Julia Rincón - Mis recuerdos y tú

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Los
amores imposibles son como campos magnéticos, se atraen con la misma fuerza que lo harían dos imanes. La mayoría de las veces, el enamoramiento y las ilusiones más intensas y apasionadas se convierten en
historias de grandes amores imposibles, prohibidos o inconvenientes para el resto del mundo. En vez de enamorarte de ese chico simpático, divertido y libre que tus amigas te presentaron hace poco,
te enamoras de otro con el que las cosas se complican y te vuelven del revés… ¡Son amores imposibles!Los amores imposibles y el destino a veces pueden volverse en contra tuya.Según el diccionario, El destino sería una sucesión inevitable de acontecimientos de la que ninguna persona puede escapar. Luchar contra él, es imposible. ¿O no?

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El silencio de aquellas paredes me entristeció, recuerdos y secretos viejos guardados en cal, el precio del tiempo. Encima del retablo de la Virgen Bien Aparecida que todavía colgaba en la pared había un pequeño ramillete de lavanda, la abuela decía que espantaba a los mosquitos. Y todos los veranos después de dar su paseo matutino quitaba el ramillete del día anterior y colocaba uno nuevo en su lugar. Pasé la mano por aquellas paredes, el contacto frío de sus muros me hizo retroceder y comprobé que la mano se me había manchado de pintura blanca, la huella de los años impregnada en mi piel.

—¡Raquel, eres tú! —gritó mi tía Julia mientras venía hacía mí extendiendo los brazos—. ¿Cómo estás? Tu madre me dijo que vendrías. ¡Ay, niña, cuánto has cambiado! Y los papás, ¿cómo están? ¿Cuántos años hace que no venias por aquí? ¿Nueve? ¿Diez?

Me envolvió en sus brazos mientras me bombardeaba a preguntas, yo le correspondí con un fuerte apretón.

—Once años tía, hace once años que no vengo por aquí. Mamá está bien, con sus achaques. Papá está un poquito peor, desde que tuvieron que amputarle la pierna. Anda pachucho, pero eso ya lo sabes.

—Sí, ya me dijo tu madre que la puñetera gota no lo dejaba vivir a mi pobre hermano. —La pena por su hermano se reflejó en sus ojos, apenas pude ver que del lagrimal se escapaba una pequeña gotita brillante. Pero mi tía como siempre tan dura, tan inaccesible a la tristeza, tan entera, pronto se recompuso y continuó con sus preguntas—. Bueno dime… ¿qué tal te va la vida? ¡Estás guapísima! ¡Cuánto has cambiado! —decía pasándome su mano por mi mejilla—. ¡Madre mía! Parece que fue ayer y han pasado ya once largos años.

Al segundo se acercaron en tromba mis primos, Clarita y Jorgito. Sonriendo me acerqué para saludarles. ¡Madre mía!, como dijo mi tía. ¡Cuántos años habían pasado! Pero seguían siendo ellos, mis queridísimos primos, aquellos con los que jugaba de pequeña a la goma, al escondite, a corre-corre, a tirarnos globos llenos de agua, a hacernos ahogadillas en el río; aquellos con los que bailaba y cantaba alrededor de la mesa del comedor mientras el abuelo daba palmas o sacudía el bastón en el suelo inventando una danza rítmica que seguíamos al compás; aquellos primos con los que compartí tan buenos momentos, risas, gritos y lloros. Por un momento volvía a ser niña y recordé las voces de aquellos años, nostalgia de veranos que no terminaban nunca, tardes calurosas en las pinadas del río, noches largas y perdurables tertulias en los escalones de la iglesia.

—No sabía que estabas embarazada —le dije a Clara señalando su abultada barriga—. Mi madre no me ha dicho nada. ¿De cuánto estás?

Mi prima Clara se había casado hacía un par de años con un italiano que conoció cuando se fue de intercambio a Inglaterra, iba para maestra pero se quedó a mitad de camino. Desde entonces el italiano y ella no se separaron. Según dijo mi madre, fue un escándalo para la familia que decidiera irse a vivir con él a su país, y cuando regresó ya estaba casada. «¡Y encima por el juzgado!», decía mi madre sorprendida.

Mi prima Clara con la palma de la mano acarició con orgullo su abultada barriga.

—Estoy de casi cinco meses.

—¿Y ya sabes lo que llevas?

Encogiéndose de hombros respondió:

—No, no se deja ver. ¿Y tu hermana? ¿Cómo lleva lo de ser madre? Me dijo la tía que había tenido un niño.

—Sí, Ismael. Es precioso. Tiene la misma cara que Elena, con la carita redondita y los ojos color de avellana igualitos a ella. ¿Y tu madre cómo se encuentra?

—Imagínate, toda la vida con mi padre y ahora que estaban tranquilos se nos va. Ha sido un palo muy gordo. Pero ella es fuerte, además pronto tendrá un nieto que le aliviará la soledad y los días de bajón. Ahora que Marcelo y yo vamos a venirnos a vivir a España todo será más fácil.

—¡Hola, primita! ¿Qué tal por los Madriles?

Con una sonrisa de oreja a oreja fui hacía él.

—Hola Jorgito, bien, por los Madriles bien, pero no también como tú, estás altísimo.

Jorge era el primo más pequeño y el más llorón, siempre tuvo una constitución más débil, era diminuto para su edad y encima andaba mal. Por las noches cuando nos íbamos a la cama a mi primo tenían que ponerle un aparato en las piernas, y por las mañanas, antes de poner un pie en el suelo, mi tía se lo quitaba y le colocaba unos zapatos ortopédicos, de esos que llevan plantillas tan gruesas que le hacían crecer casi cinco centímetros. Cuando su madre se descuidaba mi primo aprovechaba y se quitaba esas botas tan raras que le habían comprado. Mi tía decía siempre que le iba a quitar la vida, no comía y siempre estaba enfermo. Para que comiera tenían que ir detrás de él. Todavía me acuerdo de ver a mi tía Julia corriendo bocadillo en mano por toda la calle. Jorgito iba a su bola, igual se metía en la tienda de ultramarinos que se subía en el camión de la fruta, y allí veías a mi tía desesperada intentando meterle en la boca un trozo de pan.

—Y Mariajo, ¿ha venido? —pregunté.

—No, se quedó en Barcelona. Cuando la llamé para quedar y venirnos juntos me dijo que lo sentía pero que ahora mismo no podía dejar el trabajo.

—No podía o no quería. —Mi prima Clara no le dejo contestar—. Siempre ha sido muy despegá con la familia, ¿qué pasa, que solo trabaja ella en este mundo? ¿Que no tiene familia? ¿O es que somos poco para ella?

—Estamos esperando a Isabel y a Manoli —dijo Jorge cambiando de conversación, señal de que no le hacía ninguna gracia que Clara se estuviera metiendo con su prima. Jorge adoraba a Mariajo, ella lo utilizaba para disfrazarlo con ropas antiguas y a él, eso le encantaba.

—Han llamado hace un rato y le quedaban todavía unos quince minutos para llegar.

Mariajo siempre había sido muy suya, por eso mi hermana Elena y ella se llevaban tan bien. De todos los primos eran las más mayores. Despectivas con el mundo entero, preferían los libros a las fiestas… esas cosas responsables, desagradables y tan terriblemente aburridas. No jugaban con nosotros y siempre estaban dándonos órdenes.

—¿Y Borja? ¿No ha venido tu hermano contigo?

—No, él sigue en Alemania —contestó Jorge sin dar más explicaciones.

En ese momento sentí un pellizco en el estómago, me di cuenta que a pesar de haber pasado tanto tiempo lo tenía muy presente. En ocasiones cuando llegaba de trabajar y me relajaba por fin después de un largo día mis pensamientos estaban dedicados a él, a mi primo, al mejor primo del mundo y… a mi primer amor. Creo que por eso sus padres decidieron irse a buscar fortuna a Alemania. Por lo menos eso pensé entonces, que nuestro secreto, nuestro amor, fue el culpable de todo. Se llevaron a sus dos hijos, Borja entonces tenía dieciocho años y Jorge doce. Me quedé hecha polvo, no volvería a ver más a Borja. Él me daba ánimos me cogía de las manos.

—Seguro que para vacaciones regresamos…

Yo sabía que no sería así, todos los que emigran tardan años en volver a su patria. El practicante del pueblo se fue a Francia y según contaban las vecinas siempre quería volver, pero sus hijos se hicieron grandes y cada año retrasaban el viaje a España, unas veces por los estudios, otras por el trabajo. El caso es que cuando quisieron volver ya fue tarde. Poco antes de jubilarse al practicante lo atropelló un coche en la acera de su casa y lo mató. «Con la ilusión que tenían por volver», decían las vecinas.

Yo deambulaba por los pasillos del instituto, comía poco y mal, y por las noches en mi habitación, cuando mi hermana no estaba, me compadecía de mi destino y me ponía a llorar. Aquellos dulces momentos que vivimos, aquel último verano, la ilusión, el último beso… «No me olvides…», así nos despedimos. Un tiempo que paralizó mi vida, víctima de mi destino y heredera de mi dolor, una marioneta de amores inalcanzables, inconvenientes, imposibles.

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