Andrea Soto Calderón - La performatividad de las imágenes

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La inquietud que no deja de manifestarse bajo diversas formas en este libro es por el poder ambivalente de las imágenes, un intento persistente por desplazar la pregunta sobre qué son las imágenes hacia sus maneras de hacer, su performatividad. Tradicionalmente, la imagen ha sido declarada no apta para criticar la realidad, al tiempo que hoy se afirma que estamos inmersos en una cultura visual que exige orientarse en ella. Si bien la mayoría de las imágenes que circulan son para consumir objetos y no para construir miradas, ello no implica que no sigan siendo artefactos de potencia especulativa, poética y política. Este texto es una invitación a mantener una actitud crítica que permita la emergencia de nuevos tipos de conflictos y nuevas formas de ver. Desde una suerte de contraintuición afirma que el problema no es tanto el exceso de imágenes sino su escasez; esas realidades que no tienen imágenes, que carecen de capacidad para ser imaginadas. Una interpelación a componer otras formas de poder, relacionar lo que no tiene relación, ejerciendo en común la potencia que se comparte. Hay que hacer relatos, hay que hacer imágenes y hay que creer en esos relatos, hacer como si fuesen verdaderos. Para la autora, en estas formas de interrupción frágil es donde puede ocurrir la sublevación de las formas.

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Debord insiste, desde diversas perspectivas, en que el consumo y circulación de las mercancías ocupa el lugar central que regula las condiciones de existencia, invadiendo la vida y expropiándola de vínculos. Como ya mostraba Charles Chaplin en Tiempos modernos (1936), los trabajadores continúan repitiendo los mismos gestos al servicio de la máquina incluso después de salir de la fábrica. Para Debord, la orientación revolucionaria no puede sino contemplar una crítica a la totalidad de la sociedad, una crítica que no pacte con ninguna forma de poder, que se pronuncie sobre todos los aspectos de la vida social alienada y que aprenda que no puede combatir la alienación bajo formas alienadas. Para destruir efectivamente la sociedad del espectáculo son necesarios hombres que pongan en acción una fuerza práctica.

Sin lugar a dudas, el diagnóstico de Debord es certero, agudo e incluso parece más actual que cuando fue formulado décadas atrás. Sin embargo, como bien señala Jacques Rancière, en cierto sentido el diagnóstico de Debord no deja de perpetuar la visión platónica que opone la pasividad del espectáculo y la ilusión del parecer al ser. No cesa de ahondar en la distancia entre apariencia y realidad, aquella sentencia que más tarde radicalizara Giorgio Agamben al afirmar que en la sociedad espectacular se disuelve toda posibilidad de resistencia política, la sociedad espectacular «anula y vacía de contenido cualquier identidad real y sustituye al pueblo y a la voluntad general, por el público y su opinión»5. Se afirmaría así una lógica de dominio absolutizada, como si la política no se efectuara siempre en el orden de las apariencias.

Este modo de entender la crítica a la sociedad mediatizada por imágenes ha marcado al menos a cuatro generaciones. Sin duda es una referencia obligada para quien quiera explorar modos de subvertir la hegemonía cultural y visual en la que estamos inmersos. Y desde luego mi intención no es negar su diagnóstico, ni tampoco intentar negar la creciente deserotización de la que habla Franco Bifo Berardi o la tendencia generalizada de la industria cultural a estereotipar nuestros imaginarios, deseos y opiniones, como tampoco el sistemático proyecto de dislocación del mundo6. Negar la radicalización neoliberal de la cultura como mercancía sería, como mínimo, ceguera.

Sin embargo, discrepo respecto de quienes entienden que la crítica pasa por ahondar en la separación entre verdades y apariencias. Por supuesto es necesaria una diferenciación, pero no una separación, porque verdad y apariencia nunca están realmente separadas, sino que cohabitan, coexisten y se posibilitan recíprocamente. Los discursos contra las apariencias y los espectáculos no me parecen erróneos, sino que me resultan poco fértiles.

La crítica, si solo se queda en el juicio, en la denuncia, no es fecunda o, como mínimo, muestra sus límites para abordar nuestra situación histórica. La depreciación de las imágenes, desde Platón, no tiene que ver solamente con una desvalorización de la relación de los espectadores con las sombras que pasan ante ellos, sino también con un mecanismo de construcción de un mundo jerarquizado en que se le otorga un grado inferior, en relación al conocimiento, a la percepción sensible. Como sostiene Rancière, lo que hay de interesante en la imagen matricial de la caverna de Platón es que, en el fondo, el punto estructural de la caverna no tiene que ver propiamente con la forma o materia de las imágenes, sino con que los espectadores están encadenados, que los espectadores son declarados y construidos por Platón como personas que no pueden girar la cabeza, que no pueden moverse, que no pueden ver lo que hay detrás. Por tanto, en cierto modo, la imagen designa no una realidad visual, sino una posición de los que están enfrente, personas que no pueden moverse7.

El argumento que vendría a sostener Rancière es que el espectáculo no tiene tanto que ver con la suma y multiplicación de imágenes, y tampoco con las relaciones que establecen los encadenados a partir de esas imágenes, entre ellos o con la verdad, sino que el espectáculo, tal y como lo presenta Platón, es la organización del mundo de la impotencia. El espectáculo es un mundo en donde los sujetos se ven desposeídos de su potencia a la hora de actuar. Este pensamiento de la impotencia es el que no deja de perpetuarse en diversos teóricos y teóricas contemporáneas y es el que, a mi modo de ver, nos deja sin herramientas para poder orientarnos en nuestro presente.

Mi interés se centra en explorar cómo un trabajo de las imágenes, por las imágenes y entre las imágenes puede hacer mover un régimen dominante de visibilidad; cómo contestar esa realidad desde las imágenes. En ese sentido, el filme de Debord La sociedad del espectáculo (1973) constituye un campo mucho más fructífero para este propósito. Aun cuando Debord afirma categóricamente que «no se puede combatir la alienación bajo formas alienadas», su filme acoge esa contradicción y es un montaje de películas de Hollywood, de imágenes publicitarias, de afiches, de espectáculos. Rancière nos invita a reparar en un momento del filme: aquel en el que la voz en off sostiene que el espectáculo es el capital llegado hasta este punto de asimilación que se convierte en una imagen. Y en ese momento lo que vemos en el filme no es, como podríamos esperar, la mercancía, es una carga policial. Hay aquí un primer desplazamiento: Debord invierte la función de las imágenes para poner en escena un movimiento histórico de liberación. Segundo desplazamiento: introduce un fragmento de una película hollywoodense de Raoul Walsh donde representa al general Custer8, que más que una denuncia parece una invitación a habitar la potencia de esa imagen. Y así sucesivamente a lo largo del filme.

Por una parte, me parece interesante esta desinscripción que hace Rancière del lugar que se le ha otorgado a Debord en la tradición de la crítica; por otra, me parece absolutamente necesario un ejercicio que cuestione la praxis de la crítica bajo el imperativo de una demanda de pureza que insista en la separación entre imágenes y apariencias. Trabajar en la diferenciación, pero no en la separación, es crucial para adentrarnos en los pliegues en donde lo nuevo puede aparecer, así como también para objetar la creencia recurrente que los discursos de resistencia proclaman, según los cuales toda acción emancipadora tiene que pasar por la toma de la palabra, cuando los procesos de transformación no son solo una cuestión de la articulación de un discurso o de los modos en que se toma la palabra, sino de disposiciones de cuerpos; articulaciones entre lo pensable, lo decible, lo visible, lo audible.

Por ello es fundamental volver a pensar la puesta en forma de la apariencia y de la visibilidad, de la aparición y de la presencia, restaurar la capacidad de aparecer. Las apariencias, si son anudadas a sus contextos, tienen la capacidad de rearticular una posición, pero también de mantenerse de manera flotante, inaparente. Se trata de experimentar con superficies que no borren la porosidad de las apariencias, que no se sometan a la tiranía de la transparencia9 como si fuese algo a traspasar, sino que aprendan a soportar el peso de sus espectros.

Repensar la crítica

Preguntarnos qué puede decir la crítica en la actualidad, y valorar sus propias condiciones de posibilidad, es un cuestionamiento que no se reduce al análisis de la transformación de un concepto, sino de las transformaciones en nuestras relaciones: cómo nos construimos, cómo se desarrolla el trabajo del pensamiento y cómo este es puesto en práctica.

Si el trabajo de la crítica no se constriñe a la denuncia o a señalar las contradicciones que se habitan para levantar una suerte de imperativo moral que no deja de afirmar nuestras impotencias, ¿cómo pensar una crítica que pueda crear escenas en las cuales los procesos de transformación no estén sometidos a un contenido específico? La emancipación, pero más ampliamente los procesos de transformación, suelen ser comprendidos como una salida de un estado de ignorancia hacia uno de consciencia de la propia situación. Como si conocer una situación fuera condición necesaria y suficiente para su modificación. Como ya argumentaba Walter Benjamin, y más recientemente Jacques Rancière, el horizonte problemático de los procesos de transformación social no tiene que ver con el problema de una conciencia empírica, sino con una trama mucho más compleja en donde se articulan las condiciones materiales para su subversión. Ya lo decía Gilles Deleuze citando a F. Nietzsche, nos hallamos en una fase en que lo consciente se hace modesto.

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