Entre las diversas aproximaciones a la noción de crítica en Benjamin destacan principalmente tres ejes desde los que articula su reflexión: el arte, la traducción y sus análisis sobre la infancia17. Tres experiencias que se inscriben en el marco de la propia premisa benjaminiana del inacabamiento del pasado, un tiempo arqueológico, de coexistencias. El pasado tiene una energía disponible que por medio de la crítica podemos actualizar para levantar otras memorias y desde ese tejido configurar otro presente. La crítica tiene la potencia de encontrar la actualidad de un material, una historia, una relación, una obra, para seguir diciendo cosas fuera de su tiempo. Para trazar otros futuros posibles.
Así, la crítica no consiste en una impugnación ni en un juicio a partir de normas externas que ignoran la singularidad de las obras o de las situaciones, sino de una crítica inmanente, es decir, una crítica que parta de la obra y de las singularidades contextuales, estableciendo sus propios parámetros. Esta fractura que introduce Benjamin en la comprensión de la crítica es como una especie de mordedura de la que no se podrá sanar y que hará imposible no poder dejar de preguntarse en cada época por las herramientas que tenemos para abrir el porvenir.
El problema es que después del fracaso del proyecto soviético, las descripciones dominantes del tiempo presente han puesto en obra una perspectiva bastante frustrante. Bajo diversas dramaturgias, como el fin de la utopía, el fin del arte, el fin de la historia, el fin de los grandes relatos, no deja de afirmarse la imposibilidad de construir un horizonte común. Lo que habría desaparecido con el colapso de la Unión Soviética no sería solamente un sistema económico y de Estado, sino también el modelo de temporalidad que marcaba un desarrollo, un camino hacia una verdad y una promesa de justicia. Lo que quedaría sería la única realidad de un tiempo despojado incapaz de proyectarse más allá de sí mismo.
Cuando el tiempo se ha desquiciado y se ha salido de sus goznes, la única realidad que se anuncia es la de un tiempo posthistórico marcado por el reino del solo presente. El presente es lo único que importa, el así llamado «presentismo». En ese escenario, aunque se sostiene lo contrario, vemos que el lugar al que se ha remitido la crítica ha sido a un repliegue de utopías o criterios anteriores. Cuando no tenemos utopías disponibles y vemos que las categorías críticas se hacen insuficientes, en vez de profundizar en las paradojas que exige el presente y alimentar una práctica de la crítica como la que propondría Benjamin, hay un repliegue, un refugio que se modula en nostalgias de un pasado supuestamente mejor que vuelve sobre la necesidad de afirmar los términos dicotómicos en donde queden claramente separadas las verdades de las apariencias, lo real de lo imaginario.
En mayo de 1978, Michel Foucault da una conferencia en la Sociedad Francesa de Filosofía titulada ¿Qué es la crítica? (Crítica y Aufklärung), y en su breve autobiografía intelectual, que escribió en 1984 con el seudónimo de Maurice Florence, inscribe su labor en una historia crítica del pensamiento18. Por tanto, bien podríamos decir que su trabajo está atravesado por pensar las condiciones de la crítica de su tiempo. Las reflexiones que realiza Foucault sobre la crítica son, como decía antes, una elaboración conceptual que se aleja de una teoría normativa. En este sentido, comparte con Jean-François Lyotard la interrogación por la validez de unas reglas específicas, previamente determinadas y universales que establezcan unas normas para valorar las situaciones. El trabajo de Foucault se centra en una profundización del funcionamiento de las disciplinas y las normas que estas han creado y sobre cómo estas normas aspiran a crear un círculo entre obediencia y utilidad del cuerpo, que ha diagramado un trabajo sobre nuestros movimientos y gestos, configurando cuerpos sometidos y ejercitados, cuerpos dóciles.
De modo que la cuestión de la crítica en Foucault estará siempre vinculada con la problemática de cómo no ser gobernados. Por ello, para él, el sentido de la crítica está en estrecha relación con un compromiso por explorar estrategias que desanuden el conjunto de relaciones entre el poder, la verdad y el sujeto; Benavente lo expresa del siguiente modo:
Si la gubernamentalización alude a un movimiento que intenta sujetar a los individuos a mecanismos de poder que apelan a un discurso verdadero, la crítica es el movimiento por el cual el sujeto se atribuye el derecho de interrogar la verdad por sus efectos de poder y al poder por sus discursos de verdad; pues bien, la crítica será el arte de la inservidumbre voluntaria, el de la indocilidad reflexiva. La crítica tendría esencialmente por función la desujeción en el juego de lo que se podría denominar, en una palabra, la política de la verdad19.
La función de la crítica no sería la de visibilizar una determinada situación de opresión, sino la de una desujeción que rearticule las relaciones de poder. Una crítica comprometida con imaginar otro presente y con su capacidad de transformarlo. Esto implica un cuestionamiento permanente de nuestro ser histórico, cuestionamiento que es siempre a la vez un ejercicio de reinvención. La crítica, entonces, excede la suspensión del juicio que propondría Kant, precisamente porque desde la propuesta foucaultiana en esa suspensión del juicio la crítica no retorna al juicio, sino que inaugura una nueva práctica, abre una nueva posibilidad de sentido y otra experiencia. Por tanto, la crítica implica una recomposición, una creación.
Foucault no solo desplaza la crítica de su inscripción como juicio, separación o conocimiento, dándole un nuevo sentido, el de transformación; sino que va más allá y se pregunta en qué medida la crítica, para emanciparse de su rol de juicio, requiere una transformación estructural que es condición de posibilidad para que tal cosa ocurra, es decir, romper con una determinada lógica del saber que es la lógica de la explicación.
En el marco de la episteme clásica, en la medida en que el discurso proveía de elementos de representación que eran considerados como transparentes y en donde se estimaba que el plano lingüístico se correspondía con las cosas del mundo, la representación funcionaba como reguladora del saber. En este sentido, por largo tiempo el trabajo de la crítica no se reducía a juzgar, sino a explicar las obras de arte, los hechos sociales u otros. Sin embargo, con lo que Foucault denomina la crisis de la representación, esta se tornó opaca o como mínimo mostró sus límites como manera de organizar el saber. Por ello, como más tarde recupera acertadamente Judith Butler, un tránsito de la crítica como juicio a la crítica como práctica20 exige una revisión de los modos mismos en que se ha articulado la razón moderna, una práctica que cuestione la legitimidad de quién valida estos discursos.
Por eso, en términos de J.F. Lyotard, es necesario adoptar un enfoque regional y no universal, para abordar las cuestiones de historia, política, lenguaje, arte y sociedad. Lyotard también rechaza un rol legislativo para la crítica. A lo largo de todo su pensamiento vuelve sobre el problema de cómo resistir a los órdenes dominantes, tanto el discursivo como el económico. Desde sus primeros escritos políticos sobre Argelia hasta sus últimas obras sobre arte, tiempo y lenguaje, permanece filosóficamente comprometido con el desafío que implica el capitalismo de la última parte del siglo XX. Lyotard introduce un campo de tensión. En El entusiasmo. Crítica kantiana de la historia21, pone en cuestión el sentido de lo crítico kantiano proponiendo una agonística de reglas heterogéneas, un campo de batalla. Para él, la crítica es un modo de diferir, de abrirse a los acontecimientos. «La capacidad de juzgar es interpretada desde el concepto de imaginación, una imaginación que es constituyente. No es solo una capacidad de juzgar, es una fuerza para inventar criterios»22.
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