rizos y decidieron que encajarías perfectamente.
– Lo cual te puso a mal con mamá hasta que logré convencerla de que no iba a empezar a tomar cocaína y anfetaminas cada vez que diéramos un concierto.
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