LaVyrle Spencer - Dulces Recuerdos

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La escultural Theresa Brubaker no está nada contenta con su cuerpo, los hombres se acercan a ella, pero ninguno de ellos quiere realmente conocerla. Su hermano Jeff lleva a su amigo, Brian Scanlon, a pasar unas vacaciones a su casa y por primera vez en su vida Theresa prueba el placer del amor. Pero sus pasadas experiencias crean muros en su relación y Brian debe ir con sumo cuidado sino quiere romper su relación antes de que ella tome la decisión más adecuada.

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Habían llegado a la escalerilla mecánica que conducía a la zona de recogida de equipajes, así que se vieron obligados a romper la línea mientras bajaban.

Observando desde atrás a los dos hermanos, Brian no pudo evitar sentir un poco de envidia por la camaradería natural que demostraban. No se habían visto durante un año y aun así se trataban como dos buenos amigos que se vieran a diario, burlándose el uno del otro cariñosamente y con toda confianza. «No saben lo afortunados que son», pensó.

Las cintas transportadoras de equipaje estaban muy concurridas, pues sólo faltaban dos días para la Navidad y el tráfico de viajeros pasaba por un momento álgido. Mientras esperaban, Brian permaneció detrás escuchando cómo los Brubaker intercambiaban noticias familiares.

– Papá y mamá querían venir a recogerte, pero al final me tocó a mí porque hoy era el último día de colegio antes de las vacaciones. Salí a las dos, justo después de que acabara el festival de Navidad, pero ellos tenían que trabajar hasta las cinco, como de costumbre.

– ¿Cómo están?

– ¿Tienes que preguntarlo? Absolutamente atolondrados. Mamá ha estado haciendo pasteles y guardándolos en el congelador, preocupada porque no estaba segura de que el de calabaza fuera aún tu favorito. Por otro lado, papá no dejaba de preguntarle: «Margaret, ¿has comprado alguna de esas tartas de jengibre que le gustan a Jeff?» Ayer hizo un bizcocho de chocolate y luego descubrió que papá había cogido un pedazo. Chico, entonces sí que se armó una buena. Cuando le regañó y le informó de que había hecho el bizcocho de postre para esta noche, papá salió cabizbajo y fue a la gasolinera para lavar el coche y llenar el depósito para ti. No creo que ninguno de los dos haya pegado ojo anoche. Esta mañana mamá estaba de lo más gruñona, pero ya sabes cómo se pone cuando está excitada… en el momento que te vea se le pasará. Sobre todo estaba enfadada porque tenía que trabajar hoy, cuando hubiera preferido quedarse en casa a prepararlo todo y luego venir al aeropuerto.

Estaba claro para Brian que aquel recibimiento había tomado las proporciones de un auténtico acontecimiento en los corazones de la familia, incluso antes de que Theresa continuara.

– Y no puedes imaginarte lo que ha hecho papá.

Jeff sólo sonrió interrogante.

– Prepárate para ésta, Jeff. Llevó tu vieja Stella a Viking Music para que le pusieran cuerdas nuevas y la limpiaran, y la ha dejado en el rincón de la sala donde siempre solías dejarla.

– ¡Bromeas!

– En absoluto.

– ¿Sabes las veces que nos amenazó a mí y a mi vieja guitarra de quince dólares con echarnos de casa si no dejábamos de castigar sus tímpanos con todo nuestro alboroto?

Justo entonces avanzó hacia ellos un petate militar y Jeff se inclinó hacia delante para recogerlo. Aún no lo había dejado en el suelo, cuando apareció la funda de una guitarra. Cuando se inclinó para cogerla, Theresa exclamó:

– ¡Tu guitarra! ¿Traes tu guitarra?

– Guitarras. Traemos los dos.

Theresa levantó la vista hacia Brian Scanlon, recordando que también él tocaba. Le cogió observándola a ella en vez de al equipaje y apartó la vista rápidamente.

– No podemos permitir que los callos se ablanden -explicó Jeff-, y en todo caso dos semanas sin tocar es más de lo que podemos soportar, ¿no es cierto, Scan?

– Cierto.

– Pero prometo que tocaré algo con la vieja Stella para papá.

Una segunda funda de guitarra bajó dando botes por la cinta transportadora, seguida de otro petate, y Theresa observó los anchos hombros de Brian cuando se inclinó a recogerlos. Una mujer joven que había justo detrás de él estaba echándole un vistazo cuando se incorporó y se dio la vuelta. El extremo de la guitarra rozó su cadera y Brian se disculpó inmediatamente.

La rubia le lanzó una sonrisa y dijo:

– Siempre que quieras, soldado.

Brian se detuvo por un momento, y luego murmuró discretamente:

– Perdona.

Se echó el petate al hombro y levantó la vista para encontrarse con la mirada de Theresa, la cual la desvió tímidamente.

– ¿Todo listo?

Ella le dirigió la pregunta a su hermano, porque Brian la inquietaba con aquellos ojos extraordinariamente bonitos para ser de hombre, porque, además, nunca bajaban más allá del cuello de su abrigo.

– Sí.

– Entonces, vámonos.

Al cruzar las puertas mecánicas del aeropuerto Minneapolis-St. Paul International, les recibió el frío aire de diciembre. Cuando entraron en el aparcamiento de hormigón y se acercaron a la fila correcta, Theresa anunció:

– Papá y yo hemos intercambiado los coches. Yo he venido en su furgoneta y él tiene mi Toyota.

– Dame las llaves. Me muero por estar detrás de un volante otra vez -declaró su hermano.

Metieron las guitarras y los petates por detrás y subieron dentro. A lo largo del recorrido de quince minutos al cercano barrio de Apple Valley, mientras bromeaban, ella intentó superar sus recelos hacia Brian Scanlon. Personalmente no tenía nada contra él. ¿Cómo iba a tenerlo? No le había conocido hasta entonces. Eran los extraños en general, más especialmente los extraños del sexo opuesto, los que procuraba evitar. Siempre había supuesto que Jeff lo intuía y lo comprendía. Pero al parecer se había equivocado, pues él había telefoneado a su madre para pedirle de modo entusiasta permiso para llevar a su compañero a pasar las Navidades. Luego había explicado que Brian no tenía familia, y Margaret Brubaker no había vacilado.

– Claro que puede venir. Sería indigno hacer a un hombre pasar las Navidades en unos barracones miserables de Dakota del Norte cuando tenemos camas de sobra y comida suficiente para un regimiento.

Escuchando por el teléfono supletorio, a Theresa se le fue el alma a los pies. Había deseado interrumpir a su madre y decir: «¡Un momento! ¿No opinamos los demás? También son nuestras Navidades».

Vivir en casa a los veinticinco años traía consigo algunos inconvenientes pero, aunque a veces Theresa anhelaba vivir en otra parte, la soledad que sufriría si lo hiciese siempre la refrenaba. Sí, la casa pertenecía a su padre y a su madre. Podían invitar a quien quisieran. Y, aunque le seguía doliendo la intrusión de Brian Scanlon, se dio cuenta de lo egoístas que eran sus pensamientos. ¿Qué clase de mujer se negaría a compartir la alegría de la Navidad con alguien sin hogar ni familia?

Aun así, mientras rodaban entre el tráfico de última hora de la tarde, aumentó la aprensión de Theresa.

Estarían en casa en menos de cinco minutos, y tendría que quitarse el abrigo. Y cuando lo hiciera, sucedería lo de siempre. Y desearía escabullirse a su cuarto y llorar… como hacía con frecuencia.

Estaban abrumándola esos pensamientos, cuando Brian dijo:

– Antes de nada, quiero daros las gracias por permitirme venir con Jeff a entrometerme en vuestras vacaciones.

Theresa sintió que la culpabilidad la acaloraba, y esperó que él no estuviera mirándola cuando mintió por ser cortés.

– No digas tonterías. Hay una cama de sobra en el sótano, y nunca falta comida. Todos estamos muy contentos de que Jeff te haya invitado. Como los dos comenzasteis juntos en el grupo, siempre oímos hablar de ti cuando telefonea o escribe. Brian esto y Brian lo otro. Mamá se moría de ganas de conocerte para asegurarse de que eran buenas las compañías de «su pequeño». Pero no debes hacerle caso. Prácticamente, solía obligar a sus novias a rellenar una instancia con sus datos.

Justo entonces se metieron por una calle con una hilera de árboles a cada lado, donde las casas eran tan parecidas que casi no se podía distinguir una de otra.

– Parece que papá y mamá no han llegado aún -observó Theresa.

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