José Garzón del Peral - Se muere menos en verano

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Salido de una familia humilde en un pequeño pueblo en Jaén, Pedro llega a Madrid con el objetivo de estudiar una carrera. Tiene que salir adelante en un mundo de trenes mugrientos, pensiones inhóspitas y penurias económicas. Toca tirar de ingenio para avanzar. Ya como un hombre envejecido y achacoso, tío Pedro cuenta su experiencia a un joven. Aquellos inicios de supervivencia le llevaron hasta una vida en la que se introdujo en la bohemia teatral, entabló amistad con personalidades como el jefe de la Comunidad Ahmadía del Islam en España o con quien posteriormente se proclamó como el Papa Clemente e incluso vivió en Lisboa la Revolución de los Claveles.Entre frases entrecortadas por su avanzada edad, el tío Pedro expone en un libro intenso, lleno de anécdotas y de lugares para el recuerdo, una vida donde toma cuerpo la propia biografía de José Garzón. 
Se muere menos en verano es toda una sucesión de imágenes, un legado a la superación entre un colegio del Sacromonte granadino y la Sevilla donde el protagonista encontrará su estabilidad profesional.

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Pasada la Navidad llegaron a casa de Fina dos personajes que revolucionaron el «convento»: el citado Miguel, apodado Tinajas, un poquito bruto, frescachón, bajito, medio calvo y gordito, que llegó en busca de trabajo y de la identidad perdida al haber abandonado el seminario cuando le faltaba un estornudo para alcanzar el diaconado; también para alegrarnos la vida por su simpatía; reíamos al verlo ante el espejo mofándose de su propio físico: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me habrás hecho tan bonito y tan gracioso?»; cada vez que veía a Fina con sus kilos de oro en las manos la enrabietaba sin piedad: «Fina, ¡qué no habrá tenido usted que putear en Argentina para conseguir todo eso!», la respuesta no se hacía esperar: «¡Bueno y qué!, cada uno hace con su cuerpo lo que le da la gana… Además me lo he ganado trabajando honradamente, se cree el ladrón…». Miguel disfrutaba provocándola, era frecuente verlo por el pasillo en calzoncillos, «ahora vais a ver», llamaba a Fina y cuando esta lo veía de esa guisa, lo increpaba: «¡Guarro, guarro, tápese! ¿Habrase visto cosa igual?». Miguel la perseguía por el pasillo gritando: «¡La violo, la violo, no me puedo resistir!»… un pasillo, nunca mejor dicho, de comedias, siempre con final feliz.

Casi simultáneamente arribó una sobrina de Fina, procedente de Luarca, el Pendón de Luarca terminaría llamándola su tía por la fogosidad que exhibía ante un grupo de imberbes que no sobrepasábamos los dieciocho, unos lechones a los que devorar con la malicia de sus treinta años; el cuerpo de Covadonga hacía honor a sus orígenes rústicos, recio pero perfecto, con un par de tetas que parecían elevarse al cielo; sin embargo, la cara adolecía de femineidad, destacando en ella unos chiquitines y pícaros ojos que Miguel, cuyo amor por ella se iba cociendo a fuego lento, enaltecía diciendo: «La belleza de los ojos no reside en el tamaño sino en la expresión, las vacas, por ejemplo, tienen los ojos grandes y, sin embargo, no hay nada más soso y bobalicón que los ojos de una vaca».

Aprovechaba Covadonga las ausencias de la tía para compartir conmigo camilla y brasero. Una camilla diminuta, de no más de medio metro de diámetro; el inevitable roce de extremidades inferiores, junto al calor que emanaba del brasero, despertaba sus mórbidos instintos… y los míos, aprovechaba cualquier pretexto para introducir la mano entre mis muslos, haciendo comentarios como: «Chico, qué fuerte estás, qué rollizo, no lo aparentas con la delgadez…», mientras la deslizaba arriba y abajo; en mis dieciocho años… inocencia, excitación, inseguridad, pudor… todo se mezclaba; comencé imitando sus actos, haciéndole ver que también ella estaba maciza, recorrí con mi mano los suyos y, a los pocos días, terminamos en la cama retozando hasta que, obviamente, yo perdía el asalto por puntos, lo que solía ocurrir terriblemente pronto como correspondía a la edad. Situaciones semejantes se reprodujeron durante varios meses hasta que Miguel, de edad más acorde, sucumbió a sus encantos; comenzaron a salir a escondidas de Fina y terminaron novios; nos contaba Miguel las refriegas amorosas que se sucedían en los alrededores del Palacio de Deportes y la voracidad sexual de Covadonga; la relación terminaría por empacho. Contaba que una noche en que compartieron hotel para celebrar el cumpleaños de ella, tuvo que incriminarle una obscenidad, una ventosidad para ser más precisos: «O te portas con pudor o te apeas del lecho conyugal», la reprendió con autoridad… «es que si empezamos con esas licencias…»; también por los celos de él; ella nunca renunció a provocar a sus cachorros, disfrutaba con ello pero fue descubierta, el idilio finalizó y Covadonga amenazó con tirarse al metro… total, ya le quedaba poco que «tirarse»; en una ocasión Miguel la vio tan mal que asustado la siguió para cerciorarse de sus verdaderas intenciones; en el andén de una estación de metro, no importa cuál, Miguel sujetó, besó y abortó las aviesas intenciones del «Pendón de Luarca»; la relación acabó en pocos días, yo no sabía cómo animarlo, lo veía triste, aproveché una cerveza en un bar de la glorieta de Luca de Tena para escribir en una servilleta: «¡Ha debido ser una gran pérdida!» . «No has puesto bien el acento en la última palabra», me replicó a la par que soltaba una sonora carcajada; intenté desdramatizar la situación sin hacerle daño, intercalando virtudes y defectos, su reacción era imprevisible:

—«Bueno, pues ya está, para salir antes del pozo piensa en lo negativo que pueda tener… que está buenísima es indudable, pero la caraaa… aparte los ojos, es chata como una de esas estatuas que vemos a diario profanadas por una pedrada cabrona… aun así creo que has cometido una felonía al abandonarla después de tanto tiempo de noviazgo…

—Más que felonía he obrado un milagro, antes era chata y ahora la he dejado con tres palmos de narices—. Ni la tristeza eclipsaba su ingenio.

La vida seguía, clases por la mañana, desayuno a base de vino tinto y pincho de tortilla en la escuela, almuerzo en cualquier sitio y cena, tras muchos kilómetros de metro, en el comedor de Estomatología en la ciudad universitaria; un restaurante de la cercana calle Ferrocarril publicitaba «sopa de fideos: una peseta», una provocación para nuestra economía, junto a un segundo plato liviano el almuerzo quedaba resuelto con diez pesetas mal contadas; la sopa, como es de suponer, jamás hubiese figurado en la Guía Michelín: agua caliente, fideos ni finos ni gruesos y ¡dos chirlas! con el bicho duro y arrugado de tanto recalentamiento; con semejante alimentación no fueron pocas las ocasiones en que, en plena calle, sentía unos ligeros desvanecimientos o «ausencias» en las que perdía toda noción sobre mi existencia: quién era, dónde estaba, a quién recurrir… con el tiempo achaqué mis males al brutal desequilibrio de la dieta en una fase de mi vida marcada por el crecimiento y el desgaste físico.

Un suceso que pudo finalizar en tragedia hizo aflorar los pocos genes de héroe que pudiera o pueda poseer. En pleno invierno, leyendo en la cama, con Miguel dedicado a sus habituales bromas a Fina y los otros jugando interminables partidas de dados, la bombona de butano comenzó a arder en el pasillo; alertado por los gritos, me incorporé y vi correr a todos escaleras abajo en ropa interior o pijama, presos de la histeria al ver cómo las llamas llegaban al techo; paralizado por el espectáculo, sin saber qué hacer y terriblemente solo, cometí la mayor locura de mi vida, algo que jamás repetiría: cogí las mantas de la cama, me abracé literalmente a la bombona y retaqué con ellas cualquier resquicio que pudiera aportar oxígeno a la combustión; aunque el fuego se extinguió, la bombona pudo haber explosionado debido a la temperatura alcanzada; pese a persistir el peligro permanecí en el piso cuando debí salir corriendo tanto al principio, con ellos, como una vez apagado el fuego, pero no lo hice posiblemente por inconsciencia. Pudo haber sido una gran catástrofe humana y material; respecto a mí… mejor no pensarlo, podría no estar en este mundo.

Nuestra estancia en casa de Fina provocó el «efecto llamada» de otros paisanos, entre ellos Andrés Calle, un pintor autodidacta de cuya infancia poseo un retrato de Marilyn Monroe a lápiz donde las betas rubias y la luminosidad están perfectamente conseguidas. Andrés, Andresito Calle para los amigos, comenzó siendo un magnífico pintor que se divertía maquinando las rarezas que iba a materializar y acabó siendo un consumado escultor; bohemio y desinteresado jamás aceptó un trabajo estable a pesar de haber adquirido obligaciones familiares en la última etapa de su vida; la bohemia intelectual en que estaba inmerso no admitía disciplina horaria, llevó una vida ambigua, nunca fue rico ni pobre: asocial, arisco, solitario, de ego acentuado… incluso su muerte fue gris y antipoética. Llegó a casa de Fina fichado por Ferrándiz, el ídolo de los dibujantes, para diseñar crismas navideños con el peculiar estilo del maestro: angelitos, personajes de cuentos… tiernos, pícaros y llenos de humor con caras muy modernas, labios pronunciados, pelito largo planchado, cuello y pestañas también largos… Andrés dibujaba crismas a una velocidad increíble y percibía cincuenta pesetas por unidad; pese a constituir su modus vivendi inicial, aspiraba a metas más excelsas que consiguió al marchar a Cataluña y decantar su calidad pictórica por el fovismo, corriente que exaltaba el color, de ahí que se especializara en escenas de la Costa Brava, único lugar, según él, que ofrecía una luz especial. La capacidad generadora de riqueza de Andresito en un mundo tan depauperado como el nuestro, nos tenía atónitos, de su mano salían bocetos increíbles, cualquier idea que fluyera a su mente, como por arte de magia quedaba reflejada sobre el papel galgo o el lienzo, pero como suele suceder a los artistas, no logramos que se solidarizara con nuestra pobreza aumentando un poco la creatividad, siguió dibujando un crisma al día, no necesitaba más, su despreocupación por los bienes materiales era absoluta, ni se planteaba tener en sus manos la solución a nuestras penurias económicas.

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