Como era previsible llegué tarde al desayuno del hotel, los compañeros me recibieron con un gran aplauso adobado de bromas y comentarios soeces, lo único que les interesaba era «si me la había tirado o no». A las diez, hora de mi cita con Anastasia, el grupo salía para visitar el gigantesco portaviones USS Forrestal de la VI Flota de los EE.UU que estaba fondeado en altamar no muy lejos del puerto; los recogerían los propios marines en lanchas rápidas de desembarco. Durante el segundo café, este ya con mi enamorada, comenté mi frustración por no haber podido visitar el buque de guerra, me hacía ilusión… muy comprensiva propuso dirigirnos al puerto e intentar la visita por nuestros medios; en el puerto, albricias, una lancha de la dotación del portaviones permanecía anclada y vacía, justificamos al marine el retraso por una incidencia médica y se nos ofreció gustoso a trasladarnos y efectuar la visita; a una velocidad endiablada puso rumbo a altamar, la lancha dejaba a su paso una estela de espuma de la que no apartaba sus ojos Anastasia, sin duda le divertía; a mitad de camino nos cruzamos con las lanchas que transportaban, de regreso, a los compañeros de curso y viaje; al divisarnos se armó la de Troya: voces, ordinarieces, insultos cariñosos… noté como a ella le complacían, sonreía, se sentía ufana de ser la causante de mi notoriedad. El agua salpicaba nuestros rostros y camisas, los cabellos de ella ondeaban al viento, sus pechos comenzaban a manifestarse bajo la transparencia de una fina camisa pasada por agua que envolvía unos pezones que más parecían dedales, estaba bella e insinuante, tanto que el marine no le quitó ojo en todo el trayecto. La lancha se detuvo en un lateral del portaviones junto a una escala de tablas y esparto por la que trepamos para llegar a cubierta; sentí miedo al elevar la mirada y ver la gran cantidad de peldaños a salvar sin protección alguna… y como abajo las olas se estrellaban con vehemencia contra el casco del buque, una caída sería fatal, al fin llegamos a cubierta. Los aviones de combate despegaban y aterrizaban sin pausa, despertó mi curiosidad el despegue por catapulta y el aterrizaje por retención, ambas operaciones con la ayuda de un cable de acero que atravesaba la cubierta, diseñada en ángulo y convertida en pista de aterrizaje; para los despegues el portaviones navegaba en contra del viento, hacia proa y para los aterrizajes lo hacía hacia adelante, desde popa; con la catapulta se conseguía acelerar la velocidad de vuelo, elevando al avión hacia el final de la pista después de que sus motores alcanzaran la máxima aceleración posible; para el aterrizaje se confiaba en un gancho de parada que se enganchaba en el cable de la cubierta haciendo que el avión se detuviera en una distancia corta. El portaviones parecía una ciudad en ebullición, con más de cinco mil tripulantes; disponía de cuatro elevadores que se utilizaban para bajar y subir aviones a la planta o cubierta inferior; bajamos en uno de ellos, la actividad en operaciones de mantenimiento era frenética excepto en un extremo donde se jugaba a baloncesto en una cancha de dimensiones reglamentarias. Fuimos despedidos con un pequeño ágape y trasladados de nuevo al puerto.
La aventura marítimo-militar y el sentirse «desnudada» por la tripulación alimentaron el ego de Anastasia hasta el empacho; durante el regreso no dejó de abrazarme y refugiarse en mí «para que no le salpicara el agua», destilaba deseo por todos sus poros; al desembarcar sugirió pasear por el dique de abrigo… sentarnos… mirar al mar… El dique estaba construido por inmensos bloques de hormigón. Anastasia, provocadora, comenzó a saltar de bloque en bloque, sorteando el peligro hasta que, cual ave marina que busca el mejor refugio para devorar tranquilamente su presa, encontró una especie de covacha entre bloques donde no podíamos ser vistos por los transeúntes del paseo marítimo; allí, con las ropas empapadas por la rotura de las olas, permanecimos casi una hora. Haciendo honor a la tierra valenciana podríamos decir que «el sofrito estaba listo para añadirle el arroz», escudriñó hasta el último rincón de mi entonces flacucho cuerpo… y yo el suyo, ¡a qué negarlo!, era insaciable, sus ojos vidriosos la delataban, sentía necesidad de dar un paso más y se despojó de la camisa «para ponerla a secar», yo la animé a hacer lo mismo con el sujetador «no fuese a coger una pulmonía». Loca por dar rienda suelta a su pasión insinuó de nuevo la posibilidad de una pensión, idea que rechacé por los motivos que ya había expuesto la noche anterior, pero no se dejaba vencer fácilmente y propuso ir a unos pinares no muy lejanos en taxi… rechacé la idea por mi exigua disponibilidad monetaria; dispuesta a dejarme sin argumentos, decidió jugársela: iríamos a su casa, me presentaría como un primo de Madrid y una vez en la habitación todo estaría solucionado… ¡Para ella!, pensé yo, porque a mí, si lo conseguíamos, se me aparecerían otros fantasmas como la inexperiencia o la candidez. Así lo hicimos, de nuevo autobús a Mislata; al abrir la puerta, los dueños estaban en animada charla, me presentó como su primo pero… no coló: «Aunque sea tu primo a la habitación solo puedes entrar tú, él te esperará aquí con nosotros»; con un mohín que no ocultaba su contrariedad solo acertó a decir: «¡Qué barbaridad!». Tardó unos minutos y nos fuimos de nuevo. Mi impericia la estaba descolocando, me propuso ir al cine, visionamos, es un decir, la película dos veces, nunca supe el título. En la sesión de las cuatro, con poco público, nos sentamos en la última fila del patio de butacas, su voracidad sexual había crecido en paralelo a mis miedos, estaba a punto de explotar sexualmente, de verter su pasión a cualquier arroyo… como se dice por aquí, «se le arrimaba una cerilla y ardía”; me hizo y le hice de todo pero quería más y sugirió que nos quedáramos al siguiente pase; para esa guerra sí estaba preparado y acepté, pero el cine se llenó por completo y nos vimos obligados a ocupar nuestros asientos numerados en el centro de la sala e intentar comportarnos acorde a las nuevas circunstancias. Con mi mano en su hombro y su cabeza en el mío permanecimos largo rato hasta que mi mano buscó su pecho; la vi estremecerse mientras me lamía el cuello camino de mi boca, introduje el pezón entre los dedos y, como un resorte, saltó quedando casi horizontal sobre la butaca, ¡qué vergüenza!, mejor no reproducir los comentarios de los espectadores. Nos salimos, reímos y fuimos a tomar algo, teníamos sed, mucha sed. Me despedí de ella sobre las once de la noche en el portal de su bloque, prometí volver a verla, escribirle, telefonear… nada la calmaba, lloraba amargamente cuando desapareció de mi vista en el recodo de la quinta escalera. No volví a saber de ella. Así, en solitario, concluyó mi viaje fin de carrera, un viaje planificado para confraternizar con los compañeros durante los, posiblemente, últimos días académicos y que yo tiré por la borda egoísta e insolidariamente a cambio de unas migajas con que alimentar la represión imperante; llegué a sentirme fatal oyendo comentar anécdotas en las que yo no había participado; paradójicamente era envidiado por lo que entendían «mi suerte» sin saber que mi suerte era tenerlos a ellos; al regreso, en el autobús, tuve que soportar sus mofas, obviamente no creyeron que yo seguía virgen, tentado estuve de saciar su curiosidad y contar todo pero opté por la vía salomónica y, remedando a Quevedo, les repetía: «Estamos ayunos de lo que es y ahítos de lo que parece». Pasaron los años y en encuentros casuales con algunos de ellos aún era requerido sobre el final del idilio.
En su esplendidez y dinamismo, Ramón Beamonte consiguió para todos los compañeros de clase la obtención del carnet de conducir en el último curso de la carrera. Negoció, no sé dónde, cómo, ni con quién, unas tasas reducidas, 25 pesetas, así como la exención del examen teórico; se suponía que como especialistas en la materia no procedía la prueba y defendía su tesis arguyendo que hasta el año 1960 el Cuerpo de Obras Públicas proveyó de examinadores para la obtención del Permiso de Conducir; las competencias pertenecían a los gobernadores civiles quienes se auxiliaban de los ingenieros del ramo, es más, ayudantes y sobrestantes estaban autorizados para solicitar de los conductores la documentación pertinente, en carretera. Aunque la Dirección General de Tráfico se creó en 1959, no comenzó su andadura hasta el año siguiente en que las funciones de vigilancia se atribuyeron a la Agrupación de la Guardia Civil que sustituyó en tal cometido al Cuerpo de Policía Armada y de Tráfico que venía haciéndolo desde la terminación de la Guerra Civil. El examen práctico se celebró en la trasera de la escuela, el examinador recorrió la explanada con el vehículo a gran velocidad en sentido frontal para, a continuación, deshacer lo recorrido marcha atrás; no se desvió en absoluto de la línea recta, solicitó tres voluntarios para ver el nivel general de la clase y, obviamente, se examinaron los que ya sabían conducir, con lo que concluyó el examen. A final de curso y carrera, en 1965, obtuve el carnet de conducir que guardé con celo hasta que adquirí mi primer coche y aprendí a conducir, por necesidades laborales, en Sevilla.
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