LaVyrle Spencer - Dulces Recuerdos

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La escultural Theresa Brubaker no está nada contenta con su cuerpo, los hombres se acercan a ella, pero ninguno de ellos quiere realmente conocerla. Su hermano Jeff lleva a su amigo, Brian Scanlon, a pasar unas vacaciones a su casa y por primera vez en su vida Theresa prueba el placer del amor. Pero sus pasadas experiencias crean muros en su relación y Brian debe ir con sumo cuidado sino quiere romper su relación antes de que ella tome la decisión más adecuada.

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Una película de nieve recién caída cubría la calzada. Sólo se veían las marcas de las ruedas de un coche que salían del garaje, pero había unas huellas de persona que conducían hacia la puerta trasera.

– Amy sí que debe estar en casa -añadió.

Las puertas de la furgoneta se abrieron de golpe y Jeff Brubaker salió y se quedó inmóvil por un momento, escudriñando la casa como para comprobar que todas las cosas familiares seguían en su sitio.

– Dios mío, es fantástico estar en casa -murmuró, aspirando profundamente el aire puro y frío de Minnesota.

Entonces se animó de repente, y se acercó casi corriendo al maletero del coche.

– Venga, vosotros dos, vamos a meter los trastos dentro.

Pensando cinco minutos por adelantado, Theresa se apropió de una de las guitarras. No sabía cómo lo haría pero, si las cosas se ponían mal, podría ocultarse tras ella.

De repente, una chica desgarbada de unos catorce años salió volando por la puerta trasera.

– ¡Jeff, por fin has llegado!

Con una abierta sonrisa, que mostró su aparato de ortodoncia plateado, Amy abrió los brazos en un gesto tan despreocupado que Theresa envidió. No pasaba un día que Theresa no pidiera al cielo que a su hermana le fuera concedida la bendición de crecer normalmente.

– Oye, bolita, ¿cómo estás?

– Soy demasiado mayor para que sigas llamándome bolita.

Se abrazaron efusivamente antes de que Jeff le diera un ruidoso beso en los labios.

– ¡Ay!

Amy se echó hacia atrás e hizo una mueca, mostrando luego sus dientes.

– Ten cuidado cuando hagas eso. ¡Duele!

– Oh, me había olvidado del aparato ése.

Jeff levantó con el dedo la barbilla de su hermana mientras ésta continuaba mostrando el aparato sin cohibirse en lo más mínimo. Observando, Theresa se preguntó cómo su hermana pequeña había logrado mantenerse tan encantadoramente desenvuelta y segura de sí misma.

– Le digo a todo el mundo que me han decorado los dientes justo a tiempo para las Navidades -declaró Amy-. Después de todo, me los han dejado del mismo color que las bolas del árbol de Navidad.

Jeff se echó hacia atrás y soltó una carcajada, luego lanzó una sonrisa a su amigo.

– Brian, es hora de que conozcas a la parte escandalosa de la familia Brubaker. Ésta es Amy, aquí está por fin… Brian Scanlon. Y, como podrás ver, hemos traído las guitarras para poder tocar un par de las fuertes para ti y tus amigas, como te prometí.

Por vez primera, Amy perdió la locuacidad. Metió las manos hasta el fondo de los bolsillos de sus ajustados vaqueros y mantuvo los labios cerrados para ocultar el nuevo aparato mientras sonreía y decía casi tímidamente:

– Hola.

– Hola, Amy. ¿Qué te parece?

Brian extendió la mano y sonrió a Amy como cualquiera de las estrellas de rock que llenaban las paredes de su dormitorio. Amy miró la mano de Brian, se encogió de hombros con un poco de vergüenza y finalmente, sacó una mano fuera del bolsillo y dejó que Brian la estrechara. Cuando la soltó, la mano de Amy se quedó extendida durante un buen rato.

Al contemplarla, Theresa pensó: «Qué maravilla sería tener catorce años otra vez, una figura como la de Amy y la total falta de malicia que le permite mirar a quemarropa con abierta admiración, justo como lo está haciendo ahora.»

– ¡Oye, hace frío aquí! -exclamó Jeff encogiendo los hombros exageradamente-. Vamos dentro a hincar el diente al pastel de mamá.

Llevaron los petates y las guitarras a la acogedora cocina de la casa. Se encontraba situada en la parte frontal y estaba empapelada de color naranja, con adornos de flores doradas que se repetían en los marcos de las contraventanas que flanqueaban la zona de comer. Una casa sencilla en una calle corriente. El hogar de los Brubaker no tenía nada excepcional que lo distinguiera, excepto un clima de amor familiar que Brian Scanlon percibió incluso antes de que llegaran el padre y la madre.

Sobre la mesa de la cocina se erigía un pastel de chocolate como para hacerse la boca agua. Cuando Jeff levantó la tapa de cristal que lo protegía, vio un papel en el hueco del trozo que faltaba. Lo cogió y leyó en voz alta:

– «Jeff, tenía un aspecto demasiado bueno como para poder resistirlo. Nos veremos pronto. Papá.»

Los cuatro compartieron las risas, pero durante todo el rato Theresa permaneció sosteniendo la guitarra de su hermano a modo de escudo protector. Era la anfitriona en ese momento. Debería pedirle a Brian su chaqueta y llevarla al armario del vestíbulo.

– Vamos, Brian -dijo Jeff-, pasa a ver el resto de la casa.

Pasaron a la sala, e inmediatamente sonaron cuatro acordes estridentes en el piano. Theresa hizo una mueca y miró a Amy, que a su vez arqueó las cejas expresivamente. Era el Concierto del Espacio Exterior, de Jeff.

Contuvieron el aliento al unísono, hicieron un gesto mutuo de asentimiento y bramaron simultáneamente:

– ¡Je-e-e-eff, déjalo, por favor!

Mientras las hermanas se reían, Jeff le explicó a Brian:

– Compuse esto cuando tenía trece años… antes de hacerme empresario.

Theresa colgó su abrigo y se escabulló sigilosamente a su cuarto. Buscó una rebeca azul claro y se la echó sobre los hombros sin meter los brazos por las mangas. Luego ahuecó la rebeca para intentar que la tapara el máximo posible pero, con consternación, descubrió que apenas disimulaba su problema. «Dios mío, ¿no podré acostumbrarme nunca?», pensó. Estiró los hombros, pero sin ningún resultado, y se resignó a volver con los demás.

El recorrido por la casa se había detenido en la sala, donde Jeff había descubierto su Stella. Estaba sacándole unos acordes metálicos y tarareando un viejo blues. Mientras, Theresa reunió todo su coraje para entrar allí. Sin duda, sucedería lo mismo de siempre. Brian Scanlon apenas miraría su cara antes de que su vista descendiera hacia sus senos y el panorama le dejara traspuesto. Desde la pubertad, la escena se había repetido demasiadas veces, innumerables veces, pero Theresa no había conseguido habituarse a ello. Ese instante horrible, cuando las cejas de un hombre se arqueaban en gesto sorprendido y la boca se le abría al contemplar los desproporcionados senos que tenía, por alguna desafortunada broma de la naturaleza. Para colmo, su complexión delgada los hacía resaltar aún más.

El último extraño que había conocido era el padre de uno de sus alumnos. A pesar de la situación, el pobre hombre había sido incapaz de recordar el protocolo al vislumbrar asombrado sus enormes senos. Había clavado los ojos en ellos incluso mientras ofrecía la mano a Theresa, y luego la tensión provocada por el incidente había hecho de la reunión un desastre.

Mirando con ojos aprensivos su imagen reflejada en el espejo, Theresa fue repasando desolada todos los defectos tan familiares para ella. ¡Por si fuera poco tener unos senos así, su pelo era del color del pimentón y su piel se negaba a broncearse! Y para colmo, se llenaba de granos, como si tuviera una erupción incurable, cada vez que el sol tocaba su piel. Y ese pelo… ¡oh, cómo lo odiaba! Si lo llevaba corto, parecía un payaso, y largo era un caos de rizos indomables. Así que había optado por una solución intermedia y el estilo menos llamativo que se podía imaginar, peinándoselo hacia atrás y recogiéndoselo en la nuca con un ancho pasador.

¿Y las pestañas? ¿No se merecía toda mujer unas pestañas que al menos pudieran ser vistas? Las de Theresa eran del mismo tono que su pelo; pálidos hilos que daban a sus párpados un aspecto rosado y sin gracia, a la vez que enmarcaban unos ojos que eran casi del mismo color que sus pecas, en tono marrón claro. Recordó las pestañas negras y el asombroso verde de los ojos de Brian Scanlon y una vez más observó sus senos, pensando que no podía seguir retrasando el terrible momento. Debía volver a la sala. Y si él se quedaba mirando sus senos con especulación lasciva, pensaría en los compases del Nocturno de Chopin, algo que siempre la tranquilizaba.

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